viernes, 5 de mayo de 2017

La pregunta del discípulo


            Cierta persona, a la que tengo un gran aprecio, me preguntó hace unos días qué había aprendido de la paternidad. O más bien, que había aprendido de mis hijas. Es una persona –él sabe quién es, no necesita su nombre en el texto– que sabe de sus defectos, pero también sabe de sus virtudes, y una de ellas es una gran claridad a la hora de decir las cosas, directas y a la yugular. No es algo que me importe; de hecho, lo agradezco.

            Mi respuesta fue un simple “todo”. Hablo de mi particular vivencia, no pretendo extrapolarla a ninguna otra persona de manera irresponsable, y como tal me dispongo a escribir: cada uno tendrá la suya. Al respecto de la pregunta, al pensarla con detenimiento, me vino a la memoria un cuento en el que un discípulo le preguntaba a su maestro la diferencia entre un bebe y el Buda. La respuesta siempre fue sencilla.

            Con respecto a los hijos se han escrito ríos de tinta desde que el mundo es mundo, y con mi corta prosa no sería capaz de acercarme siquiera a los grandes hitos de la literatura; aun así, daré un par de pinceladas propias. Por supuesto, vivo un nuevo lugar donde el sol ya no nace por mi Levante, sino por el suyo, pero no sólo eso. Además, me han lanzado de cabeza por un camino que antes ya había barruntado, un camino en donde los viejos paradigmas valen de muy poco y que con su ego pernicioso parece siempre dispuesto a abalanzarse sobre mi existencia. Un ego que obliga a querer solucionarlo todo aquí y ahora, con su prepotencia salvaje, y convirtiéndome en dueño y señor de mi destino cuando eso es falso. Me han arrojado de cabeza a un camino que barruntaba y en donde la vida es algo que está ahí, indefinible pero de lo que yo formo parte, y a lo que debo intentar descubrir y adaptarme.

            Por supuesto, he aprendido muchas cosas, y sobre todo y por encima de todo, la importancia de desaprender. He descubierto la incertidumbre que rodea a la educación, un lugar donde los límites de la coerción son muy difusos, límites que has de vigilar y tratar de no traspasarles. De todos los conceptos racionales que pudiera tener antes sólo queda uno: no hagas caso a la razón y observa. Gracias a esto, también he aprendido el significado de que la vida es puro cambio, que lo que puede valer hoy no tiene por qué valer para mañana, o incluso para dentro de dos horas y que el miedo siempre es un enemigo, pues te quiere distorsionar la realidad a su capricho. Como cuando estás seguro de que tus hijos se van a romper la cabeza con cualquier esquina junto a la que pasan a toda velocidad y te ves arrojado a una búsqueda enloquecida de la solución que eliminará los riesgos. No, eso no es así: se la romperán en alguna y tú no podrás hacer absolutamente nada.  Los niños se caen, lloran, se consuelan, vuelven a jugar… Las cosas malas ocurren, se sufren, se pasan, vuelves a vivir… Y todo esto ocurre a pesar de todas las precauciones que pongas. Hay que ponerlas, por supuesto, pero también hay que aceptar con humildad que llegamos hasta donde podemos.

            También he aprendido es que antes de ser nuestros hijos, son personas y como tal, merecen un absoluto respeto; aunque sean pequeños y aunque nos creamos que sabemos más que ellos. Puede que sea cierto; sin embargo, no es menos cierto que estamos más maleados, más resabiados, más condicionados y tenemos implantados muchos más automatismos que nos pueden haber convertido en auténticas máquinas incapaces de amar incondicionalmente, viendo a la otra persona como alguien individual, con su propio destino, sus deseos, sus pulsiones y su camino por recorrer. En este caso, alguien indefenso ante nuestros traumas y ante nuestros miedos y a quien, llegado el caso, quizá tengamos que defender de nosotros mismos.

            Por supuesto, tenemos una responsabilidad enorme que se puede resumir en dos cuestiones básicas: han de ser felices y tienen que tener la mayor cantidad de posibilidades de lograrlo. Y nosotros hemos de evitar ser un obstáculo para ello. Con respecto a las mayores posibilidades, si hablamos del plano material, la cuestión está clara: estudios y posibilidades. Pero, por suerte, no todo se mueve en ese plano.

            Con respecto a lo de ser feliz, a todos nos suena esa frase de que el dinero no da la felicidad pero ayuda. Permitidme afirmar que es la mayor gilipollez que he escuchado en mi vida. Eso es muy válido para los crédulos que se amorran a las mentiras con que continuamente nos bombardean desde todos los ángulos en este mundo distópico, un mundo donde todo ha de ser comparable y además ha de poder medirse en euros. Dinero y envidia, los dos grandes dioses de Occidente. Por suerte, una vez cubiertas las necesidades básicas –a veces ni eso–, la felicidad es algo que está vetado para las masas, pero no para los individuos. Para nosotros, la historia ha ido dejando miguitas de pan, palabras de sabios, textos y otras pistas que podemos ir descubriendo más allá de la razón y de las emociones, más allá del ego, viviéndolas, hasta llegar a la respuesta que le dio el maestro a su discípulo. Y que siempre fue sencilla.

 

Alberto Martínez Urueña 5-05-2017

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