Había un pequeño aparador de madera con la repisa de mármol con vetas negras. Los tiradores de los dos cajones centrales y de las puertecillas inferiores eran dorados, artesonados con flores, cubiertos de mugre. Encima se veía un espejo con el fondo descolorido, cuyo reflejo parecía distorsionado, como el fondo de un estanque en una tarde de viento: parecía que había algo más al otro lado del cristal al margen de la pared del frente, danzando un baile tétrico provocado por las motas de polvo que se movían caóticas por la corriente que dejaba la puerta abierta. En el reflejo dos cuadros, dos rostros reflejados que le observaban terribles desde la pintura.
Él era el señor Martín, el antiguo propietario de la casa, un viejo con el rostro retorcido en una mirada oblicua, severa y reprobadora, amenazante, que parecía advertirle sobre aquel allanamiento y sus consecuencias. Llevaba un capote negro sobre los hombros que le recordaba a pinturas antiguas, y que le daba el aspecto de un cuervo preparado para atacar a su víctima. Calvo y con la nariz aguileña, con aquellos ojillos hundidos en el cráneo pelado, le hacía sentir como si un depredador le observase.
El otro cuadro era de una mujeruca, la señora Rudiez, de labios hundidos, arrugas marcadas en su escarpado rostro y un pelo ceniciento recogido en un moño desaliñado. Se le veía el cuello de una blusa, almidonado y alto, y un colgante de un simbolismo extraño. Desde luego no era nada que hubiese visto anteriormente. El pintor debía ser un gran conocedor del alma humana, pues había recogido con perfecto detalle su mirada enloquecida de ojos saltones y febriles, como si al otro lado del artista se encontrase alguna puerta desconocida a un infierno escalofriante.
Ellos eran los últimos propietarios conocidos de la casa. Hacía ya más de treinta años que se había quedado deshabitada, y la ausencia de actividad en ella hacía parecer que estaba abandonada, en manos de algún acreedor, o de un banco. Habían muerto sin descendencia conocida, a pesar de que en el jardín había un parquecillo preparado para jugar. En aquellos años, debió de ser un lugar agradable con una fuentecilla y rincones sombreados. Hoy en día era un lugar herrumbroso y gemebundo, con los dedos nudosos de los árboles cerniéndose sobre los columpios, con la fuente seca convertida en cementerio de hojas.
No se sabía qué era lo que había pasado. En realidad, sí, pues los primeros en entrar en la casa aquella mañana habían sido los ayudantes del médico del centro de salud, un par de muchachos que vomitaron el estómago entero y después se regodearon en el bar del pueblo contando la imagen del dantesco asesinato y suicidio posterior de la señora Rudiez. Los niños elucubraban desde entonces y los rumores hablaban, comentaban cosas horribles, como que se paseaba por la casa exhalando risotadas y graznidos propios de un grajo, buscando a su marido para volver a matarlo de nuevo. Se decía que confundía a cualquiera que entrase en la casa con el difunto, y que le hacía todo tipo de atrocidades antes de comerse el corazón del desafortunado.
No contribuían especialmente a calmar aquellas historias el hecho de que el señor Martín había aparecido con el pecho abierto de par en par y eviscerado; tampoco las desapariciones de niños que, durante aquellos años, habían tachonado las efemérides del lugar. La verdad es que todas aquellas desapariciones había quedado debidamente justificadas: viajes por estudios, embarazados no deseados, un par de delitos menores y una muerte en accidente de carretera a decenas de kilómetros de allí. Sin embargo, como esas desapariciones no se habían acompañado del testimonio del desaparecido, alimentaban la imaginación de las mentes más etéreas.
Y desde luego, aquellos pensamientos no contribuían a calmar a Francisco. Se dio cuenta de que llevaba varios minutos, no sabía cuántos, mirando el rostro de aquellos dos personajes y dejando vagar su pensamiento por todas aquellas murmuraciones que recorrían el lugar desde hacía años.
Dio un par de pasos más hacia dentro, hasta la primera puerta a la derecha que daba al salón que había visto por la ventana. Sintiendo como los cuadros de la entrada le observaban fijamente, con sus ojos terribles, entró en la habitación cubierta de polvo. Allí había multitud de objetos que podría coger como prueba, pero justo en ese momento empezó a escucharlo. Un ruido. Leve, como un susurro, o más bien como un arrastre que empezaba y se detenía, empezaba y se detenía. Pies que se arrastraban en el piso superior.
El pelo de todo el cuerpo se le erizó y apunto estuvo de soltar un grito. Lo habría hecho de poder exhalar una palabra. Y casi estuvo a punto de perder el sentido cuando la puerta principal de la casa, con inusitada violencia, arrastrada por una corriente de aire repentina, se cerró de golpe.
Alberto Martínez Urueña 4-10-2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario