lunes, 15 de octubre de 2018

¿Defectos?


            Os voy a contar un secreto: todos los que te rodeamos, los que nos relacionamos contigo, tenemos defectos. Ya sabes, esas cosas que nos hacen, según tu prisma y tu forma de entender el mundo, peores personas. Tenemos esas costumbres, esos dejes, las querencias arrastradas desde pequeños y heredadas de nuestros padres que a su vez heredaron de sus padres… Todas esas mierdas metidas en nuestra personalidad y que nos hacen, a tus ojos, un poco menos soportables. Sí, sí, ya sé que lo sabes, que no descubro América diciéndote esto. Lo que también seguro que sabes es que esas cosas que tenemos los demás también se ceban en tu persona. Quizá tengas mal carácter, ¿verdad? O a lo mejor eres poco ordenado, olvidadizo… Puede que tu necesidad de aceptación –un miedo cada vez más extendido, ya que cada vez vivimos más de cara a la galería– te lleve a hablar mal de otras personas, porque es bien sabido que largar malamente de alguien divierte al resto.

            No tenemos por qué aguantar gilipolleces, eso está claro. Tenemos el inalienable derecho de elegir nuestras compañías. Únicamente está por ahí esa cosa llamada trabajo en la que siempre corres el riesgo de tener mal ambiente por culpa de algún virus. Las relaciones han de ser enriquecedoras, variadas, plurales, divertidas… Se habla cada vez más de la importancia de elegir bien: no en vano, pasamos por la vida una única vez que sepamos y, cuando llegas al final de trayecto, dicen, te parece que ha sido un suspiro. Es necesario tener un cierto toque de egoísmo al elegir los ratos, y la culpabilidad que puede suponer rechazar a quienes no nos aporta nada no deja de ser un constructo social derivado de nuestra corriente judeocristiana y su pecado, una visión negativa e irresponsable de las causas, consecuencias y soluciones de nuestra ignorancia.

            Cuanto más cercanas son las relaciones, y más cláusulas hay en el contrato, más problemas pueden surgir con este tema. No en vano, si algo te sienta mal de un amigo puedes dejar de verle durante un tiempo. O definitivamente. Pero con la pareja, durante muchos siglos esto no ha sido así. Te casabas para la toda la vida y punto, con todo lo que ello conllevaba. Preguntadle a las mujeres maltratadas, o a las asesinadas, y entenderéis de lo que hablo. Hoy en día, eso ha cambiado, para desgracia de la iglesia y para suerte del resto de la humanidad. Frente a la crítica de que la gente ahora no aguanta nada, yo afirmo que no hay por qué aguantar si no quieres. Si no quieres aguantar, o si simplemente ya no quieres a la otra persona, tienes que poder pirarte y punto. Esa mentalidad de tener que estar porque el matrimonio es “eso” me parece un ejemplo más de cómo personas excesivamente religiosas pretenden vestir el santo. De obligar a vivir a los demás en base a unos principios que pueden ser muy buenos, pero que no son los suyos. Porque en realidad, el matrimonio ya no es “eso” para muchas personas, y esto no es ni bueno ni malo. Sólo es. Por suerte, lo de tener que aguantar cuando hay maltrato, físico o psicológico, ya sólo se lo escuchamos a los obispos de la conferencia episcopal española –culpando en la mayoría de los casos a la mujer por no dejarse hacer lo que el bestia quiera–, a la que no podré los epítetos que merece conforme a la definición de la RAE porque hoy en día te empluman un delito de ofensa religiosa por cualquier gilipollez. No se la pondré a ella ni a otros sectores conservadores con demasiada diarrea mental de la que sanarse. Dejaré que los adjetivos con respecto a todos ellos surjan en vuestra cabeza de manera espontánea, y así hacemos de mis textos algo más interactivo.

            Todo este razonamiento es el que yo hago en base a la libertad de conciencia de las personas. Libertad que siempre limito con una frase que digo a mis amigos: “intenta evitar hacerme daño; y, si no te queda más remedio, que sea el mínimo posible”. Pero cambiad por un momento la perspectiva, y vedlo desde la otra: ¿os imagináis un mundo en donde los defectos no fueran sino rasgos de personalidad que pueden gustar más o menos, pero que no estuvieran sujetos al continuo escrutinio de quienes nos rodean? Ni buenos ni malos, sólo puntos de conflicto de intereses. Y, por un momento, pensad que encontraseis a alguien que, en lugar de juzgarlos como cosas de vosotros que no les gustasen, separando y dividiendo de manera ficticia vuestra personalidad, sólo vieran una persona completa a la que permitir expresarse y comportarse en cada momento como más naturalmente le surgiera su personalidad. Pensad por un momento que alguien os dejase ser vosotros mismos sin ninguna censura. ¿Qué haríais? ¿Creéis que os comportaríais como unos neonazis desatados? Yo tampoco lo creo. De hecho, creo que se reduciría el miedo y la ansiedad que de manera indefectible llevan a la reactividad, a la violencia y al conflicto, tanto internos como externos. Sería bonito poder encontrar a alguien así en nuestras vidas, ¿verdad? Quizá significaría que esa persona nos quiere tanto que se olvida de sus propios malos rollos para poder permitirnos ese espacio de libertad en donde poder SER, sin cortapisas externas e internas. Donde poder descubrirnos y construirnos. Una bonita utopía.

            Es indudable que la primera parte del texto es cierta, es en la que vivimos hoy en día y la que nos hemos ganado para quien quiera cogerla y vivirla. Y creo que es el camino para poder encontrar el siguiente paso, la siguiente parte de mi texto, en el que poder encontrarnos a nosotros mismos y permitir a quienes nos rodean que también lo hagan. Creo que estamos en ello, y por eso, y por otros detalles, sigo pensando que el ser humano, a pesar de los vaivenes, sigue avanzando hacia delante. Hacia algo mejor de lo que ya hemos alcanzado.

 

Alberto Martínez Urueña 10-10-2018

lunes, 8 de octubre de 2018

Drogas y espinos


            Suelo llevar las orejas bien abiertas porque nunca sé cuándo pueden caer dentro nociones e ideas que me ayuden a explicar un poco mejor el mundo en el que vivo. Intento hacer un buen filtrado de lo que me llega porque con la información, así en bruto, puedes sufrir indigestiones e incluso envenenamientos. El gran mal de la era en que vivimos, el del atragantamiento de datos a que nos ha llevado la digitalización de nuestro entorno unido a la mercantilización del sistema social desde el sistema económico, produce el mismo nivel de ignorancia que el analfabetismo. Ambos se pueden evitar aprendiendo a leer; en este último caso, aprendiendo bien las reglas lingüísticas, y en el primero, introduciendo los criterios de la sana lógica.

            Comentaba con un buen amigo este mismo fin de semana que la llegada de Internet, las redes sociales y el acceso a un volumen de información muy superior al que el ser humano puede gestionar nos ha traído, lejos de aquella emancipación del individuo frente a la manipulación interesada de los poderes fácticos, la esclavitud de nuestra propia necesidad de información en la búsqueda una neurótica seguridad. Todos tenemos clara la necesidad de buscar un cierto nivel de objetividad y de no creer la verdad unívoca una sola fuente, pero en la práctica esto no sólo ha traído beneficios. Si bien es cierto que ha servido para ayudarnos a no asentir cerrilmente ante las afirmaciones de líderes de dudosas intenciones, aumentando la independencia individual y el empoderamiento personal, también corremos el riesgo de caer en la soledad y el enfrentar los obstáculos con las únicas herramientas y capacidades propias, lejos de la ayuda del grupo incondicional. La incondicionalidad, de hecho, se ve como un defecto propio de personas necias. Hoy en día, por nuestra necesidad de cómoda seguridad, buscamos la información que nos da la razón de forma positiva –y nos jaleamos en los argumentos pueriles de tertulianos y columnistas de usar y tirar–, y de forma negativa –e hiperreaccionamos como adictos a los que les quitan su dosis de hiperseguridad–. La edad de la información se ha convertido para muchos en la edad de la desinformación y la soledad, les ha llevado a ser individuos con la mente incapaz de no saltar de un lado para otro, totalmente descentrada y dirigida por otros; individuos que, en un afán por encontrar su propia identidad, han construido fronteras inamovibles con el resto para evitar que sus influencias puedan suponer un desprestigio a ojos de su propia autoestima y su noción de identidad.

            ¿Por qué ha sucedido esto? Sobre todo, por la distorsión neurótica que lleva de ver a los seres humanos como una parte más de nuestras vidas complejas en la que nos enriquecemos mutuamente a unos enemigos que amenazan y que nos complican la vida trayendo incomodidades. Pero no sólo, sino también a medir las relaciones conforme a un análisis de coste-beneficio en las que troceamos nuestra vida y la del contrario y las analizamos en un laboratorio distópico que supone aplicar el método científico a dichas relaciones personales. Esto nos lleva a cometer varios errores de bulto. El primero de todos es trocear algo que es indivisible como son las personas. No somos divisibles, no vale eso de “me quedo con lo bueno que tiene esta persona, pero lo malo que se lo queden otros”. Eso les empobrece a ellos, pero también a nosotros mismos, porque cuando hablamos de seres humanos, el conjunto es superior a la suma de las partes.

            De este troceo, unido al análisis científico de las relaciones, nos viene el segundo error de bulto: medir a las personas en base a criterios económicos. Analizar al otro conforme a un sistema de ingresos y gastos que puede parecer muy lógico, pero que es el primer paso para instrumentalizar a los seres humanos. Instrumentalizar a un ser humano no es verle con forma de llave inglesa; consiste en considerarle un instrumento al servicio de nuestros propios intereses. Por supuesto, hay que elegir las amistades, pero tampoco se puede elegir o rechazar a las personas única y exclusivamente en función de la incomodidad que supongan. Ojo, no hablo de ser un santo varón, pero el rechazo a otra persona ha de venir marcado por otros criterios diferentes que no impliquen que nos convirtamos, a nosotros y al resto, en lo que no somos.

            No tengo nada en contra de la era digital, lo he dicho muchas veces, ni tampoco tengo nada en contra de la economía. Estamos en un proceso bestial de cambio, en una nueva revolución como antes lo fueron las revoluciones industriales y sinceramente creo que los seres humanos hemos logrado grandes cosas, pero siempre están los riesgos, como con la energía nuclear y las bombas atómicas. La desinformación, la mercantilización de las relaciones humanas… Son los principales riesgos a los que nos enfrentamos por un sencillo motivo: en ambas encontramos la droga que nos distorsiona la realidad y el alambre de espino que nos aísla del resto y nos convierte en enemigos del tesoro más preciado que tenemos desde que nacemos hasta que nos morimos. Ni más ni menos que del resto de seres humanos y de nosotros mismos ya que nos roban la empatía y convierten el sufrimiento, tanto el propio como el ajeno, en algo tolerable.

 

Alberto Martínez Urueña 8-10-2018

miércoles, 3 de octubre de 2018

Las medidas de la balanza


            Una cuestión nada baladí que siempre me está rondando la cabeza hace referencia a qué fue antes, si el huevo o la gallina. Me explico: ¿los medios de comunicación se hacen eco de las principales preocupaciones ciudadanas, yendo allí donde se encuentra la noticia que a nosotros nos importa; o, por el contrario, la preocupación de los ciudadanos viene determinada por las noticias que los medios de comunicación deciden llevar a sus portadas?

            Hay que aceptar una realidad y es que los medios de comunicación son empresas destinadas a obtener cuantos más lectores o espectadores mejor, y que utilizarán todos los medios a su alcance para lograrlo. No hablo de falsear información, porque eso es un delito, pero tengo claro que las líneas editoriales vienen determinadas por cuál es el producto que sus consumidores esperan. Que no fuera de esta manera sería admitir, por ejemplo, que un restaurante mexicano en Madrid condimentara sus alimentos con la misma cantidad de picante que toleraría un mexicano de pura cepa. Todos sabemos que los medios de comunicación no son completamente asépticos, y la prueba la tenemos en que todos nos creemos que los nuestros sí que lo son, pero no los contrarios.

            De la misma manera, cuando en unas rotativas, o en el consejo de informativos de una cadena o de una radio, se decide cuánto tiempo se va a dedicar a una noticia determinada en relación con otra, esa decisión tampoco es aséptica. De no ser así, a ninguno de los referenciados en las noticias les importaría salir antes o después que otro, o con una u otra cantidad de tiempo: la percepción del espectador es importante en todos sus detalles, y las negociaciones en caso de debates políticos cuando llegan las elecciones y nuestros representantes tienen a bien someterse a uno de ellos televisado o radiado es más que paradigmático y escenifica perfectamente el poder de los medios.

            Ojo: los medios de comunicación son, en parte, rehenes de los generadores de noticias; es decir, de alguna manera, están a expensas de que tal o cual político quiera hacer tal o cual comunicado. Y, desde luego, está bien que nos hagan llegar el comunicado que sea porque vivimos en un Estado de Derecho en donde, entre otros, el derecho a la información ha de ser efectivo y ellos, como representantes del llamado Cuarto Poder, son los responsables de llevarlo a cabo. O al menos, eso parece.

            Otra cosa bien distinta, y aquí entro en la disquisición concreta, es que, sobre un determinado tema, se quemen los horarios enteros y tengamos tertulianos hasta en la sopa analizando el contexto y explicándonos los pormenores y las variables que, de acuerdo a su criterio, explican los hechos. Horas y horas en los que unos y otros tratar de aproximarnos a las múltiples perspectivas que ofrece la actualidad. Y tampoco estoy en contra de ello. Sin embargo, cuanto más tiempo ocupan en una noticia determinada, menos tiempo dedican a otras, y nuevamente entramos en esa posible distorsión de la realidad en la que la balanza de qué es más importante se ve condicionada por los medios. Aquello de lo que más se hable será lo que más importa. Y ésta es la auténtica tragedia, porque los criterios que utilicen para determinar qué cosa va a ser de la que más hablen no tiene por qué obedecer a la auténtica relevancia para el ciudadano medio, sino a lo que más venda. Y estas dos variables no tienen por qué coincidir.

            El tema catalán, después de tanto tiempo, ha dejado de hacerme gracia. No es que yo sea un experto, pero desde un punto de vista constitucional y de Derecho el tema se agota leyéndote la propia Constitución. Y si no quieres hacerlo, preguntándole a un catedrático de Derecho Constitucional. Si quieres independizarte, sólo hay dos vías, y las dos pasan por un referéndum a nivel nacional. Y además, por la reforma de la Constitución del artículo ciento sesenta y ocho. Así que hasta que los independentistas catalanes no cuenten con las mayorías ahí referenciadas, el debate es estéril, porque fuera de la Constitución no hay nada posible.

            Así, solventado de un plumazo cualquier debate, machacada al instante la urgencia de esta historia, podríamos empezar a hablar de lo importante. Por ejemplo, que la pobreza infantil afecta en España a uno de cada tres niños, que ocho millones seiscientas mil personas se encuentran en situación de exclusión social, que se nos mueren al año dos mil trescientas personas por suicidio y otras ocho mil lo intentan pero no lo consiguen, que los desahucios siguen existiendo con su realidad colateral de sufrimiento, que las políticas de higiene y salud pública para evitar que nuestros adolescentes se envenenen todos los fines de semana son absolutamente ineficaces, que la ludopatía está aumentando a marchas forzadas o que las mujeres siguen siendo asesinadas sin que las medidas que se reclaman por los expertos obtengan ninguna fuente de financiación relevante. Dicho esto, perdonadme si no entro al tema del process de los cojones, pero tengo otras cosas más interesantes en las que pensar. Y todo este texto está escrito sin creer en la mala intención de nadie, porque si se estuviese utilizando un debate que no existe para que la gente no se centrase en lo que verdaderamente está ocurriendo ahí fuera, me pondría mucho más triste de lo que ya me pongo cada vez que se me ocurre salirme del discurso oficial de las portadas.

 

Alberto Martínez Urueña 3-10-2018