Suelo llevar
las orejas bien abiertas porque nunca sé cuándo pueden caer dentro nociones e
ideas que me ayuden a explicar un poco mejor el mundo en el que vivo. Intento
hacer un buen filtrado de lo que me llega porque con la información, así en
bruto, puedes sufrir indigestiones e incluso envenenamientos. El gran mal de la
era en que vivimos, el del atragantamiento de datos a que nos ha llevado la
digitalización de nuestro entorno unido a la mercantilización del sistema
social desde el sistema económico, produce el mismo nivel de ignorancia que el
analfabetismo. Ambos se pueden evitar aprendiendo a leer; en este último caso,
aprendiendo bien las reglas lingüísticas, y en el primero, introduciendo los
criterios de la sana lógica.
Comentaba con
un buen amigo este mismo fin de semana que la llegada de Internet, las redes
sociales y el acceso a un volumen de información muy superior al que el ser
humano puede gestionar nos ha traído, lejos de aquella emancipación del
individuo frente a la manipulación interesada de los poderes fácticos, la esclavitud
de nuestra propia necesidad de información en la búsqueda una neurótica
seguridad. Todos tenemos clara la necesidad de buscar un cierto nivel de
objetividad y de no creer la verdad unívoca una sola fuente, pero en la
práctica esto no sólo ha traído beneficios. Si bien es cierto que ha servido
para ayudarnos a no asentir cerrilmente ante las afirmaciones de líderes de
dudosas intenciones, aumentando la independencia individual y el empoderamiento
personal, también corremos el riesgo de caer en la soledad y el enfrentar los obstáculos
con las únicas herramientas y capacidades propias, lejos de la ayuda del grupo
incondicional. La incondicionalidad, de hecho, se ve como un defecto propio de
personas necias. Hoy en día, por nuestra necesidad de cómoda seguridad,
buscamos la información que nos da la razón de forma positiva –y nos jaleamos
en los argumentos pueriles de tertulianos y columnistas de usar y tirar–, y de
forma negativa –e hiperreaccionamos como adictos a los que les quitan su dosis
de hiperseguridad–. La edad de la información se ha convertido para muchos en la
edad de la desinformación y la soledad, les ha llevado a ser individuos con la
mente incapaz de no saltar de un lado para otro, totalmente descentrada y
dirigida por otros; individuos que, en un afán por encontrar su propia
identidad, han construido fronteras inamovibles con el resto para evitar que
sus influencias puedan suponer un desprestigio a ojos de su propia autoestima y
su noción de identidad.
¿Por qué ha
sucedido esto? Sobre todo, por la distorsión neurótica que lleva de ver a los
seres humanos como una parte más de nuestras vidas complejas en la que nos
enriquecemos mutuamente a unos enemigos que amenazan y que nos complican la
vida trayendo incomodidades. Pero no sólo, sino también a medir las relaciones conforme
a un análisis de coste-beneficio en las que troceamos nuestra vida y la del
contrario y las analizamos en un laboratorio distópico que supone aplicar el
método científico a dichas relaciones personales. Esto nos lleva a cometer
varios errores de bulto. El primero de todos es trocear algo que es indivisible
como son las personas. No somos divisibles, no vale eso de “me quedo con lo
bueno que tiene esta persona, pero lo malo que se lo queden otros”. Eso les
empobrece a ellos, pero también a nosotros mismos, porque cuando hablamos de
seres humanos, el conjunto es superior a la suma de las partes.
De este
troceo, unido al análisis científico de las relaciones, nos viene el segundo
error de bulto: medir a las personas en base a criterios económicos. Analizar
al otro conforme a un sistema de ingresos y gastos que puede parecer muy
lógico, pero que es el primer paso para instrumentalizar a los seres humanos.
Instrumentalizar a un ser humano no es verle con forma de llave inglesa;
consiste en considerarle un instrumento al servicio de nuestros propios
intereses. Por supuesto, hay que elegir las amistades, pero tampoco se puede elegir
o rechazar a las personas única y exclusivamente en función de la incomodidad
que supongan. Ojo, no hablo de ser un santo varón, pero el rechazo a otra
persona ha de venir marcado por otros criterios diferentes que no impliquen que
nos convirtamos, a nosotros y al resto, en lo que no somos.
No tengo nada
en contra de la era digital, lo he dicho muchas veces, ni tampoco tengo nada en
contra de la economía. Estamos en un proceso bestial de cambio, en una nueva
revolución como antes lo fueron las revoluciones industriales y sinceramente
creo que los seres humanos hemos logrado grandes cosas, pero siempre están los
riesgos, como con la energía nuclear y las bombas atómicas. La desinformación,
la mercantilización de las relaciones humanas… Son los principales riesgos a
los que nos enfrentamos por un sencillo motivo: en ambas encontramos la droga
que nos distorsiona la realidad y el alambre de espino que nos aísla del resto
y nos convierte en enemigos del tesoro más preciado que tenemos desde que nacemos
hasta que nos morimos. Ni más ni menos que del resto de seres humanos y de nosotros
mismos ya que nos roban la empatía y convierten el sufrimiento, tanto el propio
como el ajeno, en algo tolerable.
Alberto Martínez Urueña
8-10-2018
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