Me encanta que haya elecciones, sean las que sean, porque siempre dan motivos más que sobrados para dar que pensar, reflexionar y hacer textos como churros. Os lo aseguro, con esto de las elecciones en Galicia y en el País Vasco, podría estar hablando y dando mi punto de vista durante varias décadas, o al menos hasta dentro de tres meses en que tendremos las elecciones al Parlamento Europeo y empecemos de nuevo a hacer las lecturas que a cada uno le convenga de un mismo resultado; y si no, tiempo al tiempo.
Pero claro, estas elecciones eran autonómicas, y no deja de resultar curioso la metralla que meten con el tema fuera de los propios territorios, cuando creo sinceramente que lo que ocurra en cada una de las Comunidades Autónomas tenía que importar mayormente a las personas que tengan la suerte o la desgracia de vivir en ellas. Es obvio, y no pretendo ser más papista que el Papa, que todo esto viene marcado por el tema nacionalista, del PNV a cuestas y el PP en mayoría o no mayoría absoluta en el otro lado, y todas gaitas y gaiteros celebrando lo que para unos es un triunfo porque gobiernan y un triunfo para los otros porque no gobiernan, pero siguen siendo famosos. O hacen aquello desconocido en España de dimitir, que pocas veces se ha visto, a fe mía.
La verdadera cuestión, y a la que me quería referir, es que el problema no está tanto en que en una Comunidad Autónoma con tan poca representación nacional a nivel de ciudadanos tenga la relevancia que tiene a nivel mediático. El principal problema de todo esto es que partidos que representan a minorías tan minoritarias como pueda ser el PNV, el BNG, CIU y todos los demás que se me olvidan, tengan la importancia que tienen en las Cortes Generales, y a eso es a lo que pretendía referirme desde el principio (ya sé que a veces doy demasiadas vueltas al tema).
He tenido la suerte y la desgracia, como en lo de los territorios patrios, de estudiar unas oposiciones como a las que me he enfrentado, y una de las cosas que he tenido que chaparme a sol y a sombra han sido los artículos que la Constitución dedica a las Cámaras Legislativas en su título tercero, del sesenta y seis al noventa y seis, para más referencias. Un poquito de Ley General Electoral y todo empieza a cobrar sentido del sinsentido, y comprendes muchas cosas, entre otras por qué un partido con novecientos mil votos a nivel nacional tiene dos diputados y otro que no pasa de cien mil puede tener seis o siete. Inherentemente absurdo pensaréis alguno, y aunque creo que ese pensamiento tiene común refugio en todas nuestras cabezas, existe hasta un respaldo matemático para conformarlo, gracias a un señor que se apellidaba como el sistema que ideó y que lleva su nombre: D’Ont; y de sus muertos nos acordamos muchos que consideramos una auténtica patraña la aplicación de tal método en el Congreso. No me pondré a explicaros ahora en qué consiste, porque en Internet podéis encontrar innumerables ejemplos de lo que quiere decir todo esto, pero el resumen se podría encontrar en la cuadratura del círculo, o cualquier otra metáfora que exprese lo absurdo llevado al extremo.
No pretendo encontrar responsables en aquellos doctos y sabios padres de la Constitución y en aquellos legisladores del año ochenta y cinco cuando se preocuparon en aplicar semejante farfullo ininteligible en nuestro sistema electoral para darle más gracia si cabe a un panorama ya de por sí complicado en nuestro país llamado España, mezcla de razas, ideas, culturas y demás parafernalias, pero país a fin de cuentas. Es probable que no haya en el mundo un cacho de tierra de este tamaño con tales desavenencias en su seno, pero eso es lo que tiene ser español, no estar de acuerdo con nada, estar a disgusto en tu tierra (eso es muy castellano sobre todo) y estar dispuesto a partirte antes la cara con tu vecino que con otra persona. Salid los fines de semana por discotecas y encontraréis palmarias demostraciones de esto, no hace falta ni mirar los periódicos.
Así pues, a una Constitución que no quiso resolver el problema territorial (o no pudo), se le añade un sistema de representación que, sinceramente, me parece un nuevo intento del más difícil todavía. Pero claro, en España hay dos partidos políticos que parecen encontrarle el gusto, y si nunca estarán de acuerdo en nada, mucho menos en hacer una reforma de la Ley Electoral; si no son capaces de salir en una fotografía sin que esta salga movida más que cuando no queda más remedio y entonces parecen maniquíes anudados a un poste, mucho menos en algo de tal calado e importancia. Y sencillo, porque simplemente debería ser un mero recuento de votos a nivel nacional para el Congreso, y devolver la importancia que debería tener el Senado como cámara de representación territorial, que para eso fue pensada allí por el año setenta y ocho.
Sé que este texto queda un poco extraño en una situación de crisis económica (de la que antes o después hablaré, os lo aseguro por la sangre de mis venas), pero creo que la crisis pasará, que antes o después volveremos al despilfarro de hace menos de dos años (cruel memoria humana) y la actual coyuntura será un mero pasatiempo para los estudiantes de Economía (he estudiado las crisis anteriores, y sé en lo que se convierten), pero el tema del que hablo aquí seguirá dando por donde está dando ahora: los que no tenemos partidos nacionalistas, marginados por los medios y por los únicos dos partidos (y digo los dos, doy para un lado y para otro exactamente igual, sin piedad ni compasión, como no tienen ellos con mi tierra) a los que nos empeñamos en votar sin exigir nada a cambio (manda cojones y lo siento por la expresión); y los que sí que los tienen, aburriéndonos a eso de las tres de la tarde en los telediarios.
Alberto Martínez Urueña 4-03-2009
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