lunes, 26 de abril de 2021

Sobre la violencia

 

            Siempre es un tema pertinente. Lo era cuando lo escribí hace un par de semanas, pero, después de este fin de semana, ha cobrado mayor importancia si cabe. La violencia refleja, en su análisis y estudio, la comprensión y expresión de la auténtica naturaleza humana y de sus incongruencias y pulsiones. Por mucho que hubiera quien plantease que la violencia puede tener un origen racional y escogido, no podría convencerme de que, por detrás de todo el armazón dialéctico que se utilizase para adornarlo, hay potentes emociones subyacentes que llevan a utilizarla y a usar, una vez consumida, otra de las grandes cuestiones del estudio del ser humano: el autoengaño.

            La primera pregunta pertinente sobre la violencia nos lleva a tratar de averiguar si hay alguna situación en la que su uso está legitimado. Yo no voy a establecer una respuesta categórica porque otros antes que yo, infinitamente más sabios, han discrepado en este punto. La respuesta que dio Gandhi puede tener matices diferentes a los que pudo dar Buddha y, desde luego, tienen características distintas a las que podemos encontrar, por ejemplo, en religiones monoteístas de otras partes del mundo. Las propias sociedades modernas, más pragmáticas, defienden la utilización de la fuerza ponderada en determinadas circunstancias. Y esas mismas sociedades, según mi particular punto de vista, no tienen ningún problema en utilizar la violencia fuera de sus fronteras cuando se trata de defender sus intereses.

            Pero, si os dais cuenta, quizá en todos los casos en los que hayamos podido pensar en estos dos primeros párrafos, y también cuando hablamos de la violencia de forma coloquial, solemos pensar en violencia física. Por suerte, ya hemos asumido, al menos de forma mayoritaria en nuestras sociedades modernas, que existen otras formas de violencia más sutiles y que no implican el uso de la violencia física. Si no fuera de esta manera, no tendríamos asumidos los delitos de coacción, de intimidación, etcétera. Estos comportamientos tipificados en nuestras leyes obedecen a una realidad palmaria y aceptada: alguien puede ser violentado sin necesidad de ser golpeado físicamente.

            Esto nos lleva a pensar en los límites. Los límites acerca de cuánta es la fuerza –simbólica o metafórica– que una persona puede resistir antes de verse obligada a realizar algo que, de encontrarse en una situación normal y tranquila, sin presiones de ningún tipo, haría. La coacción laboral es más que frecuente y lo vimos, por ejemplo, durante la segunda mitad de los años dos mil, cuando los empleados de banca se vieron coaccionados, bajo la amenaza subrepticia de sufrir consecuencias laborales, a vender productos financieros tóxicos a personas sin los mínimos conocimientos económicos básicos. En el plano personal, hay multitud de situaciones en las que nos podemos ver coaccionados o forzados sin ser golpeados o incluso sin que medie una amenaza explícita. ¿Dónde están los límites? Estos determinarán cuándo está legitimado su uso.

            Desde un punto de vista jurídico, sin necesidad de extenderme en ello, existen criterios con los que podemos estar más o menos de acuerdo, pero parecen ser objetivos y consistentes. No es por ese lado por donde yo quiero llevar mi diserto. A fin de cuentas, el aspecto legislativo tiene suficientes doctores y no necesitan un advenedizo como yo opinando sobre lo que no sabe. Sobre el tema de la violencia hay una cuestión más interesante y que afecta a lo más íntimo de cada persona, resumido en dos preguntas básicas. La primera de ellas sería la siguiente: ¿estás dispuesto a utilizar la violencia? Desde un punto de vista absoluto, sin medias tintas. Sin ponerle ninguna excepción. Ésta es una respuesta sencilla y no pretendo que nadie diga “sí, pero a veces me veo utilizándola y luego me arrepiento”. Ésa es una cuestión aledaña que implica una pregunta correlativa: ¿somos conscientes de nuestros actos en el momento de realizarlos? Eso me puede llevar un texto entero, pero ahora voy por otro lado.

            Si la respuesta a la primera cuestión ha sido negativa, la segunda pregunta no tiene sentido. Sin embargo, si estás dispuesto a usar la violencia, el siguiente paso sería determinar en qué casos crees que sería legítimo que la usases. No hablo de que estés de acuerdo, por ejemplo, en delegarla en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Hablo en que estés dispuesto a usarla tú mismo, sin mediaciones. No hablo sólo de violencia física, como reventarle a la cara a alguien con un palo: como indicaba párrafos más arriba, me refiero a las fronteras imprecisas. Por ejemplo, me refiero a usarla para insultar a quien se lo merece. Me refiero a criticar de forma descarnada a quien se gana la crítica; a quien se me cruza con el coche; al hijo que me desobedece; al jefe que me putea. Hablo de intimidar a quien creo que me intimida, a quien pretende darme órdenes, a quien creo que me pretende agredir y debo frenarle antes de que lo haga.

            El problema de la violencia está en el interior de cada uno de nosotros, en esas dos preguntas tan sencillas. Es cierto que, si alguien viene a matarte, el instinto de supervivencia quizá se active –o no–, pero todos consideramos que un cierto grado de violencia es razonable cuando se trata de defender nuestra vida. Ojo, quizá también actuamos de forma violenta en multitud de ocasiones, de forma subconsciente y cuando nos vemos sumergidos en ella, necesitamos el armazón dialéctico para dar consistencia a nuestro comportamiento, pero hemos de desprendernos de ese espejismo pues sólo es el comportamiento frágil de quien no soporta verse delante del espejo tal cual es. O incluso de quien no quiere mirarse al espejo por el miedo a descubrirse en aquello que más odia. Sin embargo, es necesario ser consciente de nuestros actos y nuestras decisiones y, desde esa perspectiva, poder decidir qué grado de violencia creemos que es asumible introducir en nuestra vida.

 

Alberto Martínez Urueña 9-04-2021

 

PD: no os digo cómo respondo a las dos preguntas porque si la respuesta es “no”, parecería y me tildarían de moralista y utópico, y si la respuesta es “sí”, me aplicarían lo de “consejos vendo…”. Sí que he dicho en multitud de textos que nunca he pretendido ser de los chicos malos, por mucho que eso haya a quien le parezca atractivo, y que una de las principales tareas del ser humano es – debería ser – intentar evitar todo tipo de sufrimiento.

viernes, 9 de abril de 2021

Después de tanto silencio. Parte 2

 

            Hay un problema adicional a los planteados en la parte anterior. Incluso si diéramos por válidos los asuntos en los que pretenden que nos fijemos, incluso aunque aceptásemos que nuestros problemas son los que los asesores de imagen dictan a nuestros políticos, habría un problema adicional.

            La entera realidad social actual es un fiel reflejo de la realidad económica. Es la perversa sociedad de consumo: los individuos se han impregnado de la idea inconsciente de que la herramienta para conseguir lograr eso que no saben describir, pero que les promete la felicidad máxima y duradera, pasa por ir saltando de un producto a otro, tratando de deglutir el máximo de ellos y olvidando el previo para devorar el siguiente. Cuando esto pasa con una serie de televisión tras otra es poco relevante, pero cuando ocurre con los sucesos que forman parte del engranaje básico de la estructura social en la que vivimos, se convierte en un problema.

            Si os fijáis en el método del sistema, más que en los contenidos, puede que percibáis una perversión añadida a los que ya he descrito: hoy en día los problemas no se solucionan, simplemente se describen para poder ser utilizados en la génesis de contenidos con los que provocar emociones que, en realidad, carecen de esencia propia. Además, sirven al fin último del sistema que, como ya he argumentado, consiste en desviar igualmente el foco de atención, evitando que veamos lo relevante y podamos resolverlo. Esas emociones que se consumen en un instante y se olvidan con la siguiente proporcionan una catarsis emocional falsa que nos permite pasar al siguiente asunto sin haber resuelto el previo. Esto, en una temporada de Juego de tronos podría ser incluso divertido, pero llevado al juego de tronos del Congreso se convierte en una tragedia para la ciudadanía.

            En definitiva, el bombardeo de temas, tanto por el fondo como por la forma, está pensado para que vivamos rodeados de luces estroboscópicas que jamás cesan, que jamás nos permiten centrarnos en lo que a nosotros nos interesaría: esas cosas básicas de las que hablaba, y para que, ojo, no seamos capaces de bucear más allá de esas luces y veamos que detrás de ellas, en realidad, no hay nada.

            La única pretensión es que vayamos de un problema a otro, como monos borrachos, de rama en rama. Pero es que, además, nos exigen un posicionamiento y esto, por desgracia, añade un nuevo cataclismo social: el discurso simplista y facilón con el que se mueven es incapaz de generar ninguna proposición positiva, así que sólo queda la posibilidad de autodefinirse como contraposición al enemigo. Esto supone que nuestra participación no se basa en la construcción positiva de opciones que puedan converger, sino en la reacción violenta y contrapuesta de manera negativa y destructiva. Si a nuestros políticos les quitásemos el rival al que se enfrentan, veríamos que se deshacen como terroncillos de azúcar en un vaso de agua caliente. Si se mirasen al espejo, no verían nada. El problema es que, cuando atendemos a sus inquinas, a nosotros nos ocurre lo mismo.

            Por eso, podría estar opinando sobre un sistema sanitario exangüe, una estructura económica delirante, un tejido económico pueril, unas instituciones circenses, una administración desnortada y secuestrada, unas empresas desnudas de racionalidad económica a largo plazo, una ciencia inexistente, una educación vapuleada desde todos los ángulos… Podría coger cualquier diario y ciscarme en los muertos de quien escribe, convirtiéndome yo mismo en otro más en quien ciscarme, por cierto.

            Podría hacer todo eso, pero ya no quiero. Ya entendí que yo no voy a salvar el mundo, y que España es un país que ha sido descrito tantas veces que una descripción más –de un iletrado como el menda– no va a solucionarnos nada. Seguirá siendo eso descrito, aunque yo me rompa la cabeza contra una piedra. O contra un texto.

            ¿Es todo un agujero negro sin esperanza? Curiosamente, no. Cuando abandoné estas pretensiones, ha sido cuando he podido focalizar mi atención en lo que sí que me interesa y, sobre todo, en lo que sí que puedo hacer. Puedo intentar ayudar en la medida de lo posible a que mi entorno esté más tranquilo y sereno, más positivo y más consciente. Puedo expresar mis opiniones sin hacerlo desde la atalaya de ninguna ideología y con la perspectiva de quien solamente quiere ir a la raíz del sufrimiento –el que sea– de la realidad subjetiva de cada individuo con el que comparto un tiempo y ver si puedo aportar algo para reducirlo.

            Por supuesto, puedo opinar sobre que la sanidad pública no ha detectado el cáncer del padre de una buena amiga y están a ver si se salva previo pago a los mismos médicos que le tenían que haber visto presencialmente en el hospital público y le han tratado en su consulta privada. Puedo hacerlo, pero sin que se convierta en un problema para mí o para otros el que yo lo haga.

            Puedo intentar encontrar la forma de que eso no suceda, pero, sobre todo, puedo buscar la manera de no ser de los que resta con enfrentamientos, violencia, agresividad y falta de respeto, aunque lo anterior sea tremendo. Puedo pretender argumentar que eso es lo primero de todo, más allá de otras consideraciones; pero lo que no puedo consentir es que me conviertan en parte del problema que, al menos ante mis ojos, aparece tan claro. Y digo todo esto sabiendo que no es una utopía. No pretendo cambiar nada ni a nadie, no hablo de grandes transformaciones sociales ni de modelos sistémicos que resuelvan las cuestiones: la generación y modelización de estructuras sociales, políticas y actuaciones públicas o privadas se las dejo a quienes estén en la situación y sean capaces de llevarlas a cabo. Yo solamente quiero ser consciente de mis posibilidades reales y responsable de lo que haga, intentando no ser de los que resta.

 

Alberto Martínez Urueña 9-04-2021

martes, 6 de abril de 2021

Después de tanto silencio. Parte 1


            No es que me hayáis pedido explicaciones sobre los motivos por los que no he querido escribir durante estos últimos meses –alguno utilizará el comentario para preguntarme por qué vuelvo, y una broma siempre es bien recibida–, pero sí que me habéis preguntado alguno de vosotros por la razón de haber mantenido este silencio. No es que me haya quedado sin ideas, porque si hablamos de actualidad, motivos no sobran para poder tenerlas. Sin embargo, las ideas que me vienen al respecto distan bastante de las que hayáis ido viendo durante este tiempo en los medios de comunicación o las que sustenten las conversaciones que mantengáis con vuestros cercanos. La cuestión es que yo no siento la necesidad de posicionarme continuamente con cada una de las historias que surgen, como pompas de aire fermentado en mitad de una pocilga, de nuestra realidad pública y política; y, desde luego, no necesito justificarme ni justificar mi preferencia de modelo de sociedad porque un personaje con traje y corbata que dice defenderlo haya dicho tal o cual barbaridad en el hemiciclo o en Twitter. Vivimos una época de bombardeo constante de noticias en el que, si te sumerges hasta las orejas, sufrirás mutaciones graves. Hay que apartarse de ese acelerador de partículas y esforzarse en una cuestión mucho más relevante y, precisamente por este contexto, fundamental: discriminar y elegir lo importante, y desechar lo superfluo. Desecharlo de forma absoluta.

            Sobre todo, por una verdad primordial que parece que olvidamos con demasiada frecuencia –y no es que yo sea un iluminado capacitado para ver lo que otros no ven; veo lo mismo, pero sin olvidarme de una realidad inexorable–: en lo más básico, todos queremos lo mismo. Cuando digo “en lo más básico”, voy al reducto más elemental de nuestras necesidades y de nuestras pulsiones. Esto nos permite encontrar una brújula en este mar de miseria dialéctica en la que, a poco que nos descuidemos, cualquiera de nosotros corremos el riesgo de ahogarnos.

            Todos queremos alimento en el plato, mínima seguridad en el futuro, sanidad para cuando nos ocurre la desgracia de caer enfermos, la posibilidad de proporcionar un horizonte vital a nuestros hijos… No son tantas cosas. Queremos un entorno que no nos resulte excesivamente hostil, y cuando hablo de hostil no me refiero a que se nos coman los leones: hablo de evitar las preocupaciones innecesarias y de que nadie nos bombardee continuamente con agresividad y con miedo. Una vida tranquila.

            Por desgracia, nos ha tocado vivir una pandemia. Esas cosas de las que leímos, de las que nos contaron, que siempre pillan lejos hasta que te pegan un tortazo y se te ríen en la cara. Es así de simple, no hay responsables. Sin embargo, nuestra existencia es complicada –no voy a entrar a desgranar cómo nos tiran ciertos vicios dialécticos o cómo la agresividad nos puede resultar una opción dulcísima– por una circunstancia concreta: tenemos la posibilidad de elegir entre opciones. Aquí surge el primer problema: cuando llega el momento de decidir no ya ni siquiera el camino, sino cómo vamos a transitarlo, y preferimos dejarnos hacer por la carcoma de los más bajos sofismas con las excusas más insólitas. No voy a entrar en este texto en quién ha gestionado qué cosa de la pandemia, y quién lo ha hecho mejor o peor en cada una de las competencias y responsabilidades que se han esforzado en no asumir. El camino a recorrer debería ser el siguiente: analizar qué se ha hecho, qué se podría haber hecho para lograr un mejor resultado y qué soluciones se implementan para el futuro. La cuestión es que no hay nadie que quiera recorrerlo. En lugar de eso, los políticos nos han vendido otro camino diferente que una gran mayoría ha comprado y, además, cuando han elegido el cómo, han elegido la forma más desastrosa.

            Hace tiempo que cerré los oídos a los mensajes de nuestros líderes políticos: carecen de contenido real y sus pretensiones no son claras. Han perdido la credibilidad mínima para confiar en su palabra. Todo ello, sabiendo que no da igual quiénes nos gobiernen y que el mejor sistema que hemos sido capaces de encontrar es el que surgió del frío de las guerras mundiales del siglo pasado. Sabiendo igualmente que no pretendo engañaros: el modelo socioeconómico en el que me gustaría vivir deja elegir su moralidad y su modo de vida a cada ciudadano y la actividad económica está regulada de tal manera que el primer objetivo económico sea cubrir las necesidades básicas de cada individuo sin pedirle con voz meliflua que aguante unos meses de miseria. Tengo claro que una de las necesidades primordiales del individuo es una dignidad social que incluye el plano laboral y que, por supuesto, hay productos básicos a los que todos debemos tener derecho. El Estado existe para proteger la propiedad privada, por supuesto, pero también la dignidad de las personas que viven bajo su paraguas.

            Toda esta perorata la cuento porque si el foro público no se centra en lo relevante, ¿cómo voy a escribir un artículo de actualidad? Posicionarme sobre las fruslerías que nos lanzan los políticos y sus asesores de imagen hace que me centre no en lo que yo quiero, sino en la cortina de humo que ellos generan para que no hablemos de lo que verdaderamente nos interesa a los ciudadanos. De hecho, todo el capitalismo se construye bajo esa premisa: nos bombardea continuamente con información superflua que desvía nuestra atención de las cuestiones verdaderamente importantes. La política, hoy en día, no es sino otro producto más del capitalismo, una herramienta más de toda una estructura orientada a ocultarnos algo que, en realidad, no quiere que sepamos.

 

6-04-2021