Acababa mi
último artículo con una postdata en la que utilizaba un término del que quizá
no hayáis oído hablar: Mindfulness. Uso la palabra anglosajona muy a pesar mío,
pero el castellano no tiene la capacidad de aglomerar en una única palabra
varios conceptos, al contrario de lo que hacen los idiomas germanos y
anglosajones. Mindfulness. La traducción que generalmente se admite es la de
Atención plena, aunque etimológicamente iríamos a Mente llena de nada. Es
decir, vaciar la mente de contenidos que no tengan que ver con la atención
plena en el instante presente. Esta podría ser una definición más o menos
aproximada.
¿Qué
conseguimos con eso? En primer lugar, no tener la mente hiperocupada en mil
cosas. O pretender tenerla, porque en realidad, eso de la multitarea, en el
caso humano, es imposible, además de una absurda distopía –iba a poner utopía,
pero lograrlo sería una completa desgracia, por mucho que haya a quien le atraiga
la idea– en donde pretenden sumergirnos para exprimirnos hasta dejarnos más
secos que la mojama. Por supuesto, no tener la mente hiperocupada es fabuloso:
quitamos estrés de en medio y automáticamente nuestro cuerpo se relaja.
Comprobamos los efectos de la mente sobre la materia física, ya que el estrés
mental produce, científicamente demostrado, contracturas físicas, acidez de
estómago, hipertensión… Luego, puedes irte a cuestiones más heterodoxas sobre
cómo las tensiones mentales producen rigideces físicas y estas pueden degenerar
en enfermedades como el cáncer, pero como respecto a eso no puedo confirmar que
haya evidencias científicas, me callo.
Cualquiera
que haya leído sobre el tema y no sea un completo descreído y un cínico, corre
el riesgo de que se le pongan los dientes largos imaginándose cuestiones esotéricas
sobre el poder mental o capacidades ocultas, y eso sin entrar en sanaciones
milagrosas e iluminaciones búdicas. Luego, cuando profundizas, ya la cosa
cambia, porque sencillo esfuerzo de reservar media hora para hacer algo que en
realidad se puede definir, a ojos de un lego, como no hacer nada, hay a quien
le pone los pelos de punta. ¿Media hora sin hacer nada? Media hora
desaprovechada. Da igual que los últimos estudios científicos defiendan las
bondades de estas prácticas: a la hora de la verdad, hay series que ver, copas
que tomar, páginas chorras que consultar, onanismos mentales que transgredir y,
por supuesto, intentar ser supereficiente para que no se queden ninguna de esas
cosas sin hacer.
Pero no acaba
aquí el problema que subyace. No, por dios, eso es imposible, porque hay
alguien mirando. Hay alguien que siempre está vigilando y buscando cómo
aprovecharse de todo aquello sobre lo que sus pupilas caen. No hablo de Sauron,
ya que tendría que haber utilizado el singular, al ser un único ojo. Esto deja
fuera también a Polifemo y el resto de posibles cíclopes con los que os crucéis
por la calle. No, no, hablo de algo peor: los gestores de recursos humanos de
las empresas.
Ellos ya han
visto un filón en esto del Mindfulness. ¿Trabajadores con una capacidad de
concentración superior? Suena a superhéroe, ¿verdad? Trabajadores más
eficientes, con mayor capacidad para asumir mayores cargas de trabajo. Ya no
sólo para poder hacer el mismo trabajo en menos tiempo, sino para que ese
tiempo que queda liberado pueda ser ocupado con más trabajo, y así poder
reducir costes salariales, que es la forma educada de decir al trabajador menos
eficiente –en España, al que peor te caiga, aunque sea el que más curra– que
tiene la suerte de poder dedicar su tiempo a nuevas labores en empresas que
sepan aprovechar sus capacidades. Es decir, a la precariedad y al paro. Vamos,
a la mierda. Porque a la empresa no le interesan las cuestiones sociales, le
interesan los costes y los ingresos. Sed bienvenidos a la utilización de algo
bueno para el ser humano en beneficio de las grandes corporaciones: al final no
nos reducen el estrés, sino que aumentan nuestra carga laboral. ¿Os resulta
familiar? Esto, unido a lo que ya he expuesto en mis últimos textos sobre cómo
pretenden influir en nuestros canales bioquímicos de la motivación y el placer
creo que deja suficientemente claro por qué creo que el capitalismo tal y como
está concebido hoy en día es nuestra principal baza para irnos todos –porque
todos lo sostenemos con nuestras decisiones de consumo– al infierno.
Que cada cual
haga lo que quiera, que para eso estamos. Sólo las cosas sobre las que tomamos verdadera conciencia, tal y como me
decía Fito –no Cabrales– son las que nos producen un cambio real –y, cuidado,
inevitable–. Si la inmensa mayoría prefiere aplicar el utilitarismo y la
eficiencia a todo lo que toca, puede hacerlo. De hecho, lo hacen. Es como lo
del tema de salir a correr –odio la palabra running y todas sus derivaciones– y
hacerlo por algún motivo subsiguiente. Hay quien sale para desconectar –quizá
su vida apesta–, para liberar endorfinas –cual vulgar drogadicto– o para
adelgazar –porque es incapaz de controlar la gula–, y a pesar de los
comentarios jocosos, me parecen motivos respetables, pero que no se engañen. A
mí, hace poco me preguntaron por qué salía a correr –guiño a mi amigo José de
la Lama–. Y mi respuesta fue simple: para correr. Y así, con todo.
Alberto Martínez Urueña
23-02-2018