viernes, 23 de junio de 2017

Los límites de la incoherencia política


            Cuando observas las cuestiones políticas del día a día, uno de los puntos que siempre surgen como un mar de fondo, oculto pero moviendo las aguas, es la cuestión de la coherencia programática. No hablo sólo de coherencia en sentido estricto, sino también de hasta dónde hay que llevar la coherencia ideológica en los procesos de negociación con otras fuerzas políticas. Está de moda esta temática por dos motivos.

            El primero de ellos tiene ver con la coherencia y los límites que marcan dos de los partidos políticos del arco parlamentario, Ciudadanos y Podemos, en esos procesos de negociación. Es perfectamente clara la distancia entre ambos, sobre todo en el aspecto económico, por supuesto, pero también en el modelo territorial que plantean; y derivado de esto, en la forma de enfrentarse a los problemas que hoy en día se plantean. Ya sabéis, lo del tema catalán, que, teniendo en cuenta la proyección mediática que siempre tiene, podríamos inferir que tiene más importancia que la pobreza energética o la malnutrición infantil. Así es nuestro país, y así son nuestros medios de comunicación.

            Ciudadanos y Podemos emergieron hace ya demasiado tiempo la esperanza en aquel proceso que se denominó de “regeneración de la vida política en España”. Parecía que alguien, por fin, habían comprendido que hay problemas en este país que están más allá de las guerras partidistas y de las ideologías, de los cálculos electorales y del afán de poder, de los egos de sus líderes y de las hipocresías electorales. Pero lo primero que hicieron, en lugar de intentar llegar a puntos de acuerdo sobre problemas fundamentales de la vida pública en España y que los anteriores gobiernos no habían tenido los redaños de afrontar –de hecho, muchos de esos problemas les habían causado ellos–, fue ponerse vetos los unos a los otros sin dar más explicaciones que los sempiternos discursos huecos repletos de palabras vacías.

            Hoy en día siguen igual, con las mismas trampas dialécticas cuando se les requiere para llegar a acuerdos básicos que permitan echar a una –esto no es mío, viene de autos judiciales firmados por jueces de este país– organización criminal del poder ejecutivo que nos está robando el futuro a todos los españoles. Antes de que nadie argumente la buena gestión económica, diré que la corrupción es una muy mala gestión económica para cualquiera que no participe del chanchullo. Es decir, la mayoría. España va a seguir siendo España, incluso mejor de lo que ya es si les damos la oportunidad de batirse el cobre a los miles de autónomos y Pymes que están al margen o sufren las consecuencias de estas políticas de caciquismo y amiguetes en las que se ponen de acuerdo unos pocos para enriquecerse a costa de todos.

            Precisamente por eso hablo de acuerdos mínimos y básicos que permitan reconstruir unas bases estructurales lógicas, y que más adelante, la ciudadanía decida nuevamente, a través de sus votos, si la mayoría prefiere derechas o izquierdas, liberales, conservadores, socialdemócratas o colectivistas. Ésta es la única salida que tenemos, entender que la coherencia política no está reñida con la negociación, la renuncia y las decisiones equidistantes, siempre que sean honestas y solventen el mayor problema estructural de España y que más preocupa a los ciudadanos: la corrupción.

            La coherencia política, por lo tanto tiene unos límites más amplios de lo que estos dos partidos pretenden hacernos creer. Al otro lado, tenemos la incoherencia desvergonzada, la falta absoluta de honestidad con la palabra dada y la irrelevante consistencia de su discurso. El Partido Popular, precisamente por ser una amalgama de partidos en la que se dan unas relaciones políticas contra natura, únicamente puede tener como eslogan ser la verdadera y única derecha en España, aunque eso no tenga por qué significar nada en absoluto. Analizando las medidas adoptadas por sus sucesivos y diferentes gobiernos entiendes que los partidos democristianos conservadores no tienen por qué ser liberales y bajar impuestos –salvo si se acercan elecciones, para después volver a subirlos–, entiendes que ser democristiano puede significar ser absolutamente despiadado con las urgencias de las clases más desfavorecidas –aquilatando en la misma balanza malnutrición infantil con libertad de empresa– o entiendes que la defensa a ultranza del orden establecido no está reñido con la falta de resolución de la flagrante insuficiencia de medios personales y materiales que sufren los órganos controladores de este país. Incoherencias evidentes.

            La última incoherencia de Mariano y sus caballeros de la tabla cuadrada se deduce de la defensa absoluta e incondicional de nuestra Constitución para defender la unidad de España –palabras huecas para evitar matizar cómo articulamos esa unidad que yo defiendo y así no entrar en detalles que puedan poner en tela de juicio el modelo unívoco que ellos defienden y que tiene alternativas–, pero justificar saltársela para hacer una amnistía fiscal en base a una situación económica, la que fuese, y así declararse abiertamente en rebeldía con esa misma constitución. Os recomiendo escuchar las declaraciones de Mariano en sede parlamentaria. Esta vez, la única coherencia de su discurso ha sido gramatical, semántica y sintáctica –no siempre lo logra–, porque ha quedado suficientemente claro que, en realidad, nuestra Carta Magna sólo le interesa cuando puede utilizarla en su beneficio.

 

Alberto Martínez Urueña 23-06-2017

lunes, 19 de junio de 2017

Cortes sí, pero no sólo

           

            Son cuestiones sobre las que me gusta opinar, y sobre las que creo que no queda más remedio que hacerlo. Sobre todo porque, desde mi punto de vista, metidos como estamos en la rabiosa realidad que no da ni un solo respiro, nos olvidamos de lo que puede ser verdaderamente importante. Ya sabéis que, desde mi punto de vista, pero también desde el punto de vista de ciertos expertos en macroeconomía a los que tuve la suerte de leer durante la licenciatura, la investigación y el desarrollo, el sistema educativo y las infraestructuras son las tres políticas más relevantes para que un Estado o región como Europa tengan un crecimiento económico sostenible a largo plazo tanto desde una perspectiva meramente económica como desde otra perspectiva de sostenibilidad humana y de la casa de todos que es el planeta Tierra.
            Curiosamente, estas tres políticas básicas están relacionadas con el tema que me ocupa y que no es ni más ni menos que los cortes al tráfico en el centro de mi ciudad, Valladolid, así como los cortes en las ciudades europeas con mayor índice de polución atmosférica. Hace falta más investigación y desarrollo para ir avanzando hacia un modelo tecnológico diferente, un modelo basado en una mezcla de fuentes de energía en el que las más limpias cobren la mayor importancia posible, mientras que las más contaminantes sean accesorias a las que recurrir en caso de déficit. Ni siquiera sirve ya como excusa el coste de producirlas pues la disminución de las primeras en los últimos tiempos ha sido ya más que contrastada. Pero los efectos sobre la salud de los ciudadanos es algo que también está fuera de toda duda, con todas esas partículas en suspensión que se filtran en nuestro organismo y, lo más preocupante, en el de los más indefensos: los niños. Es una cuestión de elegir: aire lo más limpio posible en nuestras ciudades, o veneno para los más pequeños emitido a buen precio económico y de comodidad. Y esto no es demagogia; otra cosa es que no queramos verlo. Es otra de esas miopías que sufre los humanos entre el corto y el largo plazo. Toda la investigación respecto al parque móvil, permitiendo que el tránsito desde los vehículos de combustión interna hacia los eléctricos, será bienvenido por mi parte, sin olvidar que los costes de producir esa energía, han de provenir mayoritariamente de fuentes renovables que contaminen lo menos posible.
            El sistema educativo es un gran agujero negro de nuestra sociedad que se traga todas las posibilidades de los más jóvenes. Mientras seguimos anclados en valoraciones sobre la religión en las aulas, o sobre las clases de educación para la ciudadanía, o la forma de fomentar el estudio de los idiomas desde las primeras fases educativas, nos perdemos lo más importante: estructurar un sistema educativo potente en varios aspectos. En primer lugar, huir de los viejos métodos que son sumamente óptimos para determinados niños, pero que producen una gran exclusión de aquéllos para los que tal sistema es nefasto. Esos niños que no son menos inteligentes, pero que con otro método de aprendizaje conseguiríamos mejores resultados. Además, se debería dotar, de una vez por todas, una mejora en las condiciones del profesorado, mejorando el respaldo social a su colectivo, dotándoles de verdaderas herramientas para evitar a los padres descerebrados, aportándoles todos los recursos que necesiten para su labor y facilitándoles de una forma real una formación continua para evitar la obsolescencia en su trabajo. Saldríamos ganando todos, y mediante una buena formación en medio ambiente, podríamos crear unas nuevas generaciones bien informadas y sensibles a la importancia del cuidado de nuestro entorno.
            Con respecto a las infraestructuras, considerándolas también como una parte del desarrollo que derivase de la investigación, deberíamos empezar a plantearnos que nuestras ciudades, así como las interrelaciones entre ellas se realicen de la manera más eficiente posible. Hablo de integrar en la medida de lo posible zonas verdes con edificios bien construidos, con materiales que garanticen su eficiencia energética. No es ningún disparate: países centroeuropeos llevan años fomentando o incluso obligando por vía legislativa a que las casas cumplan estándares que aquí, en España, todavía parecen de ciencia ficción. Por suerte, palabras como Passivhaus están ya disponibles en castellano, desde promociones enteras como la posibilidad de encontrar arquitectos especializados en este tipo de viviendas.
            Nos puede gustar más o menos que nos corten el tráfico, con todas las molestias que ello conlleva. El problema fundamental no es éste, sino que, tal y como estamos acostumbrados en España, no se afrontan los problemas más que desde una perspectiva cortoplacista, en lugar de afrontarlos también a largo plazo, intentando aportar soluciones a los ciudadanos más allá de restringir el uso del automóvil. Es necesaria una verdadera apuesta por un cambio de tecnologías energéticas porque, sea o no verdad la influencia del hombre en el cambio climático –hay más de una postura al respecto–, el perjuicio para el planeta y para nuestra salud es algo que, pienso yo, está fuera de toda duda, y no ponerle solución no deja de ser como si te pegaras un tiro en el pie a cámara lenta: algo bastante absurdo.

Alberto Martínez Urueña 19-06-2017



jueves, 8 de junio de 2017

El susurro de los secretos


            Siendo un tipo dado a estar bastantes horas al día surcando las nubes de mi dispersa conciencia, centrarme y aplicar esas teorías de las que os hablo en mis textos es algo complicado. Sabéis que soy absolutamente crítico con esta fantasía distópica en que el capitalismo rampante que vivimos ha convertido nuestra sociedad: una sociedad basada en ideas únicas implantadas en cada uno de nosotros como un piloto automático insoslayable con la intención de gobernarnos. Pero igualmente soy crítico con esa costumbre de charleta de bar en la que teorizamos sobre la vida y sus desastres, pero en las que somos incapaces de aportar soluciones que poder llevar a cabo en ninguno de sus extremos. Igualmente, ciertos amigos que tenemos un grupo montado, todos nosotros interesados en desconectar ese piloto y aprender a volar de forma autónoma, estuvimos este sábado al respecto. Y alguna conclusión sacamos.

            Salvar el mundo es algo imposible. O al menos, salvarlo en la manera en que Hollywood nos vende en sus películas de superhéroes, en las de guerra o en las de ciencia ficción. Pero sí que es posible mejorar un poco el mundo de cada uno, el propio, con el único objetivo –algunos tildarán lo siguiente de egoísta, pero es lo más altruista que conozco– de vivir una pizca mejor de lo que ya lo hacemos. A fin de cuentas, las ideas que os mando en mis textos, tanto cuando es de política como cuando es sobre temas personales, es lo que pretenden traslucir.

            No pretendo en este texto empezar a hablaros de los intereses de los otros; eso ya lo he hecho largo y tendido. En este os pregunto directamente: ¿cuáles son los vuestros? ¿Cuáles son los vuestros más allá del piloto automático?, ¿más allá de la programación del disco duro?, ¿más allá de los condicionamientos sociales que nos han impuesto desde que nacimos? No hablo sólo de deseos, que quizá también, sino de vuestros objetivos, al margen de la rutina diaria de poder ir tirando y solucionando las cuestiones urgentes e inaplazables que nos acosan.

            La sociedad del piloto automático nos da las respuestas. Nos habla de ideas brillantes hacia las que poder dirigir nuestros pasos; nortes que atrapen nuestras brújulas con su magnetismo; como por ejemplo, la libertad, el amor, la vocación. Nos habla de ideas, nos da palabras, pero sin reconocer el truco que encierran, y es que las palabras sólo son contenedores huecos a los que hay que dotar de contenido; y en una jugada maestra articulada a través de la ingente cantidad de información con la que nos hace zozobrar nos las rellena, y nos dice, de maneras directas e indirectas, con mensajes agresivos, pero también con los subliminales, en qué consiste esa libertad, ese amor, esa vocación. Esta actitud, en esta sociedad de los extremos, en esa sociedad carente de matices, en esta sociedad en donde, en realidad, nos gobiernan a través de nuestros miedos, nos convierte en esclavos ignorantes de serlo. O sabedores racionales de esta realidad, pero incapaces de interiorizarlo para así liberarnos. Movidos por el miedo y por la comodidad, nos dejamos. Y todos esos conceptos de los que hablamos en el bar con nuestros amigos se quedan en simples pinceladas de un cuadro incompleto que no nos atrevemos a terminar. Aunque nos venden las virtudes de ser único entre miles, en realidad nos convierten en una masa seguidora de una idea unívoca. O de múltiples ideas unívocas que, a la postre, nos alejan de esos intereses que son los nuestros, los propios, independientemente de lo que nos hayan dicho, y nos estandarizan para convertirnos en una pieza más de un engranaje que no está a nuestro servicio, sino nosotros al suyo. Adiós libertad auténtica, adiós amor auténtico, adiós vocación auténtica. Sólo nos quedan los sucedáneos

            De aquí viene en realidad la auténtica tragedia de Occidente, la auténtica lacra, el auténtico cáncer. El problema fundamental –hay otros, evidentemente– reside en una insatisfacción latente que, a pesar de haber alcanzado un nivel de satisfacción y seguridad material muy por encima de lo que nuestros abuelos soñaron, descubrimos que no hemos llegado a la meta, que detrás de esa satisfacción material hay una insatisfacción mucho más potente que nos convierte –salvando problemas físicos y bioquímicos– en víctimas de enfermedades tales como la depresión o el vacío existencial. La satisfacción material nos ha convertido en seres más aislados, más vulnerables, más susceptibles a ser atrapados por el miedo. O más bien, que las promesas de esta sociedad consumista no pueden cumplir con las expectativas que generan en nosotros a través de sus relumbrantes anuncios publicitarios.

            Hay que estar muy atento para descubrir los susurros que la vida desliza hasta nuestros oídos; en mitad del ruido que nos acosa es imposible. Sólo en mitad de un silencio en el que nos podamos reconocer, podremos atender a esos secretos. Y sólo a través de ellos encontraremos lo que realmente queremos nosotros, no lo que nos han dicho que tenemos que querer. Y así, podremos dar contenido a esas palabras tan brillantes, esas que nos pueden servir de guía; podremos tomar conciencia de lo que somos y de lo que queremos, arrasados por esa fuerza de quien sabe de verdad, más allá de los espejismos. Y cuando una persona sabe de verdad, sólo tiene dos opciones: seguir por la senda de la insatisfacción anodina y conformista del engranaje donde no hay nada auténtico, o arrojarse hacia el abismo de los caminos nunca hollados, como los locos. Y también como los sabios.

 

Alberto Martínez Urueña 8-06-2017