El anciano se
sentó en la silla de la terraza de su casa, entre las macetas de flores y las
jardineras de cactus que plantase ya hacía muchos años. Aquel era el lugar que
más le gustaba de todos los que había conocido en su vida, ese pequeño rincón
en donde se sentaba en la silla de mimbre cerrado que siempre había tenido. A
pesar de las capas de pintura que le había tenido que dar, seguía siendo la más
cómoda de la casa. Había vivido muchos años, unos les había pasado solo, otros
con su esposa, y después, una vez más, en la soledad de quien vive más tiempo
que el resto. Había sido su vida, nada más, sólo un camino, a sabiendas de que
podía haber elegido otros muchos más, pero aquel había sido el suyo.
Respiró
tranquilamente mientras observaba la ciudad que se extendía a sus pies. Él
había sido parte de ella, tiempo atrás, cuando se dejó seducir por el encanto
de sus luces de neón que ocultaban y falseaban la noche que se escondía tras
los escaparates, las barras de bar y las tiendas que comerciaban con la
felicidad, estableciendo su precio y el día en que caducaría. Vivió junto a
ellos, con ellos, rodeado de ellos, cayendo en las trampas más absurdas de
pensar que la satisfacción personal se encontraba en todos aquellos objetos que
fue acumulando a lo largo de su existencia: un coche que cada vez tenía que ser
más potente, un teléfono móvil cada vez más pequeño y con multitud de
funciones, una casa lo más grande posible, la televisión y el sistema de video
más completos… Cada cosa que compraba creía que era un paso más hacia una cima
que desconocía pero que esperaba alcanzar antes o después, un lugar en el que
la satisfacción fuese completa, pero que además fuese continua: ese lugar del
que le hablaban los anuncios que veía en las cunetas de las carreteras.
Sin embargo,
nunca alcanzaba ese lugar. Llegó a tener la casa tan repleta de trastos que no
podía elegir cuál disfrutaría a cada momento, qué era lo que le daría la
felicidad más grande, lo que le dejaría henchido y sin necesidad de coger su vecino.
Poco a poco, se fue sumiendo en el miedo irracional, en el sinsentido de la
posibilidad de perderlo todo y su afán por consumir fue cada vez más alocado,
ya no era la sensación de atesorar la que le dominaba, si no el consumo rápido
y fácil, el devorar como un animal, el engullir sin saborear por el simple
hecho de tragar una a una todas las cosas que se le ofrecían. Los placeres más
mundanos fueron su objetivo, los más fáciles y los más depravados, sin
importarle el precio que tuviese que pagar, sin preocuparse del camino al que
aquello le llevaría.
Durante aquel
tiempo de auténtica locura su mujer le abandonó, y él no se enteró hasta
pasadas varias semanas. Un día comprendió que la casa estaba mucho más vacía de
lo que nunca había pensado, sumida en un silencio que aterraba mucho más que la
posibilidad de perderlo todo. Y vio, sin ningún tipo de duda que ya lo había
perdido todo, desde el primer momento en que pensó atesorarlo, y se dio cuenta
de una verdad que a él le pareció inmutable: “nunca había poseído realmente
nada, sólo habían sido cosas o personas que habían pasado por su vida”. Más lo
vio perfectamente con respecto a su esposa, casados hasta que la muerte les
separase, y seguramente eso era lo que había pasado, tanto tiempo como llevaba muerto
él.
Quizá en
aquel instante se gestó algo en su vida, o quizá ya había sido antes. Se reía
de las películas en las que en un momento dado algo pasaba que le cambiaba la
cara al protagonista. Al menos, su vida no había sido así. Poco a poco fue
tomando conciencia, poco a poco fue cambiando de camino, se despegó
paulatinamente de aquel sendero, hasta que un día, sin darse cuenta, su casa
apareció vacía ante sus ojos. Lo vendió todo, incluso la casa y se marchó a
otra más pequeña, con lo que consideró imprescindible para vivir. Recordaba
aquello con una sonrisa, porque con el paso del tiempo siguió vendiendo cosas
que dejaron de resultarle útiles.
Hacía tan
solo un año que había recibido una llamada. Un hombre le informó de que su
mujer estaba muriendo en un hospital cercano y que había preguntado por él. Se
levantó de la silla de mimbre y fue hasta la habitación donde el paso de los
años se estaba llevando a la que había sido su pareja durante quince. Cuando la
vio, ella se le quedó mirando durante unos segundos, y una lágrima ardiente se
deslizó por el rostro surcado de arrugas en que se había convertido su rostro.
Con el aliento roto, le dijo cinco palabras, que pudo articular en un suspiro:
“Por fin encontraste tu camino”. Él se vio reflejado en las pupilas de ella
como nunca lo hizo en aquellos años pasados de matrimonio, vio la candidez de
sus ojos reflejados en los de ella, vio su rostro sereno y sonrió, afirmando.
“Estás realmente preciosa”, le dijo, y era sincero. Nunca se había percatado de
la belleza que reflejaba aquella persona hasta aquel momento y ella cerró los
ojos con una sonrisa.
Ahora se
sienta entre las flores y los cactus en su sencilla silla de mimbre, y ve pasar
la ciudad, sigue aprendiendo de ella continuamente, y nos cuenta a los pocos
que hemos tenido la oportunidad de hablar con él su historia, para que nos
demos cuenta de cómo es lo que él ha aprendido. Me dijo que jamás poseería
nada, que sólo habría cosas que pasarían por mi vida, que antes o después, me
iría como vine al mundo, sin nada. Que por mucho que pretendiese tener, nada me
podría llenar el corazón si no aceptaba esto, y sé que él día que lo comprenda,
podré sentarme en mi silla de mimbre y observar, y por supuesto vivir, la
realidad como él lo hacía. De forma tranquila.
Alberto Martínez Urueña
14-08-2007
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