El chico se
adentró en aquel bosque de tierra de campos. Un pinar frondoso, de los que ya
sólo quedan lejos de los pueblos, ni que decir tiene de las grandes ciudades,
con altos pinos retorcidos en quiméricas posturas, tratando de abrazarse unos a
otros, de entrelazar las ramas buscando el sol, con las más bajas medio
muertas, cayendo a tierra, algunas incluso rozando esa cabellera amarillenta
que siempre cubre el suelo arenoso.
Nadie se
había preocupado de acercarse por allí, sólo era un lugar más que habían
escapado de la larga mano del hombre, y que permanecían casi inexplorados, sólo
hollados por las pisadas otoñales de los buscadores de setas que solían escoger
los pinares más sombríos, aquellos lugares donde la humedad se encierra bajo la
llave de un denso cielo de hojas puntiagudas y asesinas como el clima de
Castilla y no deja escapar el calor durante el estío, arrasando y haciendo la
atmósfera irrespirable, y en invierno conservando un frío mojado que destroza
los huesos poco a poco.
Era primavera
y el bosque le regalaba por su fidelidad a esa tierra áspera e incomprendida
una mixtura de olores a tomillo, a romero, a resina fresca y otras romerías de
la santa naturaleza que hacían de aquel lugar un santuario viviente del esplendor
de aquello que intuitivamente se podría llamar Creación, sin necesidad de
apellidarlo con ninguna creencia. Desde que era pequeño había tenido la suerte
de poder dar un paseo como aquel buscando los recodos donde las copas de los
árboles permitían, al compás del viento, que algún rayo de luz solar llegase a
tierra, cubriendo el suelo en rededor suyo de luces y sombras, convirtiéndolo
todo en un mosaico perfecto de formas cambiantes y danzarinas, en un juego
natural del que participaban todos los integrantes de aquel pequeño mundo en
Tierra de Pinares.
Dando aquel
paseo, en su cabeza se empezaron a intercambiar las posiciones de ideas que
conservaba desde hacía tiempo inalteradas, influenciadas por la cultura
económica de las ciudades, por la cultura consumista de las televisiones, por
la cultura idealizadora de las películas de jolibud… Dando aquel paseo intuyó
primero, y después se confesó a sí mismo, que era muy probable que el mundo
tuviese unas reglas propias al margen del ritmo de desbocada ligereza y
banalidad que llevaba viendo desde que nació. Allí, las cosas eran como eran,
no hacía falta que el romero se transformase en pino, ni que el tordo negro se
volviese telaraña. Allí no había lugar para la hipocresía de la demagogia y de
las palabras, no hacía falta la definición continua de la razón para poner a
cada cosa en su lugar, no era necesario el liderazgo de la ardilla, o de la
encina intercalada, o de ningún depredador. Se dio cuenta de que la armonía que
había en aquel lugar, y en otros lugares parecidos que había conocido, era la
antítesis de todos los valores que regían su cultura, su ciudad, sus programas
preferidos en antena a eso de las once de la noche… La necesidad del éxito a
cualquier precio se transformaba con total naturalidad en la sombra que
aportaban los pinos centenarios a los arbustos que temporada tras temporada
polinizaban aquellos suelos fríos y que daban consistencia a su tierra; la
necesidad de portadas y halagos se mutaba sin necesidad de forzarlo en la
existencia de la bella mariposa junto con la larva menos llamativa; la agresiva
personalidad necesaria para alcanzar las cotas más altas de influencia se
habían tornado sin darse cuenta en las afiladas agujas de los zarzales
mezcladas con las flores amarillas, rojas y azules más delicadas y bonitas…
Recapacitó
durante unos segundos y se dio cuenta de que durante los años que llevaba de
paseo intrascendental por este mundo tan pequeño y de tiempo tan rápido, había
estado intentando entrar en la rueda esa que dicta la postura más galante, la
barbaridad más grosera que lleve al primer puesto de capullo y de ranking de
popularidad, la mirada más arrobadora y ladrona al mismo tiempo. Vamos, la
táctica para ser el chulo de postín de discoteca. Y también se dio cuenta de la
pérdida tan absurda de tiempo que había malgastado en esas tonterías, pudiendo
haber estado buscando su lugar en el mosaico de formas cambiantes que es el
mundo, su posición en toda aquella maraña de depredadores sin caza, de
vagabundos sin rumbo establecido, de vacuidades que caminan por aceras
monótonas y frías. Básicamente, el tiempo que podía haber pasado tratando de
encontrarse a sí mismo, de conocerse, de saber la manera de encontrar los
claroscuros de la vida, la forma de fluir entre ellos, de saberse araña, o
quizá rara flor entre zarzales… De saber lo que significaba ser uno mismo.
En esta
sociedad, se dijo, en que el bombardeo constante del intento de influencia para
que te posiciones en actitudes estáticas a un lado o a otro, para que consumas
aquello o lo de más allá que te hará encontrar un estado de calma que no te
dará ningún otro producto, en que te tratarán de engañar constantemente para
que te vayas a la cama con unos o con otros, sería complicado hallar un lugar
para sí mismo al margen de aquella vorágine de almas robadas. Pero lo
intentaría.
Todo esto lo
sé, porque aquel chico fui yo. Y aunque sé que habrá veces en que el camino sea
duro y me equivocaré de sendero una y otra vez, siempre me propondré encontrar
mi lugar en este mosaico de vida que fluye, aunque suponga no ser la portada de
alguna revista de moda. Quizá algún día sepa si soy araña o ardilla. O
simplemente yo.
Alberto Martínez Urueña
2-06-2007
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