Quizá la
propia etimología de la palabra ya nos da cuentas de los motivos por los que se
ha dejado de creer en ella. Incluso los griegos quizá la utilizaron para
expresar lo mismo que nosotros, aunque personalmente guardo la esperanza de lo
contrario: todavía se creían en cuentos de hadas, o lo que es lo mismo, las
homéricas ilíadas y odiseas o las fábulas de Esopo. Ya sabemos que las hidras
del relato del tragicomédico griego no existen y que el desafío a Poseidón
simboliza la soberbia de los hombres al querer desafiar a quien tenía más poder
que ellos. Temas recurrentes si lo comparamos con el relato edénico de la
Biblia judía y posteriormente adoptada por las distintas postulaciones
cristianas. En cualquier caso, sin extenderme más en este preámbulo, el
nacimiento de la palabra se expresa tan fácil como significativo, pues nuestros
antepasados mediterráneos la utilizaban para designar a los lugares que no
existen.
La sociedad
científica en la que nos vimos introducidos por personajes tan loables como
Newton, Descartes, o el propio Galileo, se ha desvirtuado, y lo que
pretendieron que utilizásemos para comprender mejor aún el mundo en el que
vivimos lo hemos aplicado, con su método científico, a todos los ámbitos de la
vida. Ahora hay quien pretende explicarnos los motivos por los cuales una
persona nos puede resultar más atractiva que otra, o porque un beso ante un
amanecer misterioso hace que nos lata el corazón más deprisa y la respiración
quede en un suspenso. Es probable que todo eso tenga una raíz química, y por
aplicación, física, pero sinceramente, me da exactamente igual saberlo que no:
prefiero un mundo en el que simplemente no elijas de quien te enamoras, que eso
lo decidan tus entrañas, sean cuales sean las encargadas de hacerlo, a que me
vayan a encontrar una vacuna que libere de esos males y al final ya no se pueda
ni sufrir por amor. Y Romeo y Julieta serán unos necios por aquello del
suicidio en lugar de la medicina preparada, envasada y distribuida por alguna
farmacéutica estadounidense. El control llevado hasta un extremo tan sofocante
sólo es la salida de aquellos que tienen miedo a enfrentarse con la vida,
porque tanto son vitales las alegrías más nimias como los sufrimientos más
angustiosos, y en esta vida sólo los que aceptar las dos caras de la realidad
son los que podrán tratar de completarse.
La utopía es
tan necesaria como el respirar. Nos permite tener un rumbo, una estrella polar
en el cielo de nuestra conciencia, de nuestra ilusión. Nos permite tener
esperanza, y por tanto esforzarnos en aquello en lo que creemos, en aquello que
deseamos con toda nuestra alma. Si no fuese por la utopía, cosas que ahora nos
parecen naturales se habrían perdido, porque antes que nosotros hubo otros
hombres que lucharon para conseguírnoslo. El desencanto de nuestra cultura
viene en parte por la poca memoria histórica; por el olvido de aquellos que se
partieron la crisma porque vivían en casas que ahora harían de las chabolas,
palacios; de aquellos que no podían leer libros que no estuviesen censurados;
de aquellos intelectuales que no podían expresar su propia idea, y hay para
quien eso es tan importante como el respirar. Todos esos logros que ahora nos
parecen tan normales, para ellos eran lugares que no existían, en los que a
medio camino de su logro se te abrían las puertas de un calabozo con el
dominico Torquemada dispuesto a comprobar la resistencia de tus huesos,
músculos y tendones.
Ahora que la
lucha ya no supone tener que arder como una antorcha a la altura de la plaza
Zorrilla, resulta que es cuando ya no merece la pena intentar conseguir algún
logro significativo. Y ya no quiero hablar de logros grandilocuentes en plan
Mel Gibson gritando por la libertad y enseñándole el culo al rey inglés: eso no
deja de ser una completa estupidez en los tiempos que corren (no juzgo lo de
aquel entonces porque no lo conozco). En nuestra fría actualidad, las utopías
se han vuelto menos palpables, sólo presentes para el ojo atento que domina la
destreza de observar, escuchar y respirar más que quien sólo quiere hacer,
exponer toda clase de ideas sin escuchar las ajenas y no tener tiempo ni para
inhalar en necesario oxígeno entre discurso y diatriba. Las verdaderas utopías
en el año dos mil siete nacen de dentro de las personas; si antes se pretendía
cambiar el mundo, ahora el objetivo puede estar en cambiar el propio mundo
íntimo de las personas: y es que es igual de complicado (aunque por motivos
bien diferentes) intentar que Fernando séptimo aceptase una constitución como
la de Cádiz (con aquello de viva la Pepa) que salirse de la corriente de
vacuidad y desboque en la que vivimos entrando en el siglo veintiuno; incluso
puede que más esto último.
La utopía,
con todos sus sinónimos, siempre se ha entendido como el motor de las personas,
como aquello sin lo que no vive el hombre, porque aunque nos enseñasen a que
las batallas que no se pueden ganar, es mejor no lucharlas, el resultado final
de cada historia no se sabe realmente hasta llegar a él. La vida tiene más
giros argumentales que una novela de Stephen King, y por tanto es más
impredecible; quizá no te vayas encontrar con grupo de zombies a la vuelta de
la esquina, ni perdido en un pueblo repleto de vampiros, pero es que incluso
aquello que siempre habías pensado inamovible se puede resquebrajar. Por ese
mismo motivo no hay que relajarse demasiado; nunca en esta vida sabremos el
futuro, no sabremos quien continuará caminando a nuestro lado, no sabremos si
las sensaciones de tranquilidad que ahora tenemos se mantendrán al día
siguiente, o incluso dentro de un par de horas; personalmente me niego a
aceptar que aquello que me rodea se mantendrá inmóvil para los restos: nunca
sabrás cual de todos tus objetivos conseguirás con mayor facilidad, o qué
llegarás a conseguir sin más que esforzarte cada día por lograrlo, ni de quién
te vas a enamorar cualquier amanecer ante un beso que te corte la respiración.
Y eso, de momento, son lugares que no existen.
Alberto Martínez Urueña
22-06-2007
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