Siempre es un tema pertinente. Lo
era cuando lo escribí hace un par de semanas, pero, después de este fin de
semana, ha cobrado mayor importancia si cabe. La violencia refleja, en su
análisis y estudio, la comprensión y expresión de la auténtica naturaleza
humana y de sus incongruencias y pulsiones. Por mucho que hubiera quien
plantease que la violencia puede tener un origen racional y escogido, no podría
convencerme de que, por detrás de todo el armazón dialéctico que se utilizase para
adornarlo, hay potentes emociones subyacentes que llevan a utilizarla y a usar,
una vez consumida, otra de las grandes cuestiones del estudio del ser humano:
el autoengaño.
La primera pregunta pertinente sobre
la violencia nos lleva a tratar de averiguar si hay alguna situación en la que
su uso está legitimado. Yo no voy a establecer una respuesta categórica porque
otros antes que yo, infinitamente más sabios, han discrepado en este punto. La
respuesta que dio Gandhi puede tener matices diferentes a los que pudo dar Buddha
y, desde luego, tienen características distintas a las que podemos encontrar,
por ejemplo, en religiones monoteístas de otras partes del mundo. Las propias
sociedades modernas, más pragmáticas, defienden la utilización de la fuerza
ponderada en determinadas circunstancias. Y esas mismas sociedades, según mi
particular punto de vista, no tienen ningún problema en utilizar la violencia
fuera de sus fronteras cuando se trata de defender sus intereses.
Pero, si os dais cuenta, quizá en
todos los casos en los que hayamos podido pensar en estos dos primeros
párrafos, y también cuando hablamos de la violencia de forma coloquial, solemos
pensar en violencia física. Por suerte, ya hemos asumido, al menos de forma
mayoritaria en nuestras sociedades modernas, que existen otras formas de
violencia más sutiles y que no implican el uso de la violencia física. Si no
fuera de esta manera, no tendríamos asumidos los delitos de coacción, de
intimidación, etcétera. Estos comportamientos tipificados en nuestras leyes
obedecen a una realidad palmaria y aceptada: alguien puede ser violentado sin
necesidad de ser golpeado físicamente.
Esto nos lleva a pensar en los
límites. Los límites acerca de cuánta es la fuerza –simbólica o metafórica– que
una persona puede resistir antes de verse obligada a realizar algo que, de
encontrarse en una situación normal y tranquila, sin presiones de ningún tipo,
haría. La coacción laboral es más que frecuente y lo vimos, por ejemplo,
durante la segunda mitad de los años dos mil, cuando los empleados de banca se
vieron coaccionados, bajo la amenaza subrepticia de sufrir consecuencias
laborales, a vender productos financieros tóxicos a personas sin los mínimos
conocimientos económicos básicos. En el plano personal, hay multitud de situaciones
en las que nos podemos ver coaccionados o forzados sin ser golpeados o incluso
sin que medie una amenaza explícita. ¿Dónde están los límites? Estos
determinarán cuándo está legitimado su uso.
Desde un punto de vista jurídico,
sin necesidad de extenderme en ello, existen criterios con los que podemos
estar más o menos de acuerdo, pero parecen ser objetivos y consistentes. No es
por ese lado por donde yo quiero llevar mi diserto. A fin de cuentas, el
aspecto legislativo tiene suficientes doctores y no necesitan un advenedizo como
yo opinando sobre lo que no sabe. Sobre el tema de la violencia hay una
cuestión más interesante y que afecta a lo más íntimo de cada persona, resumido
en dos preguntas básicas. La primera de ellas sería la siguiente: ¿estás
dispuesto a utilizar la violencia? Desde un punto de vista absoluto, sin medias
tintas. Sin ponerle ninguna excepción. Ésta es una respuesta sencilla y no
pretendo que nadie diga “sí, pero a veces me veo utilizándola y luego me
arrepiento”. Ésa es una cuestión aledaña que implica una pregunta correlativa: ¿somos
conscientes de nuestros actos en el momento de realizarlos? Eso me puede llevar
un texto entero, pero ahora voy por otro lado.
Si la respuesta a la primera
cuestión ha sido negativa, la segunda pregunta no tiene sentido. Sin embargo,
si estás dispuesto a usar la violencia, el siguiente paso sería determinar en
qué casos crees que sería legítimo que la usases. No hablo de que estés de
acuerdo, por ejemplo, en delegarla en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado. Hablo en que estés dispuesto a usarla tú mismo, sin mediaciones. No hablo
sólo de violencia física, como reventarle a la cara a alguien con un palo: como
indicaba párrafos más arriba, me refiero a las fronteras imprecisas. Por
ejemplo, me refiero a usarla para insultar a quien se lo merece. Me refiero a
criticar de forma descarnada a quien se gana la crítica; a quien se me cruza
con el coche; al hijo que me desobedece; al jefe que me putea. Hablo de
intimidar a quien creo que me intimida, a quien pretende darme órdenes, a quien
creo que me pretende agredir y debo
frenarle antes de que lo haga.
El problema de la violencia está en
el interior de cada uno de nosotros, en esas dos preguntas tan sencillas. Es
cierto que, si alguien viene a matarte, el instinto de supervivencia quizá se
active –o no–, pero todos consideramos que un cierto grado de violencia es
razonable cuando se trata de defender nuestra vida. Ojo, quizá también actuamos
de forma violenta en multitud de ocasiones, de forma subconsciente y cuando nos
vemos sumergidos en ella, necesitamos el armazón dialéctico para dar
consistencia a nuestro comportamiento, pero hemos de desprendernos de ese
espejismo pues sólo es el comportamiento frágil de quien no soporta verse
delante del espejo tal cual es. O incluso de quien no quiere mirarse al espejo
por el miedo a descubrirse en aquello que más odia. Sin embargo, es necesario
ser consciente de nuestros actos y nuestras decisiones y, desde esa
perspectiva, poder decidir qué grado de violencia creemos que es asumible
introducir en nuestra vida.
Alberto Martínez Urueña 9-04-2021
PD: no os digo
cómo respondo a las dos preguntas porque si la respuesta es “no”, parecería y
me tildarían de moralista y utópico, y si la respuesta es “sí”, me aplicarían
lo de “consejos vendo…”. Sí que he dicho en multitud de textos que nunca he
pretendido ser de los chicos malos, por mucho que eso haya a quien le parezca
atractivo, y que una de las principales tareas del ser humano es – debería ser
– intentar evitar todo tipo de sufrimiento.