Según
vas cumpliendo etapas, tienen por qué ser años, vas descubriendo y descubriéndote.
La paternidad, sin lugar a dudas, es una de ellas y es que no hay nada que te
prepare para ello. Resulta que un día te encuentras con un nuevo ser humano en
los brazos, que parece igualito –aunque más pequeño– a otros muchos que te han
estado tocando los cojones desde hace años, pero según le miras empiezas a
sospechar que hay alguna diferencia. Has estado pensando en ese momento desde
hace tiempo, al menos nueve meses, imaginándote cómo sería, pero hasta que no
llega ese instante no tienes ni idea de lo que significa. Como todas las cosas
importantes de la vida, por cierto… Cada uno lo vive a su manera, y de hecho,
he escuchado casi las mismas versiones que bocas he visto a lo largo de mucho
tiempo. Poco a poco he llegado a la convicción de que la mejor definición que
podría dar, y la mejor que alguno me ha dado, ha sido la que no le pone
palabras y se queda en una sonrisa que se desborda.
No
pretendo menospreciar las vidas de aquellos que no tienen hijos, o porque así
lo decidieron o porque no han podido. Cada uno juega la partida con las cartas
que le tocan, y no por ello están privados de poder alcanzar una plenitud
auténtica y completa. De hecho, la paternidad también tiene una serie de características
que la hacen hasta cierto punto excluyente de otras posibilidades. Nada nuevo
bajo el sol.
En
todo caso, de alguna manera, la paternidad me ha enseñado lo que puede ser un
sentimiento indubitable. Una realidad que está más allá de cualquier
razonamiento que puedas elaborar artificialmente para protegerte de sus
consecuencias. Y lo contrario sólo me lo explico cuando hay una tara emocional
o psicológica muy seria. Casos de los que salen en la prensa, como lo de la
niña Asunta, los dos niños de Huelva, Ruth y José, o cualquier otro que se os
venga a la memoria.
Pero
más allá de lo evidente, hay otras consideraciones que merecen la pena ser
tenidas en cuenta. Aunque me llamen interesado o manipulador.
Precisamente
por esas emociones de las que hablo, emociones que van más allá de lo que la
razón discierne, no soy capaz de imaginarme la tragedia por la que se ven
obligados a pasar esos padres que no han tenido la suerte que tengo yo de poder
dar seguridad, comida y afecto a sus hijos. Parece que están lejos, que no nos
llega del todo, gracias a la magia de la televisión; esa aparente buena amiga
que nos simplifica la tarea de identificar a los buenos y a los malos en esas
películas de Hollywood. Y luego hace lo mismo durante los noticiarios de esos
medios de comunicación controlados por intereses muy oscuros. Parece que están
lejos, esos padres y esas madres, pero algunos viven en tu barrio –salvo los
que vivan en La moraleja y sucedáneos–, y van a la parroquia de noche cuando
sus vecinos no pueden verles a buscar un quilo de harina y unos macarrones, por
la noche les echan un par de mantas a sus hijos por encima, y a fin de mes las
pasan putas elucubrando como alargar el bajo de esos pantalones.
Quizá
se equivocaron, es cierto. Quizá debieran pagar por sus errores financieros.
Quizá debieron hacer uso de su sentido común en lugar de creerse las
declaraciones del Ministro de Economía que decía que lo de la burbuja
inmobiliaria era una patraña. Os puedo admitir lo que queráis. Pero si por esas
cuestiones han de pagar sus hijos, las cosas cambian. Sustancialmente.
Podemos
irnos algo más lejos. No demasiado. Al otro lado de un pequeño charco, otrora
gigantesco, centro del mundo y de las rutas comerciales. Hoy sólo conserva de
aquellas gloriosas épocas su condición de cementerio. El Mediterráneo de los egipcios,
los griegos, los cartagineses, los romanos, los fenicios… Allí donde los barcos
sucumbían a las guerras y a las tempestades. Hoy, dos mil años después, sigue acogiendo
en su seno ingrávido a los muertos de las culturas que pueblan sus costas.
Aunque quizá, hoy en día, no de todas.
Me
pongo en la piel de un sirio. Un hombre de mediana edad que hace cuatro o cinco
años tenía un trabajo más o menos digno en una ciudad como Homs, Alepo o Al
Raqa. Casado y con un par de niños pequeños, sin ideología clara, sólo sacar
adelante a la familia y poder darles una educación y un futuro. Suficiente
declaración de intenciones para merecer mi respeto. Y de la noche a la mañana,
ese viaje, esas balsas. Ese frío repleto de salitre y humedad, esas olas del
mar que, de noche, se alzan sobre sus cabezas, y que esconden más de lo que
muestran. Como el peor de los terrores. El llanto del niño pequeño, aterrado,
en mitad de la oscuridad más cerrada, mientras lo único que puedes hacer es
abrazarle con fuerza y hablarle con voz queda, al tiempo que ese voraz gusano que
tienes realquilado en las tripas hace su trabajo, deshaciéndote por dentro. A
tu lado, va tu mujer, envuelta en unos trapos, con la niña. Esa niña que corría
por las calles y que ahora te mira desde esos ojos que ya jamás volverán a brillar.
Después,
llegarán las alambradas, los campos de refugiados turcos, la prepotencia
europea, las cuotas, la policía húngara, o la serbia, persiguiéndote mientras
tu corres con el niño agarrado fuerte a tu cuello, señalándote, mientras eres
incapaz de sujetar esas lágrimas de frustración, miedo y pena. Sintiendo como
tu hijo paga una factura que, si ni siquiera es tuya, imagínate donde le queda
a él.
La
paternidad me ha demostrado que esto es algo irrespirable. Me ha hecho un nudo
en el estómago que se aprieta furioso cada vez que veo esas imágenes. Que me
acorrala y me derrota. Y no soy capaz de entender a otros padres que, ante
todas estas tragedias, defiendan unas verdades lógicas que devoran a los niños.
Y a su inocencia.
Alberto Martínez
Urueña 19-02-2016
PD:
Estoy convencido de que los que no sois padres también sufrís por esto, no se
os ocurra ofenderos. Y estoy convencido de que los padres entienden la
diferencia de la que hablo.