sábado, 2 de junio de 2007

El pinar y el chico


            El chico se adentró en aquel bosque de tierra de campos. Un pinar frondoso, de los que ya sólo quedan lejos de los pueblos, ni que decir tiene de las grandes ciudades, con altos pinos retorcidos en quiméricas posturas, tratando de abrazarse unos a otros, de entrelazar las ramas buscando el sol, con las más bajas medio muertas, cayendo a tierra, algunas incluso rozando esa cabellera amarillenta que siempre cubre el suelo arenoso.
            Nadie se había preocupado de acercarse por allí, sólo era un lugar más que habían escapado de la larga mano del hombre, y que permanecían casi inexplorados, sólo hollados por las pisadas otoñales de los buscadores de setas que solían escoger los pinares más sombríos, aquellos lugares donde la humedad se encierra bajo la llave de un denso cielo de hojas puntiagudas y asesinas como el clima de Castilla y no deja escapar el calor durante el estío, arrasando y haciendo la atmósfera irrespirable, y en invierno conservando un frío mojado que destroza los huesos poco a poco.
            Era primavera y el bosque le regalaba por su fidelidad a esa tierra áspera e incomprendida una mixtura de olores a tomillo, a romero, a resina fresca y otras romerías de la santa naturaleza que hacían de aquel lugar un santuario viviente del esplendor de aquello que intuitivamente se podría llamar Creación, sin necesidad de apellidarlo con ninguna creencia. Desde que era pequeño había tenido la suerte de poder dar un paseo como aquel buscando los recodos donde las copas de los árboles permitían, al compás del viento, que algún rayo de luz solar llegase a tierra, cubriendo el suelo en rededor suyo de luces y sombras, convirtiéndolo todo en un mosaico perfecto de formas cambiantes y danzarinas, en un juego natural del que participaban todos los integrantes de aquel pequeño mundo en Tierra de Pinares.
            Dando aquel paseo, en su cabeza se empezaron a intercambiar las posiciones de ideas que conservaba desde hacía tiempo inalteradas, influenciadas por la cultura económica de las ciudades, por la cultura consumista de las televisiones, por la cultura idealizadora de las películas de jolibud… Dando aquel paseo intuyó primero, y después se confesó a sí mismo, que era muy probable que el mundo tuviese unas reglas propias al margen del ritmo de desbocada ligereza y banalidad que llevaba viendo desde que nació. Allí, las cosas eran como eran, no hacía falta que el romero se transformase en pino, ni que el tordo negro se volviese telaraña. Allí no había lugar para la hipocresía de la demagogia y de las palabras, no hacía falta la definición continua de la razón para poner a cada cosa en su lugar, no era necesario el liderazgo de la ardilla, o de la encina intercalada, o de ningún depredador. Se dio cuenta de que la armonía que había en aquel lugar, y en otros lugares parecidos que había conocido, era la antítesis de todos los valores que regían su cultura, su ciudad, sus programas preferidos en antena a eso de las once de la noche… La necesidad del éxito a cualquier precio se transformaba con total naturalidad en la sombra que aportaban los pinos centenarios a los arbustos que temporada tras temporada polinizaban aquellos suelos fríos y que daban consistencia a su tierra; la necesidad de portadas y halagos se mutaba sin necesidad de forzarlo en la existencia de la bella mariposa junto con la larva menos llamativa; la agresiva personalidad necesaria para alcanzar las cotas más altas de influencia se habían tornado sin darse cuenta en las afiladas agujas de los zarzales mezcladas con las flores amarillas, rojas y azules más delicadas y bonitas…
            Recapacitó durante unos segundos y se dio cuenta de que durante los años que llevaba de paseo intrascendental por este mundo tan pequeño y de tiempo tan rápido, había estado intentando entrar en la rueda esa que dicta la postura más galante, la barbaridad más grosera que lleve al primer puesto de capullo y de ranking de popularidad, la mirada más arrobadora y ladrona al mismo tiempo. Vamos, la táctica para ser el chulo de postín de discoteca. Y también se dio cuenta de la pérdida tan absurda de tiempo que había malgastado en esas tonterías, pudiendo haber estado buscando su lugar en el mosaico de formas cambiantes que es el mundo, su posición en toda aquella maraña de depredadores sin caza, de vagabundos sin rumbo establecido, de vacuidades que caminan por aceras monótonas y frías. Básicamente, el tiempo que podía haber pasado tratando de encontrarse a sí mismo, de conocerse, de saber la manera de encontrar los claroscuros de la vida, la forma de fluir entre ellos, de saberse araña, o quizá rara flor entre zarzales… De saber lo que significaba ser uno mismo.
            En esta sociedad, se dijo, en que el bombardeo constante del intento de influencia para que te posiciones en actitudes estáticas a un lado o a otro, para que consumas aquello o lo de más allá que te hará encontrar un estado de calma que no te dará ningún otro producto, en que te tratarán de engañar constantemente para que te vayas a la cama con unos o con otros, sería complicado hallar un lugar para sí mismo al margen de aquella vorágine de almas robadas. Pero lo intentaría.
            Todo esto lo sé, porque aquel chico fui yo. Y aunque sé que habrá veces en que el camino sea duro y me equivocaré de sendero una y otra vez, siempre me propondré encontrar mi lugar en este mosaico de vida que fluye, aunque suponga no ser la portada de alguna revista de moda. Quizá algún día sepa si soy araña o ardilla. O simplemente yo.

Alberto Martínez Urueña 2-06-2007

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