martes, 6 de abril de 2021

Después de tanto silencio. Parte 1


            No es que me hayáis pedido explicaciones sobre los motivos por los que no he querido escribir durante estos últimos meses –alguno utilizará el comentario para preguntarme por qué vuelvo, y una broma siempre es bien recibida–, pero sí que me habéis preguntado alguno de vosotros por la razón de haber mantenido este silencio. No es que me haya quedado sin ideas, porque si hablamos de actualidad, motivos no sobran para poder tenerlas. Sin embargo, las ideas que me vienen al respecto distan bastante de las que hayáis ido viendo durante este tiempo en los medios de comunicación o las que sustenten las conversaciones que mantengáis con vuestros cercanos. La cuestión es que yo no siento la necesidad de posicionarme continuamente con cada una de las historias que surgen, como pompas de aire fermentado en mitad de una pocilga, de nuestra realidad pública y política; y, desde luego, no necesito justificarme ni justificar mi preferencia de modelo de sociedad porque un personaje con traje y corbata que dice defenderlo haya dicho tal o cual barbaridad en el hemiciclo o en Twitter. Vivimos una época de bombardeo constante de noticias en el que, si te sumerges hasta las orejas, sufrirás mutaciones graves. Hay que apartarse de ese acelerador de partículas y esforzarse en una cuestión mucho más relevante y, precisamente por este contexto, fundamental: discriminar y elegir lo importante, y desechar lo superfluo. Desecharlo de forma absoluta.

            Sobre todo, por una verdad primordial que parece que olvidamos con demasiada frecuencia –y no es que yo sea un iluminado capacitado para ver lo que otros no ven; veo lo mismo, pero sin olvidarme de una realidad inexorable–: en lo más básico, todos queremos lo mismo. Cuando digo “en lo más básico”, voy al reducto más elemental de nuestras necesidades y de nuestras pulsiones. Esto nos permite encontrar una brújula en este mar de miseria dialéctica en la que, a poco que nos descuidemos, cualquiera de nosotros corremos el riesgo de ahogarnos.

            Todos queremos alimento en el plato, mínima seguridad en el futuro, sanidad para cuando nos ocurre la desgracia de caer enfermos, la posibilidad de proporcionar un horizonte vital a nuestros hijos… No son tantas cosas. Queremos un entorno que no nos resulte excesivamente hostil, y cuando hablo de hostil no me refiero a que se nos coman los leones: hablo de evitar las preocupaciones innecesarias y de que nadie nos bombardee continuamente con agresividad y con miedo. Una vida tranquila.

            Por desgracia, nos ha tocado vivir una pandemia. Esas cosas de las que leímos, de las que nos contaron, que siempre pillan lejos hasta que te pegan un tortazo y se te ríen en la cara. Es así de simple, no hay responsables. Sin embargo, nuestra existencia es complicada –no voy a entrar a desgranar cómo nos tiran ciertos vicios dialécticos o cómo la agresividad nos puede resultar una opción dulcísima– por una circunstancia concreta: tenemos la posibilidad de elegir entre opciones. Aquí surge el primer problema: cuando llega el momento de decidir no ya ni siquiera el camino, sino cómo vamos a transitarlo, y preferimos dejarnos hacer por la carcoma de los más bajos sofismas con las excusas más insólitas. No voy a entrar en este texto en quién ha gestionado qué cosa de la pandemia, y quién lo ha hecho mejor o peor en cada una de las competencias y responsabilidades que se han esforzado en no asumir. El camino a recorrer debería ser el siguiente: analizar qué se ha hecho, qué se podría haber hecho para lograr un mejor resultado y qué soluciones se implementan para el futuro. La cuestión es que no hay nadie que quiera recorrerlo. En lugar de eso, los políticos nos han vendido otro camino diferente que una gran mayoría ha comprado y, además, cuando han elegido el cómo, han elegido la forma más desastrosa.

            Hace tiempo que cerré los oídos a los mensajes de nuestros líderes políticos: carecen de contenido real y sus pretensiones no son claras. Han perdido la credibilidad mínima para confiar en su palabra. Todo ello, sabiendo que no da igual quiénes nos gobiernen y que el mejor sistema que hemos sido capaces de encontrar es el que surgió del frío de las guerras mundiales del siglo pasado. Sabiendo igualmente que no pretendo engañaros: el modelo socioeconómico en el que me gustaría vivir deja elegir su moralidad y su modo de vida a cada ciudadano y la actividad económica está regulada de tal manera que el primer objetivo económico sea cubrir las necesidades básicas de cada individuo sin pedirle con voz meliflua que aguante unos meses de miseria. Tengo claro que una de las necesidades primordiales del individuo es una dignidad social que incluye el plano laboral y que, por supuesto, hay productos básicos a los que todos debemos tener derecho. El Estado existe para proteger la propiedad privada, por supuesto, pero también la dignidad de las personas que viven bajo su paraguas.

            Toda esta perorata la cuento porque si el foro público no se centra en lo relevante, ¿cómo voy a escribir un artículo de actualidad? Posicionarme sobre las fruslerías que nos lanzan los políticos y sus asesores de imagen hace que me centre no en lo que yo quiero, sino en la cortina de humo que ellos generan para que no hablemos de lo que verdaderamente nos interesa a los ciudadanos. De hecho, todo el capitalismo se construye bajo esa premisa: nos bombardea continuamente con información superflua que desvía nuestra atención de las cuestiones verdaderamente importantes. La política, hoy en día, no es sino otro producto más del capitalismo, una herramienta más de toda una estructura orientada a ocultarnos algo que, en realidad, no quiere que sepamos.

 

6-04-2021

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