No-se-cómo-llamarlo-sin-insultar
Recuerdo una
anécdota curiosa de cuando era pequeño. Tendría unos cuatro o cinco años y
estaba en la panadería con mi madre. No sé si sería un fin de semana, o quizá
un día de diario, porque en aquella época lo de la jornada intensiva ni nos lo imaginábamos
como algo posible. De todas formas, seguramente sería verano, porque se me
ocurrió decir en voz alta que nos íbamos de vacaciones la semana siguiente. Creo
que nadie atendió a lo que un niño con tendencia a esconderse detrás de las
faldas de su madre dijo, pero sí que recuerdo perfectamente la bronca que me
echó mi madre. Bien echada, por supuesto, como la mayoría de las que me llevé y
a veces me llevo hoy en día. Por suerte para mí, mi madre suele dar una
explicación de por qué te mereces el rapapolvo, y el de entonces me pareció muy
sensato: si al salir de la panadería alguien se hubiera fijado en dónde vivíamos,
habrían sabido que esa casa iba a estar varios días desocupada. Barra libre
para ladrones.
Imagino que
alguno torcerá el gesto con un poco ironía, como diciendo que mi madre tenía
una cierta tendencia neurótica. Aparte de ciscarme en sus muertos más frescos
por pensar mal de mi madre, recuerdo que en aquella época, y también más
adelante, robaron en algún piso del barrio. O en más de uno. El método
consistía en sacar toda la información posible de los inquilinos: horarios,
número de personas, edades… Todo lo necesario para tener una imagen clara de
cuáles eran las viviendas más vulnerables y, entonces, aprovechar las
circunstancias. Uno de los vecinos, comisario de policía, nos avisó de que
dejaban pequeñas marcas en los bordes de las puertas, y el significado de cada
una de ellas, instándonos a borrarlas, o a alertar a los vecinos en donde viéramos
alguna. Por suerte, a nosotros no nos tocó, pero las personas que han visto
vulnerado el sacrosanto altar de su domicilio no lo describen como algo
agradable. Siempre ha sido importante conservar la intimidad de tus hábitos y,
por ejemplo, además de dejar a alguien encargado de regarte las plantas, le
indicabas que te recogiera las cartas del buzón. En aquella época era
diferente, no había Internet, ni correo electrónico ni banca online. El buzón
se te llenaba en un par de días y, con un vistazo, podías averiguar quién
llevaba un tiempo sin pasar por casa. El tema de la intimidad en aquella época
no dependía de que no tuvieras nada que esconder, sino de que no te apetecía
que la información sobre tu vida estuviera expuesta y al alcance de quien te
quisiera, por hache o por bé, dar por el saco.
Uno de los
miedos que se extendió en aquellos años de mi infancia, o que al menos nos
dijeron a varios de los niños con los que me relacionada, era que se sabía que
había personas que envenenaban los caramelos y después se los daban a los
niños. Unas veces te decían que era para transmitir enfermedades. Otras, para
drogarte y secuestrarte. El resultado no fue millones de niños españoles traumatizados,
sino que no hablábamos con desconocidos ni aceptábamos dádivas de quienes no
conocíamos. Por si acaso. Y es que, para los que piensen que vivimos en tiempos
más peligrosos, hace ya tiempo que el ser humano inventó los raptos infantiles,
la pederastia y el asesinato.
Lo que sí que
es cierto es que vivimos tiempos más kamikazes. Por cuestiones personales,
básicamente porque me sale del higo, tengo una cuenta en Facebook. La idea, en
primer lugar, es encontrar información diversa de distintos medios además de la
búsqueda personal que suelo hacer por otros diarios de todo el arco mediático,
desde eldiario.es hasta el abc digital. La segunda idea es compartir estos
textos por vías diferentes al correo electrónico. Participando de la red social
indicada reconozco que no dejan de sorprenderme ciertos comportamientos poco
cuidadosos sobre los que, además, te advierte la policía. Por ejemplo, publicar
información de tus vacaciones durante
las propias vacaciones. O informar de cuáles son tus hábitos y costumbres,
verbigracia, la hora a la que sales a correr y tu casa está vacía. No entro en
temas de airear tus tendencias o gustos para que Facebook te haga un Cambridge analítica
en toda regla y ofrezca tu información a cualquier compañía que quiera venderte
sus mierdas. Hablo de que, como no tienes nada que esconder, ese trabajo que
antes a los ladrones les llevaba su tiempo y esfuerzo se lo pones en bandeja de
plata. Con dos cojones.
Uno de los
esfuerzos suicidas que más me sorprende, sobre todo en días como hoy en que
sabemos lo que ciertos sujetos quieren hacerle a nuestros vástagos y vástagas,
consiste en sacarles fotos en los parques a los que sueles ir, o al colegio
donde les llevas, o incluso fotografías dentro de tu casa con una magnífica
perspectiva de la calle desde una ventana, para que puedan identificar incluso
el piso. No hablo sólo del problema de que esa foto que al padre le hace gracia
al resto se la puede soplar por completo, es que algunos bastardos cuelgan
fotos de sus hijos que les humillan.
Pero más allá
de eso, mucho más allá de eso, y por lo que alucino en colores, me imagino al
típico personaje sudoroso en camiseta de tirantes metido en su habitación,
treinta y tantos, con todo revuelto a su alrededor, ambiente semioscuro y con
su madre gritándole que la cena está lista, mientras va pasando fotos en la
pantalla de su supermóvil último modelo mientras va buscando y contemplando
esas caritas que los padres ven tan ricas y bonitas, y que a él le ayudan a
dedicarse una buena sesión de onanismo por todo lo alto. Por supuesto, también
contemplo la posibilidad de que el duende de su cabeza enferma le esté
insistiendo en que pase a la acción, y así vaya seleccionando, de entre toda la
oferta, la que le pueda resultar más fácil adquirir. Por todo esto, creo que es
mejor dejar a los niños fuera de nuestras movidas estúpidas de internet y las
redes sociales, porque si a ti te roban por tu estupidez, te jodes y punto,
pero que tus hijos tengan que pagar tu increíble falta de “no-se-cómo-llamarlo-sin-insultar-a-nadie”,
me parece algo más serio.
Alberto Martínez Urueña
15-02-2019