viernes, 23 de febrero de 2018

Que no nos engañen


            Acababa mi último artículo con una postdata en la que utilizaba un término del que quizá no hayáis oído hablar: Mindfulness. Uso la palabra anglosajona muy a pesar mío, pero el castellano no tiene la capacidad de aglomerar en una única palabra varios conceptos, al contrario de lo que hacen los idiomas germanos y anglosajones. Mindfulness. La traducción que generalmente se admite es la de Atención plena, aunque etimológicamente iríamos a Mente llena de nada. Es decir, vaciar la mente de contenidos que no tengan que ver con la atención plena en el instante presente. Esta podría ser una definición más o menos aproximada.

            ¿Qué conseguimos con eso? En primer lugar, no tener la mente hiperocupada en mil cosas. O pretender tenerla, porque en realidad, eso de la multitarea, en el caso humano, es imposible, además de una absurda distopía –iba a poner utopía, pero lograrlo sería una completa desgracia, por mucho que haya a quien le atraiga la idea– en donde pretenden sumergirnos para exprimirnos hasta dejarnos más secos que la mojama. Por supuesto, no tener la mente hiperocupada es fabuloso: quitamos estrés de en medio y automáticamente nuestro cuerpo se relaja. Comprobamos los efectos de la mente sobre la materia física, ya que el estrés mental produce, científicamente demostrado, contracturas físicas, acidez de estómago, hipertensión… Luego, puedes irte a cuestiones más heterodoxas sobre cómo las tensiones mentales producen rigideces físicas y estas pueden degenerar en enfermedades como el cáncer, pero como respecto a eso no puedo confirmar que haya evidencias científicas, me callo.

            Cualquiera que haya leído sobre el tema y no sea un completo descreído y un cínico, corre el riesgo de que se le pongan los dientes largos imaginándose cuestiones esotéricas sobre el poder mental o capacidades ocultas, y eso sin entrar en sanaciones milagrosas e iluminaciones búdicas. Luego, cuando profundizas, ya la cosa cambia, porque sencillo esfuerzo de reservar media hora para hacer algo que en realidad se puede definir, a ojos de un lego, como no hacer nada, hay a quien le pone los pelos de punta. ¿Media hora sin hacer nada? Media hora desaprovechada. Da igual que los últimos estudios científicos defiendan las bondades de estas prácticas: a la hora de la verdad, hay series que ver, copas que tomar, páginas chorras que consultar, onanismos mentales que transgredir y, por supuesto, intentar ser supereficiente para que no se queden ninguna de esas cosas sin hacer.

            Pero no acaba aquí el problema que subyace. No, por dios, eso es imposible, porque hay alguien mirando. Hay alguien que siempre está vigilando y buscando cómo aprovecharse de todo aquello sobre lo que sus pupilas caen. No hablo de Sauron, ya que tendría que haber utilizado el singular, al ser un único ojo. Esto deja fuera también a Polifemo y el resto de posibles cíclopes con los que os crucéis por la calle. No, no, hablo de algo peor: los gestores de recursos humanos de las empresas.

            Ellos ya han visto un filón en esto del Mindfulness. ¿Trabajadores con una capacidad de concentración superior? Suena a superhéroe, ¿verdad? Trabajadores más eficientes, con mayor capacidad para asumir mayores cargas de trabajo. Ya no sólo para poder hacer el mismo trabajo en menos tiempo, sino para que ese tiempo que queda liberado pueda ser ocupado con más trabajo, y así poder reducir costes salariales, que es la forma educada de decir al trabajador menos eficiente –en España, al que peor te caiga, aunque sea el que más curra– que tiene la suerte de poder dedicar su tiempo a nuevas labores en empresas que sepan aprovechar sus capacidades. Es decir, a la precariedad y al paro. Vamos, a la mierda. Porque a la empresa no le interesan las cuestiones sociales, le interesan los costes y los ingresos. Sed bienvenidos a la utilización de algo bueno para el ser humano en beneficio de las grandes corporaciones: al final no nos reducen el estrés, sino que aumentan nuestra carga laboral. ¿Os resulta familiar? Esto, unido a lo que ya he expuesto en mis últimos textos sobre cómo pretenden influir en nuestros canales bioquímicos de la motivación y el placer creo que deja suficientemente claro por qué creo que el capitalismo tal y como está concebido hoy en día es nuestra principal baza para irnos todos –porque todos lo sostenemos con nuestras decisiones de consumo– al infierno.

            Que cada cual haga lo que quiera, que para eso estamos. Sólo las cosas sobre las que tomamos verdadera conciencia, tal y como me decía Fito –no Cabrales– son las que nos producen un cambio real –y, cuidado, inevitable–. Si la inmensa mayoría prefiere aplicar el utilitarismo y la eficiencia a todo lo que toca, puede hacerlo. De hecho, lo hacen. Es como lo del tema de salir a correr –odio la palabra running y todas sus derivaciones– y hacerlo por algún motivo subsiguiente. Hay quien sale para desconectar –quizá su vida apesta–, para liberar endorfinas –cual vulgar drogadicto– o para adelgazar –porque es incapaz de controlar la gula–, y a pesar de los comentarios jocosos, me parecen motivos respetables, pero que no se engañen. A mí, hace poco me preguntaron por qué salía a correr –guiño a mi amigo José de la Lama–. Y mi respuesta fue simple: para correr. Y así, con todo.

 

Alberto Martínez Urueña 23-02-2018

miércoles, 21 de febrero de 2018

La hipereficiencia de la estupidez


            Los viajes en tren, ya no tan frecuentes, dan para poder leer alguna de esas noticias que tienes guardada y para la que no sacas tiempo. Me gusta leer sobre tecnología, y gracias a eso, he podido enriquecer mis criterios sobre estos temas, y descubrir cómo múltiples trabajadores –en realidad, extrabajadores– de compañías tecnológicas como Google, Facebook o Apple, tenían sus reticencias con respecto a esa tecnología que vendían, e incluso, con el tiempo, se arrepintieron de algunos de sus productos o implementaciones de los mismos. Hablo de la función compartir, de la función “Me gusta” y algunas otras que, dicho por ellos mismos, cito, explotaron "una vulnerabilidad de la psicología humana" y añade que trabajaron de forma consciente para que todas las interacciones tuvieran un efecto similar a la dopamina, un neurotransmisor relacionado con la sensación de placer y recompensa en el cerebro. "Teníamos que dar un poquito de dopamina cada rato. O bien porque alguien había dado a me gusta o porque habían comentado tu foto", matiza. Lo dice todo, y el que no quiera verlo, es porque se ha arrancado los ojos. Cuidado, porque esto que pretendieron explotar en este caso es la base de todas las teorías de marketing que se utilizan para que los escaparates te atrapen, para que pagar con tarjeta –o mediante un click en una página web– duela menos que al contado, o para que al entrar en una tienda, el ritmo de la música te atrape con su alienante frenesí.

            Leía, como os digo, noticias de tecnología, y me encontré con varias que quería comentar con vosotros. Varias de ellas hablaban de calendarios y aplicaciones para poder ser más ordenado, o en realidad, como reconocían a lo largo del artículo, ser más productivo con tu tiempo. Seguro que habrá quien piense que esto es objetivamente positivo: la capacidad para ordenar tu vida de una forma en que te dé tiempo para hacer más cosas en el mismo tiempo, y así aprovecharlo y que no se te escape entre los dedos.

            Otra noticia más hacía referencia a esas aplicaciones que te permiten entrenarte sin necesidad de salir de casa, haciendo determinados ejercicios y determinadas rutinas que puedes realizar en solitario, sin necesidad de trasladarte al gimnasio y poder sacar el tiempo necesario para llevar un estilo de vida lo más saludable posible. No en vano, existen multitud de artículos en Internet que abogan por la necesidad de hacerlo, y así poder tener una vida mucho más plena y más sana, y lo positivo que resulta, cuando sales de la oficina, dedicar unas horas de la semana a quemar unas cuantas calorías. Además, si consigues quitarte esos kilitos de más, pues estupendo.

            Continuando por este periplo en la red, me encontré también con aplicaciones de agregados de noticias, los cuales hacen una búsqueda por y para ti, para ahorrarte el tiempo de tener que hacerlo y poder dedicarte a lo importante. Ellos deciden, en base a esos análisis del Big Data que extraen de tu historial de navegación, cuáles pueden ser las noticias que sean de tu interés –añadiéndolas, por supuesto, esos útiles anuncios sobre posibles productos de compra que siguen fielmente las últimas búsquedas que has realizado–, discriminándolas de aquellas que no se ajusten a tus inclinaciones políticas, temáticas o sociales.

            Llegados a este punto, no porque llegase a la estación del Campo Grande, preferí dejar la lectura y relajarme sobre el asiento. Mirar por la ventana, y ver ese paisaje que tantas veces he contemplado, del pinar de Antequera y sus estribaciones por Viana de Cega, y luego los barrios del Sur de mi ciudad. Así, de paso, dejaba de pensar que el mundo se iba a la mierda, cuando en realidad lo que me puede pasar es que me estoy haciendo viejo y no entiendo las nuevas tendencias. Quizá el cambio de paradigma de lo analógico a lo digital no sea tan malo, por mucho que a mí, ciertas cuestiones que leo en Internet me pongan los pelos de punta.

            Ser eficaz con tu tiempo es una cosa estupenda, siempre y cuando el tiempo que luego te sobra lo utilices de forma apropiada. Si para lo único que sirve es para afrontar una nueva actividad que puede retroalimentar esa sensación de que no te da tiempo a nada, y a la necesidad pueril de ser aún más eficiente, es mejor ser un patán y hacer las cosas con calma. Y lo que no de tiempo, se queda sin hacer. No hay nada más importante que el sosiego y la tranquilidad, y lo demás, son mierdas empresariales que nos han metido en la cabeza a golpe de publicidad irresponsable e interesada.

            Llevar una vida sana por supuesto que es fabuloso, siempre que no se convierta en una obsesión de gimnasio que te lleve por la calle de la amargura porque tienes que ir deprisa y corriendo, intentando ser supereficiente con tu tiempo, y que puedas hacer de todo en las veinticuatro horas del día. Lo que ganas por un lado, lo pierdes por otro, y si luego sólo duermes cuatro, o a lo sumo cinco, no importa: eso es muy español y mucho español, y a fin de cuentas, dormir está sobrevalorado y es una pérdida tiempo.

            No te digo ya lo de que los agregadores de noticias te ahorren tener que buscar la información que se ajusta a tu perfil. Te puedes evitar leer o escuchar a personajes que piensan diferente y así poder seguir viviendo en esa arcadia feliz en donde el mundo es justo lo que a ti te parece que debería ser. Y toda esa gente que opina diferente, sólo son imbéciles incapaces de ver la realidad. Y además, seguro que no saben gestionar su tiempo.

 

Alberto Martínez Urueña 21-02-2018

 

PD.: se ha puesto muy de moda eso del Mindfulness para poder ser aún más hipereficiente, y lo están usando incluso las empresas para explotar a sus trabajadores y que no se muevan de sus sillas, pero esto merece al menos un artículo completo. Ahí lo dejo.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Bioquímicamente condicionados


             Hace unos días debatía con mi amigo escritor – un fenómeno, os recomiendo cualquiera de sus libros– sobre la libertad de decisión de consumo de los seres humanos en este mundo occidental en el que nos movemos. Da gusto poder hablar con alguien a quien le gusta recapacitar sobre las cuestiones importantes de la vida, por cierto, porque te impulsa a profundizar en campos en los que puedes andar escaso de cimientos.

            Mi teoría al respecto de la libertad de elección en los diferentes mercados en los que interaccionamos como demandantes es que hay que buscar cuáles son los intereses de los oferentes, es decir, esas marcas que todos tenemos en la cabeza, cuando se gastan un gran porcentaje de sus beneficios en agresivas campañas de publicidad –los anglosajones lo llaman marketing–. Y a este respecto, podemos hacernos las películas mentales que queramos, pero su principal objetivo, su leitmotiv, su razón de ser no es otro que maximizar sus beneficios para garantizar su propia supervivencia. Es decir, pueden buscar, como segunda opción a maximizar, la satisfacción de las necesidades de sus clientes, la estabilidad emocional de sus trabajadores o las buenas prácticas empresariales con respecto al medioambiente, pero la primera de todas sus opciones será sobrevivir, y para eso, necesitan maximizar su beneficio.

            Este objetivo, el de la supervivencia, me parece absolutamente legítimo, y en el caso de los seres humanos, de hecho, me parece el principal de los objetivos, salvo casos extraordinarios en los que antepongas la vida de otros a la tuya propia. ¿Es un objetivo igual de legítimo en el caso de las empresas? La prepotencia del ser humano es infinita, y entre otras barbaridades que nos lleva a cometer, es considerarnos diferentes al resto de los seres vivos que campan por el planeta. Si os hablo de Pavlov a lo mejor os viene a la cabeza aquel experimento que realizó con sus perros en el que, provocados por un determinado estímulo condicionado con la obtención de una recompensa, en ese caso una campana y algo de comida, consiguió que, eliminada la comida, siguieran salivando ríos de babas cada vez que escuchaban el sonido de la campana. Nosotros no somos perros, eso está claro, y tenemos nuestras cabezas pensantes para poder discernir que, por mucho que suene la campana, no le vamos a hincar el diente a la carne si algún principio moral o ético nos dice que no es lo más correcto. Si yo fuera un Pavlov empresarial, lo tendría claro: pondría todos mis esfuerzos en hacer que la campana sonara lo más fuerte posible, y al mismo tiempo, eliminaría todos los obstáculos –por ejemplo, criterios morales– que pudieran producir que mis clientes potenciales vieran mi producto como algo pernicioso. Y además, si eliminar esos criterios morales también fuera visto como algo pernicioso, intentaría ocultarlo como fuera. Me permito citar aquí, por ejemplo, todos los esfuerzos que durante años realizaron las empresas tabaqueras en Estados Unidos para ocultar los informes médicos que establecían una relación causal inequívoca entre el consumo de su producto y las muertes por cáncer. Igual que los estudios sistemáticamente silenciados sobre la relación causal inequívoca entre el azúcar y la diabetes, la obesidad y la hipertensión arterial. O los estudios sobre el diésel y sus perjuicios sobre la salud pública, así como los informes de las grandes automovilistas y las emisiones de sus vehículos. No hace falta irse a las fábricas textiles de indonesia y reclamar mayor control sobre el trabajo infantil, cuestiones puestas en tela de juicio por empresarios por todos conocidos en los que se lavan las manos a través de subcontrataciones en el país de origen.

            El circuito bioquímico que determina los procesos de deseo y placer son ampliamente conocidos y están perfectamente documentados en multitud de estudios. Cómo funciona la dopamina para estimularnos ante algo deseado, y cómo funcionan las endorfinas parar recompensarnos una vez conseguido ese objeto del deseo está más que contrastado. Cuestiones tales como la lucha por el alimento o por la reproducción se basan en esta premisa, y en estas cuestiones, nuestro cuerpo funciona exactamente igual que el de un perro, un gato o un cerdo. El hambre no depende de nuestra cuenta corriente ni de nuestros criterios morales, y las ganas de un vis a vis con alguien que cumpla determinados criterios estéticos tampoco. Imaginaos que las grandes empresas multinacionales de nuestra sociedad capitalista encontrase la forma de sustituir alimento y sexo por sus productos: nos veríamos igualmente inclinados a consumir teléfonos móviles de gama alta, vehículos último modelo, tecnología avanzada, comida procesada, bebidas azucaradas, compras compulsivas, rebajas… Todo, cosas de las que no depende nuestra supervivencia, pero que su carencia puede llevar a generar una auténtica crisis de angustia a determinadas personas: hay quien tiene la firme creencia que su felicidad depende de lograr alguno de los ejemplos expuestos. Y si no es firme su creencia, su angustia se encarga de que no olvide que ha de conseguirlo.

            Todo esto está documentado, no es una teoría de la conspiración que haya publicado Iker Jimenez en Cuarto Milenio. El último estudio que he localizado habla de cómo las redes sociales han convertido la búsqueda de información y la consecución de “me gustas” en alimento y sexo, activando el mismo circuito biológico de deseo y satisfacción. Ante este panorama, seguir argumentado que somos individuos plenamente libres es admisible, por supuesto, pero el titánico esfuerzo que supone no verse condicionado por todo lo anteriormente expuesto puede suponer que la inmensa mayoría de individuos prefieran mirar para otro lado y seguir viviendo en una arcadia feliz bioquímicamente manipulada, viviendo un “Sí a las drogas” inconsciente.

 

Alberto Martínez Urueña 7-02-2018