viernes, 9 de abril de 2021

Después de tanto silencio. Parte 2

 

            Hay un problema adicional a los planteados en la parte anterior. Incluso si diéramos por válidos los asuntos en los que pretenden que nos fijemos, incluso aunque aceptásemos que nuestros problemas son los que los asesores de imagen dictan a nuestros políticos, habría un problema adicional.

            La entera realidad social actual es un fiel reflejo de la realidad económica. Es la perversa sociedad de consumo: los individuos se han impregnado de la idea inconsciente de que la herramienta para conseguir lograr eso que no saben describir, pero que les promete la felicidad máxima y duradera, pasa por ir saltando de un producto a otro, tratando de deglutir el máximo de ellos y olvidando el previo para devorar el siguiente. Cuando esto pasa con una serie de televisión tras otra es poco relevante, pero cuando ocurre con los sucesos que forman parte del engranaje básico de la estructura social en la que vivimos, se convierte en un problema.

            Si os fijáis en el método del sistema, más que en los contenidos, puede que percibáis una perversión añadida a los que ya he descrito: hoy en día los problemas no se solucionan, simplemente se describen para poder ser utilizados en la génesis de contenidos con los que provocar emociones que, en realidad, carecen de esencia propia. Además, sirven al fin último del sistema que, como ya he argumentado, consiste en desviar igualmente el foco de atención, evitando que veamos lo relevante y podamos resolverlo. Esas emociones que se consumen en un instante y se olvidan con la siguiente proporcionan una catarsis emocional falsa que nos permite pasar al siguiente asunto sin haber resuelto el previo. Esto, en una temporada de Juego de tronos podría ser incluso divertido, pero llevado al juego de tronos del Congreso se convierte en una tragedia para la ciudadanía.

            En definitiva, el bombardeo de temas, tanto por el fondo como por la forma, está pensado para que vivamos rodeados de luces estroboscópicas que jamás cesan, que jamás nos permiten centrarnos en lo que a nosotros nos interesaría: esas cosas básicas de las que hablaba, y para que, ojo, no seamos capaces de bucear más allá de esas luces y veamos que detrás de ellas, en realidad, no hay nada.

            La única pretensión es que vayamos de un problema a otro, como monos borrachos, de rama en rama. Pero es que, además, nos exigen un posicionamiento y esto, por desgracia, añade un nuevo cataclismo social: el discurso simplista y facilón con el que se mueven es incapaz de generar ninguna proposición positiva, así que sólo queda la posibilidad de autodefinirse como contraposición al enemigo. Esto supone que nuestra participación no se basa en la construcción positiva de opciones que puedan converger, sino en la reacción violenta y contrapuesta de manera negativa y destructiva. Si a nuestros políticos les quitásemos el rival al que se enfrentan, veríamos que se deshacen como terroncillos de azúcar en un vaso de agua caliente. Si se mirasen al espejo, no verían nada. El problema es que, cuando atendemos a sus inquinas, a nosotros nos ocurre lo mismo.

            Por eso, podría estar opinando sobre un sistema sanitario exangüe, una estructura económica delirante, un tejido económico pueril, unas instituciones circenses, una administración desnortada y secuestrada, unas empresas desnudas de racionalidad económica a largo plazo, una ciencia inexistente, una educación vapuleada desde todos los ángulos… Podría coger cualquier diario y ciscarme en los muertos de quien escribe, convirtiéndome yo mismo en otro más en quien ciscarme, por cierto.

            Podría hacer todo eso, pero ya no quiero. Ya entendí que yo no voy a salvar el mundo, y que España es un país que ha sido descrito tantas veces que una descripción más –de un iletrado como el menda– no va a solucionarnos nada. Seguirá siendo eso descrito, aunque yo me rompa la cabeza contra una piedra. O contra un texto.

            ¿Es todo un agujero negro sin esperanza? Curiosamente, no. Cuando abandoné estas pretensiones, ha sido cuando he podido focalizar mi atención en lo que sí que me interesa y, sobre todo, en lo que sí que puedo hacer. Puedo intentar ayudar en la medida de lo posible a que mi entorno esté más tranquilo y sereno, más positivo y más consciente. Puedo expresar mis opiniones sin hacerlo desde la atalaya de ninguna ideología y con la perspectiva de quien solamente quiere ir a la raíz del sufrimiento –el que sea– de la realidad subjetiva de cada individuo con el que comparto un tiempo y ver si puedo aportar algo para reducirlo.

            Por supuesto, puedo opinar sobre que la sanidad pública no ha detectado el cáncer del padre de una buena amiga y están a ver si se salva previo pago a los mismos médicos que le tenían que haber visto presencialmente en el hospital público y le han tratado en su consulta privada. Puedo hacerlo, pero sin que se convierta en un problema para mí o para otros el que yo lo haga.

            Puedo intentar encontrar la forma de que eso no suceda, pero, sobre todo, puedo buscar la manera de no ser de los que resta con enfrentamientos, violencia, agresividad y falta de respeto, aunque lo anterior sea tremendo. Puedo pretender argumentar que eso es lo primero de todo, más allá de otras consideraciones; pero lo que no puedo consentir es que me conviertan en parte del problema que, al menos ante mis ojos, aparece tan claro. Y digo todo esto sabiendo que no es una utopía. No pretendo cambiar nada ni a nadie, no hablo de grandes transformaciones sociales ni de modelos sistémicos que resuelvan las cuestiones: la generación y modelización de estructuras sociales, políticas y actuaciones públicas o privadas se las dejo a quienes estén en la situación y sean capaces de llevarlas a cabo. Yo solamente quiero ser consciente de mis posibilidades reales y responsable de lo que haga, intentando no ser de los que resta.

 

Alberto Martínez Urueña 9-04-2021

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