Andaba pensativo desde hacía un par de días acerca de cómo orientar la cuestión, cómo plasmar la idea que me bulle en la cabeza, y me he dado cuenta de que si pretendiese hablar de cada uno de los casos, me tendría que dedicar exclusivamente a ello durante todas las semanas, y seguramente escribir más de un texto. La verdad es que contaros sensaciones y sentimientos al respecto me parece un poco absurdo, porque sería repetir hasta la saciedad términos que escuchamos continuamente en los telediarios y en los reportajes, y si te lees el periódico, los tendrás por duplicado. Todo parece poco para expresarse cuando por dentro se revuelven las tripas ante casos como el de la niña, primero desparecida y ahora muerta, de Sevilla, Marta del Castillo.
Pero podríamos poner otra localización y otro nombre, podríamos poner otra edad, otro delito u otra clase social, y tendríamos algo muy similar ante esos morros y esas narices que de tanto que se nos espantan al final se caerán al suelo como un higo maduro. Eso, o es que una fuerza extraña está tratando de hacernos insensibles ante determinados casos, porque la recurrencia de esas cuestiones ya hace bastante complicado comer con el reportero que ustedes vean a las tres de la tarde en la televisión narrando el hecho que toque. Cuando no es el de una mujer a la que su consorte le ha partido la cabeza a hachazos es un grupo de chavales que se han liado a palos con algún inmigrante en un cajero; también tenemos la modalidad de alguno de una clase de no sé qué colegio que le han puesto la cara como un pan para sacarlo en Internet y demostrar lo machos que son la jauría que se han encendido contra él, o mucho más fácil, más cercano y más incomprensible cuando nos dan la gráfica in crescendo del número de denuncias por malos tratos que interponen padres contra hijos.
No me voy a meter en una avalancha de insultos e improperios contra los que tienen tales comportamientos y derivas hacia la personalidad de Mr. Hyde. Creo que la opinión que tengo yo la tiene la inmensa mayoría, y no hace falta ahondar más aún en comentarios que vamos a tener durante una semana de manera reiterativa en todos los medios de comunicación en los que se debata acerca del tema. Lo que pretendo con este texto es diferente.
Por motivos que en definitiva desconozco llevo un tiempo barruntando en la cabeza que la sociedad cada vez es más agresiva, cada vez está más cansada, más harta y más a la defensiva contra todo aquello que le rodea. Todos encuentran motivos para justificar ese nervio a flor de piel que lleva a levantar la voz a más de uno y que hace las delicias de las arruguillas del entrecejo; siempre hay razones más que sobradas vertidas a los cuatro vientos para ponerse a increpar e insultar sin medida, para tratar ya no de mostrar tu divergencia ante comportamientos u opiniones, sino también para explicar lo gilipollas que te parece el tío que comete los hechos. Y sinceramente, creo que algo estamos haciendo mal cuando la hiel parece que está a punto de desbordarse por cada garganta.
Decir, antes de continuar que obviamente no pretendo poner al mismo nivel a quien mata que a quien insulta. En esta vida hay niveles en todo: así como al cerro de San Cristóbal puede subir cualquiera mientras que el K-2 únicamente está al alcance de elegidos, un insulto es pronunciable por cualquier boca mientras que un martillazo en la cabeza sólo lo da quien ha perdido la suya. Pero también tengo que decir que estoy en contra de cualquier tipo de violencia, y la violencia es una actitud hacia las cosas que nos rodean. Es violento imponer tu verdad a gritos, es violento ir por la calle mirando a los demás como si fueses Clint Eastwood y no lo es menos actitudes tales como el desprecio, el insulto, los prejuicios o las críticas carniceras, esté o no esté delante el objetivo de tales ataques. A lo que voy es que la violencia no sólo es sacarle las tripas a uno en la puerta de una discoteca: la violencia es una actitud concreta y perfectamente identificable una vez que desnudamos los conceptos y nos quedamos con la idea. Podemos enfrascarnos en una digresión estéril sobre cómo definirla, pero creo que todos sabemos de lo que hablamos, todos hemos sentido alguna vez eso que nos hace torcer el gesto y reaccionar y que tendemos a justificar con peligrosa costumbre. No digo que nos vayamos a poner a pegar tiros como pasó hace setenta años en Europa y algo más en España, pero creo que quedarnos con objetivos tan bajos es un error bastante grave.
Sobre todo cuando te enteras de que las nuevas juventudes cada vez justifican más el uso de la fuerza, cuando encuentran motivos para usarla en pro de conseguir algún resultado, cuando se equivocan al pensar que hay algo positivo al final de ese proceso. Ya no es sólo una enajenación pasajera en la que te partes los morros con alguien, sino que incluso se justifica eso en determinadas situaciones. Y creo que esto nos indica que algo estamos haciendo mal.
Sé que ahora estáis esperando que diga algo más, una especie de conclusión o meta de todo lo dicho anteriormente. Sí que la tengo, creo que es clara después de lo que he dicho, pero me la voy a guardar, al menos de momento. La expondré en algún otro texto, antes quiero hablar de otras cosas que tengo en mente, y que os iré explicando las próximas semanas. Temas tales como la religión, el individualismo, la competitividad, el consumismo, lo divertido que les parece a alguno ser el más malo del planeta y una serie de etcéteras que se han ido gestando ese año que he estado en silencio forzoso por las oposiciones. De momento, dejo la reflexión, para que cada uno opine en su fuero interno, en la intimidad de su cabeza, con honestidad, a donde llevan los caminos que se orientan hacia la oscuridad.
Alberto Martínez Urueña 16-02-2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario