El anciano se tumbó sobre la cama. Había estado caminando toda la tarde por su barrio, como solía hacer, renqueante con su bastón de madera y marfil, observando a los chavales pasar por la calle con rumbo incierto: al parque, a casa desde el colegio, hacia algún campo de deporte que había cerca… Le había saludado algún amigo y había compartido con un par de vecinos una conversación interesante sobre cómo habían cambiado los tiempos desde que ellos eran niños, y lo poco que en realidad habían cambiado también. Los tres habían sonreído al ver a uno de los chavales reñir con su madre y como aquélla le había agarrado del brazo y le había llevado a casa por la fuerza, mientras el otro lloraba; después se habían despedido, y él se había vuelto a quedar solo, sentado en el banco de piedra que daba a un pequeño jardincito, tranquilo y apartado.
Desde allí había visto de nuevo la vida pasar como lo había hecho los últimos veinte años, desde que se jubilase de aquella empresa de comercio en la que había pasado los mejores años de su vida. No se había casado. No había ninguna razón aparente, simplemente no había sentido la necesidad de hacerlo, o quizá no había conocido a ninguna mujer que le hubiese llamado la atención lo suficiente como para entregarle su vida. Tampoco lo había echado de menos, no era de esos que decían que tenía que tener pareja, que la vida sin pareja era demasiado triste. Tenía sus pros y sus contras, como todo en esta vida. Aunque como no lo había probado, no sabía si aquello que pensaba era cierto; y se encogió de hombros, como hacía siempre ante tales pensamientos. Ahora volvía a ver pasar la vida delante de sus ojos, la misma vida que había visto en todos aquellos años, que él mismo había vivido en su cuerpo y en su mente, los excesos y las privaciones. Todo.
Fue a eso de las ocho cuando empezó a encontrarse mal. No sabía muy bien el porqué, pero había algo que le estaba produciendo gran malestar, así que con su paso cansino se levantó del banco y caminó trabajosamente hacia su casa, arrastrando los pies, preguntándose qué sería aquella sensación. Al subir una acera estuvo a punto de caer al suelo; sus pies se trastabillaron y casi dio con sus huesos contra el cemento, pero algo lo detuvo. Su corazón desbocado le indicaba el peligro que había pasado: una caída a su edad suponía no volver a levantarse en mucho tiempo de una cama de hospital, tal y como había visto a más de un amigo de sus años. Movió los pies y recuperó la vertical y se volvió a su derecha para ver qué era lo que había evitado que se diese contra el suelo.
Un chico joven le miraba con amabilidad, mientras le agarraba del brazo para ayudarle a incorporarse del todo. Era moreno, con el pelo negro azabache y una leve sonrisa que dejaba entrever una hilera de dientes blancos como perlas de un collar antiguo. Le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba ayuda, y el estuvo a punto de echarse a llorar, entre el miedo por la caída y la emoción por la simple pregunta, sencilla y humana. Asintió, conmovido todavía, y le invitó a tomar un vaso en un bar de los de toda la vida de su calle; el chico trató de negarse, pero él no aceptó un no por respuesta, y casi como la madre anterior a su hijo, le arrastró hasta la barra, en donde le dijo a Fermín que pusiese dos chatos de vino del bueno. Se sentía extrañamente generoso, y aquella sensación le gustaba. Casi no recordaba la sensación anterior, la de malestar, que todavía aguardaba, queda en su rincón, dándole una tregua.
Fueron unos buenos quince minutos de charla entrecortada, de asentimientos amables y alguna palmada en la espalda. Quince minutos de sensaciones hace tiempo desplazadas a un pasado en que había amigos y compañerismo juvenil, quince minutos de una alegría calmada y tranquila, de sosiego sin pasado ni futuro, algo que había olvidado.
El chico marchó con una sonrisa mientras él acababa su vino y daba cuenta de la tapita de chorizo. Se sentía como nuevo, rejuvenecido por dentro, y con aquella nueva sensación se volvió a casa. Y se tumbó en el colchón.
Fue entonces cuando volvió el malestar con más fuerza aún. Le recorrió el cuerpo como un escalofrío, como cuando de joven escuchó las sirenas en Madrid que anunciaban la llegada de algún bombardero alemán. Le recorrió y supo lo que era casi antes de que el brazo izquierdo se le quedase paralizado, antes de que el pánico le atenazase las entrañas y le dejase apabullado ante la certeza de que todo se aproximaba a su cambio más radical. Todo fluía de nuevo hacia algo nuevo, hacia algo cambiante, que le liberaría y le daría… Lo que fuese.
Miró un instante hacia atrás, hacia la luz de aquella vida, hacia lo que se quedaba atrás, todos aquellos recuerdos, las costumbres, las manías. Las dijo adiós sacudiendo ligeramente dos dedos de la mano derecha, que todavía respondían, con una leve sonrisa en los labios, agradecido de haber visto aquel atardecer de septiembre del cuarenta y siete en Ávila, o aquel prado verde frente al mar Cantábrico de Noviembre del setenta y cinco. Asintió, y después observó la oscuridad en frente suyo, la oscuridad que se cernía sobre él, y la saludó con valentía, con los ojos recios y la frente alta, con la humildad que debía a lo desconocido y con la amabilidad de la bienvenida al cambio que se aproximaba. “Ya necesitaba un cambio”, se dijo, “las cosas no pueden permanecer inmóviles”. No en vano, nunca lo hacen.
El anciano se miró en el espejo del armario a su izquierda, sólo unos momentos, en aquel espejo que le había visto despertarse cada mañana desde hacia cincuenta años, que le había visto sentarse con la cabeza entre las manos cuando sus padres le dejaron, que le había visto envejecer, jubilarse, y que en esos momentos le contemplaba. Y ahora, en aquella imagen tenue, marcada por la ligera claridad de la ventana, vio un niño que le sonreía.
Por último, cerró los ojos, sosegado, y se abandonó a sí mismo.
Alberto Martínez Urueña 26-03-2009