Hay un
problema adicional a los planteados en la parte anterior. Incluso si diéramos
por válidos los asuntos en los que pretenden que nos fijemos, incluso aunque
aceptásemos que nuestros problemas son los que los asesores de imagen dictan a
nuestros políticos, habría un problema adicional.
La entera realidad
social actual es un fiel reflejo de la realidad económica. Es la perversa sociedad
de consumo: los individuos se han impregnado de la idea inconsciente de que la
herramienta para conseguir lograr eso que
no saben describir, pero que les promete la felicidad máxima y duradera, pasa
por ir saltando de un producto a otro, tratando de deglutir el máximo de ellos
y olvidando el previo para devorar el siguiente. Cuando esto pasa con una serie
de televisión tras otra es poco relevante, pero cuando ocurre con los sucesos
que forman parte del engranaje básico de la estructura social en la que vivimos,
se convierte en un problema.
Si os fijáis
en el método del sistema, más que en los contenidos, puede que percibáis una
perversión añadida a los que ya he descrito: hoy en día los problemas no se
solucionan, simplemente se describen para poder ser utilizados en la génesis de
contenidos con los que provocar emociones que, en realidad, carecen de esencia
propia. Además, sirven al fin último del sistema que, como ya he argumentado, consiste
en desviar igualmente el foco de atención, evitando que veamos lo relevante y
podamos resolverlo. Esas emociones que se consumen en un instante y se olvidan
con la siguiente proporcionan una catarsis emocional falsa que nos permite
pasar al siguiente asunto sin haber resuelto el previo. Esto, en una temporada
de Juego de tronos podría ser incluso divertido, pero llevado al juego de
tronos del Congreso se convierte en una tragedia para la ciudadanía.
En
definitiva, el bombardeo de temas, tanto por el fondo como por la forma, está
pensado para que vivamos rodeados de luces estroboscópicas que jamás cesan, que
jamás nos permiten centrarnos en lo que a nosotros nos interesaría: esas cosas
básicas de las que hablaba, y para que, ojo, no seamos capaces de bucear más
allá de esas luces y veamos que detrás de ellas, en realidad, no hay nada.
La única
pretensión es que vayamos de un problema a otro, como monos borrachos, de rama
en rama. Pero es que, además, nos exigen un posicionamiento y esto, por
desgracia, añade un nuevo cataclismo social: el discurso simplista y facilón
con el que se mueven es incapaz de generar ninguna proposición positiva, así
que sólo queda la posibilidad de autodefinirse como contraposición al enemigo. Esto
supone que nuestra participación no se basa en la construcción positiva de
opciones que puedan converger, sino en la reacción violenta y contrapuesta de
manera negativa y destructiva. Si a nuestros políticos les quitásemos el rival
al que se enfrentan, veríamos que se deshacen como terroncillos de azúcar en un
vaso de agua caliente. Si se mirasen al espejo, no verían nada. El problema es
que, cuando atendemos a sus inquinas, a nosotros nos ocurre lo mismo.
Por eso,
podría estar opinando sobre un sistema sanitario exangüe, una estructura
económica delirante, un tejido económico pueril, unas instituciones circenses,
una administración desnortada y secuestrada, unas empresas desnudas de
racionalidad económica a largo plazo, una ciencia inexistente, una educación vapuleada
desde todos los ángulos… Podría coger cualquier diario y ciscarme en los
muertos de quien escribe, convirtiéndome yo mismo en otro más en quien
ciscarme, por cierto.
Podría hacer
todo eso, pero ya no quiero. Ya entendí que yo no voy a salvar el mundo, y que
España es un país que ha sido descrito tantas veces que una descripción más –de
un iletrado como el menda– no va a solucionarnos nada. Seguirá siendo eso descrito, aunque yo me rompa la
cabeza contra una piedra. O contra un texto.
¿Es todo un
agujero negro sin esperanza? Curiosamente, no. Cuando abandoné estas
pretensiones, ha sido cuando he podido focalizar mi atención en lo que sí que me
interesa y, sobre todo, en lo que sí que puedo hacer. Puedo intentar ayudar en
la medida de lo posible a que mi entorno esté más tranquilo y sereno, más
positivo y más consciente. Puedo expresar mis opiniones sin hacerlo desde la
atalaya de ninguna ideología y con la perspectiva de quien solamente quiere ir
a la raíz del sufrimiento –el que sea– de la realidad subjetiva de cada
individuo con el que comparto un tiempo y ver si puedo aportar algo para
reducirlo.
Por supuesto,
puedo opinar sobre que la sanidad pública no ha detectado el cáncer del padre
de una buena amiga y están a ver si se salva previo pago a los mismos médicos
que le tenían que haber visto presencialmente en el hospital público y le han
tratado en su consulta privada. Puedo hacerlo, pero sin que se convierta en un
problema para mí o para otros el que yo lo haga.
Puedo intentar
encontrar la forma de que eso no suceda, pero, sobre todo, puedo buscar la
manera de no ser de los que resta con enfrentamientos, violencia, agresividad y
falta de respeto, aunque lo anterior sea tremendo. Puedo pretender argumentar
que eso es lo primero de todo, más allá de otras consideraciones; pero lo que
no puedo consentir es que me conviertan en parte del problema que, al menos
ante mis ojos, aparece tan claro. Y digo todo esto sabiendo que no es una
utopía. No pretendo cambiar nada ni a nadie, no hablo de grandes
transformaciones sociales ni de modelos sistémicos que resuelvan las
cuestiones: la generación y modelización de estructuras sociales, políticas y
actuaciones públicas o privadas se las dejo a quienes estén en la situación y
sean capaces de llevarlas a cabo. Yo solamente quiero ser consciente de mis
posibilidades reales y responsable de lo que haga, intentando no ser de los que
resta.
Alberto Martínez Urueña
9-04-2021
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