Vivimos
tiempos oscuros. Las luces de los focos de este escenario tan grandilocuente y
maravilloso en que podemos ver en tiempo real el estado de las olas en las
islas de Taiti han generado una serie de espacios negros a donde la retina no
llega. Hoy en día puedes llegar de Gijón a Sevilla en menos de ocho horas,
atravesando tres sistemas montañosos otrora insalvables, pero del mismo modo,
el paisaje intermedio ha quedado condenado al olvido, con toda su belleza.
Tenemos toda
la información del mundo. Nunca antes se había producido de forma tan brutal
este torrente de noticias sucesivas. En menos de dos años hemos llenado la
hemeroteca de barbarie, corrupción, asesinatos, agresiones de todo tipo,
delincuencia, inquina, odios, fracasos, víctimas… Sucesión de hechos contra los
que clamamos justicia o venganza según el caso cuando nos bombardean con ello
en las noticias. Luego, seguimos a lo nuestro, escandalizados pero también inconscientemente
desahogados gracias al chorreo de insultos que nos destapan todas aquellas
noticias que catalogamos invariablemente de insoportables. Creemos que vivimos
indignados, pero en realidad, existimos enajenados, vendidos a la dosis diaria
de adrenalina que nos ofrecen en directo cuando vemos los niños muertos en
nuestras playas, el escándalo político de turno, la salida de tono del
representante parlamentario, la tergiversación de los medios de comunicación
afines al régimen… Los noticiarios se han convertido en una especie de orgia de
onanismos para nuestra conciencia.
Hoy en día
vivimos tiempos oscuros. Hablamos de todo, y nos quedamos en nada. Nadie
recuerda qué sucedió hace tres días, sólo nos vale la barbaridad que nos
cuentan, esa que parece que no podrán superar hasta que el reloj de nuestro
móvil nos indique que ha pasado una fecha más del calendario. Y buscaremos
nuestra ración de indignación ante los desmanes de los poderosos.
Entretenidos
como estamos, no vemos que nos han convertido en adictos. Adictos a su sistema,
adictos a sus noticias, adictos a su podredumbre. Lo peor no es eso. Ni tan
siquiera lo peor es la insensibilización que nos produce paulatinamente,
haciéndonos resistentes al veneno. El auténtico desastre es que nos han arrebatado
los auténticos valores, aquellos por los que merecía la pena luchar. Esos no
son los que salen en la televisión, en las series y en las películas. No va de
espías, ni de buenos y malos, ni nada de eso. Los valores por los que merecía
la pena luchar con aquellos que convierten a los hombres, independientemente de
ideologías y de todas las demás gilipolleces con las que ahora nos llenamos la
boca, en hombres satisfechos de sí mismos y de su vida. El esfuerzo por la
honradez parece tener un valor incomparable si lo medimos con el móvil último
modelo, pero no sólo con eso. No tiene nada que ver con dar tal o cual cosa
material a tus hijos, ni con ahorrarles unas lágrimas, ni con hacer ese viaje a
Eurodisney que siempre tienes en mente. Es algo incomparable y lo sabemos
todos, pero como exige un esfuerzo que no se recompensa en euros, lo dejamos
para mañana. Dejamos de lado lo único que va a conseguir arrancarnos de una vez
por todas de las redes de nuestros captores, unas redes que nos cosifican como
a objetos de una cadena de producción. Dejamos de lado lo que va a permitir
llenar ese vacío infinito que acosa al hombre postmoderno y que permite dejar
una verdadera herencia a quienes nos sucedan. Dejamos de lado lo que
convertiría en verdaderos problemas los que ahora soslayamos. No podríamos
seguir contaminando, no podríamos seguir abandonando a los débiles, no
podríamos cerrar los ojos ante la desvergüenza de quienes salen en las fotos.
No saldríamos corriendo como descerebrados detrás del último mito del celuloide,
ni tampoco le pagaríamos el desmesurado parné que se llevan los deportistas de
élite. Ni nos creeríamos los anuncios de la tele, ni mucho menos dejaríamos en
manos de ningún cantamañanas la responsabilidad de alcanzar lo relevante de
esta vida: descubrir dónde se encuentra la felicidad, pero también quién y de
qué manera nos la está robando. Os aseguro que más de uno se sorprendería al
responder a esas preguntas tan sencillas.
Vivimos
tiempos oscuros porque hemos delegado el control de los focos del escenario.
Dejamos que nos digan qué es lo importante y qué lo superfluo, y como eso no se
corresponde con la realidad que somos, vamos como pollos sin cabeza corriendo
por el sendero de nuestra vida. Vivimos tiempos oscuros porque nos han
convertido en mundos aislados unos de otros,
y aceptamos que haya personas sufriendo a nuestro lado como si fuera
algo inevitable, negociando presupuestos que piden paciencia al hambre de los
niños. Hemos creado una sociedad en donde la muerte de una anciana por el incendio
provocado por una vela es sustituida al día siguiente por prevaricación de un
contrato o por la celebración de un partido de fútbol. Ya nadie se acuerda de
los masacrados por la crisis, ni por los niños que mueren en nuestras playas,
ni nada parecido. Hoy en día, hay quien le pide paciencia a los más débiles en
lo que la riqueza generada por la economía se digna a llamar a sus casas. Unas
casas en donde la calefacción pasa de largo en invierno mientras la guadaña se
cobra sus víctimas.
Tened paciencia,
por lo tanto, desheredados. Los últimos estudios macroeconómicos dicen que
algún día podréis dar de comer a vuestros hijos con ella.
Alberto Martínez Urueña
2-12-2016
PD: Podéis llamarme demagogo, pero creo que no hay justificación
para que un niño pase hambre en la cuarta economía de la Eurozona. Gracias a
quienes lo han conseguido.
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