Si os habéis
asomado a la actualidad en los últimos días, os habréis encontrado con noticias
de todo tipo. Las más resultonas vienen a ser las que protagonizan los hooligans
de las Cortes Generales, ya sean de un lado o de otro, lanzándose excrementos
verbales al más puro estilo de comedor de colegio. Hablan de Cataluña, de
Venezuela o de que la abuela fuma. Luego, si os movéis por círculos mediáticos
más heterodoxos, sabréis que en España hay problemas de los de verdad. Están los
importantes a nivel global, no las tonterías con las que nos inflaman los
ánimos esos pirómanos y que a lo único que amenazan es a nuestro ego. Hablo de esas
que nos pueden machacar de lo lindo, y no tardando: el medioambiente y el
cambio climático, la contaminación de todo tipo, los problemas migratorios
derivados de las crisis climáticas o bélicas, el envejecimiento, las
superbacterias…
Y dentro de
las reales, también tenemos las que nos afectan en el día a día. La luz ha
subido un ochenta y cinco por ciento en los últimos quince años. Esto, al
margen de que exista el argumento de que “eso es el mercado, amigo”, se puede
explicar desde el punto de vista de que, en realidad, en España no hay un
mercado energético que funcione aproximadamente como uno competitivo, sino
oligopolístico. Estamos en la terna de precios más caros de Europa y ni se hace
nada para evitarlo, ni tampoco se hizo en su momento, ni tiene visos de que
vaya a solucionarse.
Pasa
exactamente igual con el mercado de los combustibles, en donde las alzas del
precio del petróleo se trasladan automáticamente al precio, mientras que los
descensos, ya si eso, para más adelante. La razón viene determinada por un
mercado de oligopolio dentro de nuestro territorio, igual que el anterior,
teniendo ambas una característica común, y es que su elasticidad precio-demanda
es muy baja. Es decir, que da igual que el precio que tengan, que si sube el
precio, te va a costar un huevo y parte del otro reducir su consumo. Eso de los
oligopolios en sectores estratégicos está muy mal visto en la Unión Europea,
pero aquí en España, esas empresas consiguen dos cosas: perder la vergüenza de montarse
un oligopolio y políticos que regulan a su favor y a los que contratan cuando
salen del Consejo de Ministros. Combo perfecto.
Otra noticia
que vemos con una cierta recurrencia es la evolución de los precios de la
vivienda en España. En un afán masoquista totalmente descontrolado por mi parte,
se me ha ocurrido buscar datos por internet así, a capón y sin chaleco
antibalas. Y he de decir que el gobierno debería contraindicarlo en medios de comunicación
de amplio alcance y concluir con lo de “Ministerio de Sanidad, Gobierno de
España” con un locutor de voz grave. Hoy nos dicen que los precios de la
vivienda han subido un cinco por ciento y nos parece poco porque claro, cinco
es un número pequeño y, además, simpático pues te permite hacer rimas
graciosas. Pero, sobre todo, porque a principios de siglo, tenemos incrementos cercanos
al treinta por ciento por ciento. Si buceamos en los anales históricos de los
años ochenta, vemos que, a mediados de década, el precio rondaba los
trescientos cincuenta euros por metro cuadrado mientras que en dos mil siete
casi alcanzamos los dos mil novecientos euros. El incremento en esos veintidós años
es de casi el mil por ciento. El salario anual medio en España en mil
novecientos ochenta y cinco era de seiscientos doce euros, y en dos mil diecisiete
vienen a ser, netos, unos mil quinientos euros. Tenemos un incremento de los
salarios netos en España que no llega al doscientos cincuenta por ciento.
¿Veis el dónde
está el quid de la cuestión?
Aquí hay un problema,
¿no? Ves cómo han subido los salarios, lo comparas con los precios de mercados
básicos y no admite ningún tipo de debate. Da igual lo que hayas visto en tu
micromundo, da igual si ves que los precios de las viviendas aumentan y aun así
todavía no tenemos grandes masas poblacionales viviendo en la puta calle. Da
igual si hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. La cuestión básica
es que los fríos datos dicen que somos más pobres, que tenemos menos margen de
maniobra y que esto no tiene visos de mejorar. Esto hay a quien le parece bien,
hay a quienes nos parece mal y hay a quien se la suda por completo porque gana
más de cien mil al año y no se preocupa del resto (hay quien gana más y sí que
lo hace, ojo). Hay de todo. Pero más allá de estas cuestiones, y utilizando las
herramientas que me dio estudiar una Licenciatura de Economía y el gusto por la
temática, una sociedad que no puede ahorrar es una sociedad comparativamente
peor situada que otras que sí que lo hacen. Es una sociedad que no puede crear
puestos de trabajo, que no puede invertir y que resiste cada vez peor los problemas
sociales derivadas de una población cada vez más tensionada. Es una sociedad
incapaz de crear riqueza y consumo, y la excusa de que los bares siguen llenos
no vale, porque la caña cuesta dos euros.
Esto sí que
es capaz de romper un país: no pone fronteras físicas, pero crea diferentes
tipos de ciudadanos que, por un mecanismo injusto, tienen menos derechos que
otros. Y antes de que nadie se me soliviante, todavía no he dicho que haya
responsables, eso sería otro debate con otras consecuencias. Aquí lo único que
he hecho es plantear una fotografía para decir que sí, es cierto, el mundo está
peor que en los ochenta. Ahora, vendrán sesudos tertulianos a explicarnos cómo
se hace la o con un canuto y a enfrentarnos los unos con los otros porque yo lo
hago de una manera y tú de otra, pero no hace falta ser muy listo para
explicarse el porqué del auge de los colores extremos en los parlamentos nacionales
que hemos visto en los últimos años.
Alberto Martínez Urueña
14-02-2020
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