miércoles, 5 de diciembre de 2007

La niebla

Se sentó en la playa, junto a la cruz que conmemora el paso de cierto avión hace casi un siglo. En su frente, la ruidosa rompiente del Atlántico, majestuoso aquella tarde de tormenta, con el agua grisácea como el cielo plomizo que amenazaba con precipitarse contra la tierra, mezclados en sinuosa línea difusa en el horizonte, allí donde las distancias ya no existen.

Los acantilados de ambos lados de aquella nórdica cala rugían como leones encastados, orgullosos de su aspecto, bramando ante el mar, cediendo sólo aquello que por naturaleza es imposible no dar. Sabiendo como, poco a poco, iban a ser horadados sin que nada ni nadie pudiese evitarlo. Tal era el destino, así lo atestigua la orografía que les rodea, desplomada capa sobre capa, de orillas trazadas con tiralíneas que obligan a las mareas a recorrer las grandes distancias cuando acuden a la llamada del astro lunar que les tiñe de plata cuando las estrellas acuden presurosas a la muerte de Helios.

Sin duda, aquella visión entorpecida por aquella niebla tan densa era una de las más bellas que había contemplado en toda su vida. Aquella profusión de gris sobre gris, de tonos que pretendían pasar del negro al blanco sin atreverse a cruzar la frontera que les apartase al uno del otro, con la espuma del mar danzando entre ella, mezclándose, impregnando con su salitre el aroma de los prados que bordeaban aquel particular santuario natural… Era un paisaje que trataba de explicar que tras el manto de aquella nebulosa persistente podía ocurrir cualquier cosa, era la incógnita más clara, la más clásica de las dudas, la encrucijada de la decisión más compleja. Sin embargo, ¿para qué pretender llegar tan lejos?

Parecía que el tiempo se había detenido en aquel lugar, como si nada pudiese perturbarlo y, sin embargo, para los ojos que querían penetrar más allá de las ásperas superficies, se podía ver la suave mutabilidad que entretejía cada uno de los puntos que formaban parte de aquella composición perfectamente equilibrada y majestuosa, como si un artista de talla universal hubiese creado para la ocasión una delicada obra de arte de fasto casi divino.

Allí, envuelto en aquella neblina tan persistente, comprendió muchas de esos interrogantes que desde que el hombre es hombre han inquietado la conciencia humana. Más que comprenderlas, casi las intuyó, las tocó durante unos pocos segundos, del mismo modo que se roza esa espuma de mar de una ola que se arrastra por la arena de la playa, transformando poco a poco ese lugar en lo que será cada instante que pasa, haciendo de una misma playa múltiples playas, haciendo de la roca del acantilado una lisa superficie, llevándose las diminutas esquirlas que va arrastrando con sus caricias, tal y como hacen todas las caricias: transformando de manera irremediable las superficies que tocan.

Lo vio como sólo aquel que es capaz de mirar de forma sosegada y atenta puede verlo, de esa forma que encuentra el que no lo busca y que quien lo busca es probable que nunca lo pueda encontrar; de esa forma en la que ocurren los sucesos importantes de la vida: de manera tan imprevista que soslayan todos aquellos cálculos que pudieras haber hecho con anterioridad, demostrando de manera inexorable lo que ya dijeron muchos, y es que la vida es demasiado grande para poder ser calculada por tan finita herramienta como es la mente humana. Lo vio como quien ve los rayos del sol a través de aquella niebla tan persistente, sólo de manera difusa, sin poder explicar muy bien lo que es, pero sabiéndolo de esa forma tan certera que no requiere de explicaciones, pero que tampoco las busca.

Y se dio cuenta de un detalle tan increíblemente importante que una oleada de sensaciones tan brutales como serenas recorrieron al mismo tiempo su cuerpo, olvidando por un instante la existencia marcada por la dualidad a la que el ser humano parece condenada (y atada por cadenas tan persistentes como propias). Vio a las personas que le rodeaban imaginándose lo que habría detrás de la niebla, fantaseando con imágenes, historias extrañas, cosas absurdas, pero sólo a una chica de más o menos su misma edad observando lo mismo que observaba él: simplemente la niebla, sin pretender ir más allá, sin tratar de encontrar nada más que lo que allí había, disfrutando únicamente con lo que la naturaleza les había puesto ante sus ojos, ante sus sentidos, ante sus almas… Sólo cruzaron sus miradas una vez, pero fue suficiente para saber qué era lo que había ocurrido allí, y para saber que a veces hasta las cosas más sencillas son comunes al ser humano, aunque haya quien se empeñe en ocultarlo. Y para saber que hay veces en que el silencio de una mirada es más efectivo que un discurso.

Imagino que a más de uno le habrá parecido demasiado esotérico este relato. Bien es cierto que desde muy pequeño me han tachado demasiado idealista, demasiado teórico, demasiado filósofo… También, otras veces, de pretender cambiar el mundo, o de no pretender más que lanzar una tras otra críticas, quedándome en aspectos superficiales, sin pretender aportar soluciones a problemas reales. Supongo que en parte será cierto, o quizá sea la complejidad de explicar ciertas cosas que mejor se cuentan en una mirada.

Sólo, por concluir, imagínense por un instante el paisaje que he querido recrear; y por un instante traten de no ir más allá de lo que tienen en ese momento. Olviden aquello que querían hacer, aquello que desearían realizar, no piensen en lo que no podrán hacer, o simplemente, en lo que les puede hacer sufrir o que les atemoriza. Una vez hecho eso, ¿qué les queda? Sólo lo que la naturaleza, llámese tiempo, espacio, dios, o como ustedes prefieran, haya puesto ante sus ojos. Y párense a disfrutarlo durante unos instantes. Les aseguro que de no haberlo hecho, ahora no podría haber descrito este paisaje, ni tampoco mandarles un texto a la semana. Porque, ¿para qué mentirles?, al final la niebla se la llevó el fuerte viento, y lo que había detrás se destapó en toda su grandiosidad. Lo único que hacía falta era un poco de espera.

Alberto Martínez Urueña 4-12-2007

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