viernes, 14 de diciembre de 2007

La barra del bar

Hablaba ayer mismo con una buena amiga mía sobre la vida. Ya saben, y en mí se cumple como con el que más, la típica conversación de barra de bar, con una caña subiendo y bajando sin descanso, codo en el metal y atenta escucha uno a otro. Una de esas conversaciones que con demasiada frecuencia, y una vez ya es suficiente, se empeña en estropear algún parroquiano con pocas miras y demasiados whiskys. Quien haya vivido situaciones como ésta sabrá a lo que me refiero y estará conmigo en que ciertas personas mejor harían en quedarse en casa y en silencio, o al menos tener los suficientes visos de atención como para darse cuenta de que quizá en la conversación que se estaba intentando mantener hay uno que sobra.

Pero incidencias al margen, que no dejan de ser jocosas (si bien, al día siguiente), como les contaba, estaba yo en cierto bar que frecuento muy a menudo, y que para más señas se llama La Galatea, cervantina referencia, lo que le añade más interés por mi parte si cabe, de tranquila conversación, ya saben de esas de que la vida es así o de tal otra forma, dándole mil vueltas al tema para acabar diciendo siempre lo mismo pero con otras palabras. Lo bueno de esas conversaciones es que normalmente se pueden sacar matices que en otras conversaciones de igual índole y condición no habíamos visto, por mucho que unas y otras se parezcan; pero esto es como el mar de fondo, que por mucho que la superficie esté tranquila, puedes acabar arrastrado por la corriente a mar adentro. De hecho, según el número de cañas que te hayas tomado, ese mar de fondo se puede hacer más y más peligroso, o según el grado de exaltación que tengas ese día, dependiendo de las horas curradas o de las que hayas fusilado ante la mesa de estudio.

Como bien sabéis muchos de vosotros, soy una de esas personas que se siente cómodo en los bares tranquilos, que la música no esté demasiado alta y en los que la variedad de personas sea lo más amplia posible. Supongo que por todo esto es por lo que, poco a poco, he ido eligiendo los lugares que he frecuentado o que frecuento en la actualidad, independientemente de las personas con las que en cada momento estuviera, ya que teniendo en cuenta la ingente cantidad de conocidos que han sido y son del gremio, soy de esos que podría ir haciendo rondas cada fin de semana. Y sin beber en todos ellos, que ya saben que la línea de meta está en la cerradura de tu casa, y si no, no llegaría. Soy una de esas personas de codo apoyado en la barra, de conversación de tasca desguarnecida de todo tipo de elementos decorativos, o de las más vistosas; lo único indispensable: que haya un camarero, o bien un pincha, al otro lado al que la geta de este menda le caiga simpática, o al menos no demasiado desabrida.

La historia, que muchos desconocen, comenzó antes de tiempo seguramente (ahora opino que hay ciertas edades en las que se está mejor en el parque que en la barra) en aquel santuario para mí que se llama Calle Mayor. De tanto sentarme al fondo de la barra, ahora cada vez que entro Javi, el dueño, me saluda con una sonrisa y casi instantáneamente me pregunta que si un café o una caña, luego unos cuantos “¿qué tal el negocio?” o “ya hacía tiempo que no te pasabas” y después por donde se tercie seguiremos, quizá rememorando aquello que para mí ahora es mucho y para él nada, es decir, el tiempo que llevo visitándole, o quizá sobre la familia, las novias que me ha conocido o las que no, o los amigos que he llevado por su negocio. Desde luego, temas nunca faltan.

Después han sido varios, pasando por los del pueblo Villanueva de Duero, que algunos conocí, en el Cadaqués o en la cervecería La Fuente, más tarde el Adeshora, por supuesto el Master, el Deltoya, el Testarrosa, La máquina del tiempo, y otros muchos garitos en los que cuando entro hay saludo riguroso y formal. Qué duda cabe que muchos de esos saludos y conversaciones son más formalistas que sinceros, pero lo importante no son los que me saludaron por compromiso, sino los que lo siguen haciendo porque les agrade mi presencia. Que les hay.

Lo que pretendía decir es que me gustan los bares, las barras y las cañas mucho más que las discotecas, bares de ambiente o música insufriblemente alta (aunque alguno de los anteriores peque en alguna de estas cosas, según el que pinche música esa noche) por el sencillo motivo de que prefiero las conversaciones que me enriquezcen al completo aislamiento de la frase fácil, del chiste malo o ya, cosa que me supera, la grosería más borrega. De todo hay en todos los sitios, pero hay condiciones que facilitan más ciertas cosas, desde luego, e independientemente de que me pueda gustar más determinados ambientes, o unas músicas más que otras, ¿qué queréis que os diga? Prefiero hablaros que ignoraros, a riesgo de la crítica fácil del largo tiempo que puedo pasar cantando cada fin de semana.

Por todo esto, llevaba tiempo queriendo escribir un texto como éste, os lo aseguro, en honor de todos los camareros que han sido y que serán, que me han aguantado alguna pena o que me han contado su vida, porque en esto ha sido todo recíproco. De tanto bar me habré llevado cosas buenas y cosas malas, pero me quedo con lo bueno, ya saben que esa es la manera en la que me gusta ver la vida de la que hablaba el otro día con Carolina. A todos ellos, algunos recibís mis textos, las gracias por tanto rato agradable y tanta caña tan bien tirada; por la inspiración que para muchas de mis poesías he encontrado, por las razones que me habéis dado para mis canciones, o para los argumentos que pienso utilizar en mis libros. La vida está allí donde la llevas, pero también donde las historias que escuchas te la ofrecen. Gracias a todos.

Alberto Martínez Urueña 14-12-2007

1 comentario:

Unknown dijo...

No...gracias a ti.

Caí aquí por accidente y he decidio acampar...por algún tiempo...no lo sé.

Besos adictivos.

Y que el último, apague la luz.

Liz