Cierta
persona, a la que tengo un gran aprecio, me preguntó hace unos días qué había
aprendido de la paternidad. O más bien, que había aprendido de mis hijas. Es
una persona –él sabe quién es, no necesita su nombre en el texto– que sabe de
sus defectos, pero también sabe de sus virtudes, y una de ellas es una gran
claridad a la hora de decir las cosas, directas y a la yugular. No es algo que
me importe; de hecho, lo agradezco.
Mi respuesta
fue un simple “todo”. Hablo de mi particular vivencia, no pretendo extrapolarla
a ninguna otra persona de manera irresponsable, y como tal me dispongo a
escribir: cada uno tendrá la suya. Al respecto de la pregunta, al pensarla con
detenimiento, me vino a la memoria un cuento en el que un discípulo le preguntaba
a su maestro la diferencia entre un bebe y el Buda. La respuesta siempre fue
sencilla.
Con respecto
a los hijos se han escrito ríos de tinta desde que el mundo es mundo, y con mi
corta prosa no sería capaz de acercarme siquiera a los grandes hitos de la
literatura; aun así, daré un par de pinceladas propias. Por supuesto, vivo un
nuevo lugar donde el sol ya no nace por mi Levante, sino por el suyo, pero no
sólo eso. Además, me han lanzado de cabeza por un camino que antes ya había
barruntado, un camino en donde los viejos paradigmas valen de muy poco y que
con su ego pernicioso parece siempre dispuesto a abalanzarse sobre mi
existencia. Un ego que obliga a querer solucionarlo todo aquí y ahora, con su
prepotencia salvaje, y convirtiéndome en dueño y señor de mi destino cuando eso
es falso. Me han arrojado de cabeza a un camino que barruntaba y en donde la
vida es algo que está ahí, indefinible pero de lo que yo formo parte, y a lo
que debo intentar descubrir y adaptarme.
Por supuesto,
he aprendido muchas cosas, y sobre todo y por encima de todo, la importancia de
desaprender. He descubierto la incertidumbre que rodea a la educación, un lugar
donde los límites de la coerción son muy difusos, límites que has de vigilar y
tratar de no traspasarles. De todos los conceptos racionales que pudiera tener
antes sólo queda uno: no hagas caso a la razón y observa. Gracias a esto,
también he aprendido el significado de que la vida es puro cambio, que lo que
puede valer hoy no tiene por qué valer para mañana, o incluso para dentro de
dos horas y que el miedo siempre es un enemigo, pues te quiere distorsionar la
realidad a su capricho. Como cuando estás seguro de que tus hijos se van a
romper la cabeza con cualquier esquina junto a la que pasan a toda velocidad y te
ves arrojado a una búsqueda enloquecida de la solución que eliminará los
riesgos. No, eso no es así: se la romperán en alguna y tú no podrás hacer
absolutamente nada. Los niños se caen,
lloran, se consuelan, vuelven a jugar… Las cosas malas ocurren, se sufren, se
pasan, vuelves a vivir… Y todo esto ocurre a pesar de todas las precauciones
que pongas. Hay que ponerlas, por supuesto, pero también hay que aceptar con
humildad que llegamos hasta donde podemos.
También he
aprendido es que antes de ser nuestros hijos, son personas y como tal, merecen
un absoluto respeto; aunque sean pequeños y aunque nos creamos que sabemos más
que ellos. Puede que sea cierto; sin embargo, no es menos cierto que estamos
más maleados, más resabiados, más condicionados y tenemos implantados muchos
más automatismos que nos pueden haber convertido en auténticas máquinas
incapaces de amar incondicionalmente, viendo a la otra persona como alguien
individual, con su propio destino, sus deseos, sus pulsiones y su camino por
recorrer. En este caso, alguien indefenso ante nuestros traumas y ante nuestros
miedos y a quien, llegado el caso, quizá tengamos que defender de nosotros
mismos.
Por supuesto,
tenemos una responsabilidad enorme que se puede resumir en dos cuestiones
básicas: han de ser felices y tienen que tener la mayor cantidad de
posibilidades de lograrlo. Y nosotros hemos de evitar ser un obstáculo para
ello. Con respecto a las mayores posibilidades, si hablamos del plano material,
la cuestión está clara: estudios y posibilidades. Pero, por suerte, no todo se
mueve en ese plano.
Con respecto
a lo de ser feliz, a todos nos suena esa frase de que el dinero no da la
felicidad pero ayuda. Permitidme afirmar que es la mayor gilipollez que he
escuchado en mi vida. Eso es muy válido para los crédulos que se amorran a las
mentiras con que continuamente nos bombardean desde todos los ángulos en este
mundo distópico, un mundo donde todo ha de ser comparable y además ha de poder
medirse en euros. Dinero y envidia, los dos grandes dioses de Occidente. Por
suerte, una vez cubiertas las necesidades básicas –a veces ni eso–, la
felicidad es algo que está vetado para las masas, pero no para los individuos. Para
nosotros, la historia ha ido dejando miguitas de pan, palabras de sabios,
textos y otras pistas que podemos ir descubriendo más allá de la razón y de las
emociones, más allá del ego, viviéndolas,
hasta llegar a la respuesta que le dio el maestro a su discípulo. Y que siempre
fue sencilla.
Alberto Martínez Urueña 5-05-2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario