lunes, 8 de octubre de 2018

Drogas y espinos


            Suelo llevar las orejas bien abiertas porque nunca sé cuándo pueden caer dentro nociones e ideas que me ayuden a explicar un poco mejor el mundo en el que vivo. Intento hacer un buen filtrado de lo que me llega porque con la información, así en bruto, puedes sufrir indigestiones e incluso envenenamientos. El gran mal de la era en que vivimos, el del atragantamiento de datos a que nos ha llevado la digitalización de nuestro entorno unido a la mercantilización del sistema social desde el sistema económico, produce el mismo nivel de ignorancia que el analfabetismo. Ambos se pueden evitar aprendiendo a leer; en este último caso, aprendiendo bien las reglas lingüísticas, y en el primero, introduciendo los criterios de la sana lógica.

            Comentaba con un buen amigo este mismo fin de semana que la llegada de Internet, las redes sociales y el acceso a un volumen de información muy superior al que el ser humano puede gestionar nos ha traído, lejos de aquella emancipación del individuo frente a la manipulación interesada de los poderes fácticos, la esclavitud de nuestra propia necesidad de información en la búsqueda una neurótica seguridad. Todos tenemos clara la necesidad de buscar un cierto nivel de objetividad y de no creer la verdad unívoca una sola fuente, pero en la práctica esto no sólo ha traído beneficios. Si bien es cierto que ha servido para ayudarnos a no asentir cerrilmente ante las afirmaciones de líderes de dudosas intenciones, aumentando la independencia individual y el empoderamiento personal, también corremos el riesgo de caer en la soledad y el enfrentar los obstáculos con las únicas herramientas y capacidades propias, lejos de la ayuda del grupo incondicional. La incondicionalidad, de hecho, se ve como un defecto propio de personas necias. Hoy en día, por nuestra necesidad de cómoda seguridad, buscamos la información que nos da la razón de forma positiva –y nos jaleamos en los argumentos pueriles de tertulianos y columnistas de usar y tirar–, y de forma negativa –e hiperreaccionamos como adictos a los que les quitan su dosis de hiperseguridad–. La edad de la información se ha convertido para muchos en la edad de la desinformación y la soledad, les ha llevado a ser individuos con la mente incapaz de no saltar de un lado para otro, totalmente descentrada y dirigida por otros; individuos que, en un afán por encontrar su propia identidad, han construido fronteras inamovibles con el resto para evitar que sus influencias puedan suponer un desprestigio a ojos de su propia autoestima y su noción de identidad.

            ¿Por qué ha sucedido esto? Sobre todo, por la distorsión neurótica que lleva de ver a los seres humanos como una parte más de nuestras vidas complejas en la que nos enriquecemos mutuamente a unos enemigos que amenazan y que nos complican la vida trayendo incomodidades. Pero no sólo, sino también a medir las relaciones conforme a un análisis de coste-beneficio en las que troceamos nuestra vida y la del contrario y las analizamos en un laboratorio distópico que supone aplicar el método científico a dichas relaciones personales. Esto nos lleva a cometer varios errores de bulto. El primero de todos es trocear algo que es indivisible como son las personas. No somos divisibles, no vale eso de “me quedo con lo bueno que tiene esta persona, pero lo malo que se lo queden otros”. Eso les empobrece a ellos, pero también a nosotros mismos, porque cuando hablamos de seres humanos, el conjunto es superior a la suma de las partes.

            De este troceo, unido al análisis científico de las relaciones, nos viene el segundo error de bulto: medir a las personas en base a criterios económicos. Analizar al otro conforme a un sistema de ingresos y gastos que puede parecer muy lógico, pero que es el primer paso para instrumentalizar a los seres humanos. Instrumentalizar a un ser humano no es verle con forma de llave inglesa; consiste en considerarle un instrumento al servicio de nuestros propios intereses. Por supuesto, hay que elegir las amistades, pero tampoco se puede elegir o rechazar a las personas única y exclusivamente en función de la incomodidad que supongan. Ojo, no hablo de ser un santo varón, pero el rechazo a otra persona ha de venir marcado por otros criterios diferentes que no impliquen que nos convirtamos, a nosotros y al resto, en lo que no somos.

            No tengo nada en contra de la era digital, lo he dicho muchas veces, ni tampoco tengo nada en contra de la economía. Estamos en un proceso bestial de cambio, en una nueva revolución como antes lo fueron las revoluciones industriales y sinceramente creo que los seres humanos hemos logrado grandes cosas, pero siempre están los riesgos, como con la energía nuclear y las bombas atómicas. La desinformación, la mercantilización de las relaciones humanas… Son los principales riesgos a los que nos enfrentamos por un sencillo motivo: en ambas encontramos la droga que nos distorsiona la realidad y el alambre de espino que nos aísla del resto y nos convierte en enemigos del tesoro más preciado que tenemos desde que nacemos hasta que nos morimos. Ni más ni menos que del resto de seres humanos y de nosotros mismos ya que nos roban la empatía y convierten el sufrimiento, tanto el propio como el ajeno, en algo tolerable.

 

Alberto Martínez Urueña 8-10-2018

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