Vivía en una región en donde a cierta edad la gente siempre buscaba la seguridad grupal de sus semejantes. Según nacieses, así podías saber cuál era el país que te correspondía, y por lo tanto, los que tenían un aspecto saludable, con una buena forma física y una mentalidad exitosa se distribuían en uno y las personas con determinadas deficiencias físicas o psíquicas, se marchaban al que les correspondiese.
Nuestro protagonista tenía el problema de no sabía muy bien si su sitio se encontraba con los tullidos, con los inocentes, con los deficientes… Desde luego, con los deficientes mentales no, porque tenía la suficiente frente como para darse cuenta de que guapo no era; pero tampoco con los intolerantes, pues dejaba que cada uno tuviese su propia opinión y forma de hacer las cosas, por mucho que le parecieran equivocadas. Claro, ante tal situación, la sensación de angustia de nuestro chico iba creciendo de manera exponencial, ya que la primera y más absoluta regla de aquella región (podemos llamarla región cultural, zona, o como queráis) consistía en la adscripción a uno de sus subconjuntos para que, tanto el interesado como el resto de los componentes, supiese a qué atenerse.
Le dio un poco al cerebro, tratando de encontrar una salida suficientemente satisfactoria para todos, ya otro de los principios fundamentales era la complacencia con los rigores impuestos por la gran mayoría, y una conditio sine qua non para empezar a considerar a nadie como miembro de pleno derecho de tales lugares.
Al final optó, siguiendo un refrán que alguien le dijese en algún momento, que el mejor de los lugares en el que podría encontrarse era en la región de los ciegos. No en vano, él era tuerto, y sus principales defectos físicos que podrían obligarle a entrar en otra agrupación no serían percatados por el resto de sus conciudadanos. Sin darle más vueltas, convencido de la irrefutable secuencia lógica que encaminaba sus pasos, cruzó las puertas del que se convertiría en su nuevo hogar.
Nada qué decir al principio: sus previsiones se cumplieron al completo, la gente le trató con total familiaridad y sin recelos aparentes: no en vano, era uno de los suyos. Nuestro protagonista no había conocido nunca tamaña sensación de pertenencia y seguridad, de apego y cariño por personas que le trataban con absoluta dedicación. Y claro, él tenía que aportar algo a cambio del tesoro que recibía. Para ello, un día de reunión les describió con todo detalle la belleza del lugar en que se encontraban, ya que a pesar de ser ciegos, les había correspondido un lugar con una naturaleza de vistosos colores, de cielos limpios y un océano que refulgía bajo la luz del sol con unas tonalidades verdeazuladas que competían con la mejor obra de arte. Pero el resultado de su regalo no pudo ser más nefasto. Tened en cuenta de la situación: un tuerto en el país de los ciegos, siempre se ha dicho que sería el rey. Nada más lejos de la realidad. A los ciegos ni se les pasó por la cabeza que entre ellos pudiera haber uno que pudiera ver lo que aquel sujeto les estaba contando: no en vano, aquel era el país de los ciegos, y por definición, era imposible por tanto que pudiera hacerles tal descripción. Rápidamente llegaron a la conclusión más lógica de todas: estaba totalmente loco y trastornado, y para esto, esa cultura tenía una solución, que era aceptada por todos los países. Habían reservado un lugar para ellos, para los locos, y en ese lugar no se entraba de manera voluntaria, era el único (en el resto, por supuesto que sí, porque ¿quién no va a querer la seguridad y placidez del abrazo grupal, esa sensación de pertenencia que era lo que hacia las delicias todos ellos). De esta manera, por supuesto, nuestro protagonista acabó en la región de los locos. Nadie sabe muy bien qué fue de él, ya que a nadie se le ocurre dejar su agrupación una vez que entra, y de la región de los locos no sale nadie, por supuesto. Imaginaos que caos se podría producir con casos como éste que os cuento.
Alberto Martínez Urueña 12-08-2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario