viernes, 19 de febrero de 2016

Irrespirable


            Según vas cumpliendo etapas, tienen por qué ser años, vas descubriendo y descubriéndote. La paternidad, sin lugar a dudas, es una de ellas y es que no hay nada que te prepare para ello. Resulta que un día te encuentras con un nuevo ser humano en los brazos, que parece igualito –aunque más pequeño– a otros muchos que te han estado tocando los cojones desde hace años, pero según le miras empiezas a sospechar que hay alguna diferencia. Has estado pensando en ese momento desde hace tiempo, al menos nueve meses, imaginándote cómo sería, pero hasta que no llega ese instante no tienes ni idea de lo que significa. Como todas las cosas importantes de la vida, por cierto… Cada uno lo vive a su manera, y de hecho, he escuchado casi las mismas versiones que bocas he visto a lo largo de mucho tiempo. Poco a poco he llegado a la convicción de que la mejor definición que podría dar, y la mejor que alguno me ha dado, ha sido la que no le pone palabras y se queda en una sonrisa que se desborda.

            No pretendo menospreciar las vidas de aquellos que no tienen hijos, o porque así lo decidieron o porque no han podido. Cada uno juega la partida con las cartas que le tocan, y no por ello están privados de poder alcanzar una plenitud auténtica y completa. De hecho, la paternidad también tiene una serie de características que la hacen hasta cierto punto excluyente de otras posibilidades. Nada nuevo bajo el sol.

            En todo caso, de alguna manera, la paternidad me ha enseñado lo que puede ser un sentimiento indubitable. Una realidad que está más allá de cualquier razonamiento que puedas elaborar artificialmente para protegerte de sus consecuencias. Y lo contrario sólo me lo explico cuando hay una tara emocional o psicológica muy seria. Casos de los que salen en la prensa, como lo de la niña Asunta, los dos niños de Huelva, Ruth y José, o cualquier otro que se os venga a la memoria.

            Pero más allá de lo evidente, hay otras consideraciones que merecen la pena ser tenidas en cuenta. Aunque me llamen interesado o manipulador.

            Precisamente por esas emociones de las que hablo, emociones que van más allá de lo que la razón discierne, no soy capaz de imaginarme la tragedia por la que se ven obligados a pasar esos padres que no han tenido la suerte que tengo yo de poder dar seguridad, comida y afecto a sus hijos. Parece que están lejos, que no nos llega del todo, gracias a la magia de la televisión; esa aparente buena amiga que nos simplifica la tarea de identificar a los buenos y a los malos en esas películas de Hollywood. Y luego hace lo mismo durante los noticiarios de esos medios de comunicación controlados por intereses muy oscuros. Parece que están lejos, esos padres y esas madres, pero algunos viven en tu barrio –salvo los que vivan en La moraleja y sucedáneos–, y van a la parroquia de noche cuando sus vecinos no pueden verles a buscar un quilo de harina y unos macarrones, por la noche les echan un par de mantas a sus hijos por encima, y a fin de mes las pasan putas elucubrando como alargar el bajo de esos pantalones.

            Quizá se equivocaron, es cierto. Quizá debieran pagar por sus errores financieros. Quizá debieron hacer uso de su sentido común en lugar de creerse las declaraciones del Ministro de Economía que decía que lo de la burbuja inmobiliaria era una patraña. Os puedo admitir lo que queráis. Pero si por esas cuestiones han de pagar sus hijos, las cosas cambian. Sustancialmente.

            Podemos irnos algo más lejos. No demasiado. Al otro lado de un pequeño charco, otrora gigantesco, centro del mundo y de las rutas comerciales. Hoy sólo conserva de aquellas gloriosas épocas su condición de cementerio. El Mediterráneo de los egipcios, los griegos, los cartagineses, los romanos, los fenicios… Allí donde los barcos sucumbían a las guerras y a las tempestades. Hoy, dos mil años después, sigue acogiendo en su seno ingrávido a los muertos de las culturas que pueblan sus costas. Aunque quizá, hoy en día, no de todas.

            Me pongo en la piel de un sirio. Un hombre de mediana edad que hace cuatro o cinco años tenía un trabajo más o menos digno en una ciudad como Homs, Alepo o Al Raqa. Casado y con un par de niños pequeños, sin ideología clara, sólo sacar adelante a la familia y poder darles una educación y un futuro. Suficiente declaración de intenciones para merecer mi respeto. Y de la noche a la mañana, ese viaje, esas balsas. Ese frío repleto de salitre y humedad, esas olas del mar que, de noche, se alzan sobre sus cabezas, y que esconden más de lo que muestran. Como el peor de los terrores. El llanto del niño pequeño, aterrado, en mitad de la oscuridad más cerrada, mientras lo único que puedes hacer es abrazarle con fuerza y hablarle con voz queda, al tiempo que ese voraz gusano que tienes realquilado en las tripas hace su trabajo, deshaciéndote por dentro. A tu lado, va tu mujer, envuelta en unos trapos, con la niña. Esa niña que corría por las calles y que ahora te mira desde esos ojos que ya jamás volverán a brillar.

            Después, llegarán las alambradas, los campos de refugiados turcos, la prepotencia europea, las cuotas, la policía húngara, o la serbia, persiguiéndote mientras tu corres con el niño agarrado fuerte a tu cuello, señalándote, mientras eres incapaz de sujetar esas lágrimas de frustración, miedo y pena. Sintiendo como tu hijo paga una factura que, si ni siquiera es tuya, imagínate donde le queda a él.

            La paternidad me ha demostrado que esto es algo irrespirable. Me ha hecho un nudo en el estómago que se aprieta furioso cada vez que veo esas imágenes. Que me acorrala y me derrota. Y no soy capaz de entender a otros padres que, ante todas estas tragedias, defiendan unas verdades lógicas que devoran a los niños. Y a su inocencia.

 

Alberto Martínez Urueña 19-02-2016

 

            PD: Estoy convencido de que los que no sois padres también sufrís por esto, no se os ocurra ofenderos. Y estoy convencido de que los padres entienden la diferencia de la que hablo.

viernes, 12 de febrero de 2016

Por eso estamos donde estamos...


            No es que quiera aprovechar la ocasión, pero es que me las ponen delante, en bandeja de plata. Vas sumando, una tras otra, y al final llega un día en que te dices, “venga va”, y te atas la manta a la cabeza, y te tiras al ruedo. Este país se merece de mis comentarios, y de otras muchas opiniones.

            Esta semana nos hemos desayunado con lo del tema de los titiriteros. A mí, personalmente, lo de que ahorquen a un juez y violen a una monja no es que me produzca demasiadas simpatías, pero tampoco lo voy a sacar de quicio. Todavía tenemos grabadas en la retina las escenas del desembarco de Normandía, rodadas magistralmente por Steven Spielberg. No recuerdo a ningún medio de comunicación indicar que quizá la catalogación de no recomendada para menores de trece años podía ser un poco relajada, con soldados acribillados, brazos rebanados y cabezas reventadas. Yo mismo, y muchos de los que ahora recuerdan con tanta nostalgia aquello de la EGB, las cintas de cassette y la disciplina escolar, nos criamos con cuentos en los que, verbigracia, una bruja engordaba a un par de mellizos con el objeto de zampárselos. Pobres de nosotros… Tampoco vería con buenos ojos que, en el año setenta y dos, algún caciquillo de juzgado hubiese metido a Francis Ford Coppola en la cárcel por enaltecimiento de las organizaciones criminales. Conozco a gente a la que don Vito llegó a caerle bien, aunque tuviera por costumbre aquello meter en camas ajenas cabezas de caballo chorreantes de sangre.

            Por otro lado, hilando con lo del miedo, nuestro querido ministro del Interior ha vuelto con uno de los clásicos más patrios: correlacionar causalmente a los gobiernos de izquierdas con el terrorismo vasco. Esto, más las declaraciones de Mariano al respecto de los gobiernos serios y capaces, quieren hacernos pensar que ellos son los adalides de nuestro bienestar, aunque no sean capaces de vigilar sus propios feudos contra los que pretenden romper España. No, no hablo del tema catalán. Para mí, eso sólo es una cortina de humo aprovechada tanto por la derecha catalana como por la derecha española –por mucho que a esos supuestamente izquierdosos, los de la CUP, no les haya temblado la mano a la hora de aupar una vez más al poder a un partido estructuralmente podrido por la corrupción–. La otra forma de romper España, de la que hablaba antes, consiste en reventarle las costuras económicas y presupuestarias. Sí, sí, esos señores que se hinchan el pecho con ese patético histrionismo ante el trapo monárquico son los que, por otro lado, se han montado una estructura criminal para drenar los dineros públicos –los nuestros, tuyos y míos– hacia sus empresas y sus intereses.

            Son esos señores que acusan de querer venezolanizar España a Podemos, a Izquierda Unida y a cualquiera que se le ocurra respirar el mismo aire que estos señores coletudos respiran. Curioso palabro, lo de venezolanizar. Al margen de que me puedan caer mejor o peor esos tipos con pinta de vagabundos, y al margen de que pueda pensar que son una muestra mucho más representativa de la mayoría española –mayoría de cinturón apretado y cuentas exiguas–, no son los que han estado utilizando los medios de comunicación como Telemadrid a su antojo para influir, tergiversar y manipular a la opinión pública. No son los que se han marcado una legislatura de Reales Decretos creados ad hoc a medida que el clamor ciudadano pretendía denunciar sus desmanes. No son, en definitiva, los responsables de que la situación en nuestro país sea comparativamente lamentable en relación con otros países a los que nos tendríamos que intentar parecer. En lo bueno.

            Hablando de venezolanizar España, y por comentaros la gota que ha colmado el vaso, resulta que hoy por la mañana, durante el café y también en la prensa, me encuentro con que se ha puesto en libertad a un tipo holandés que llevaba en la cárcel doce años por unas violaciones que no había cometido. Hasta aquí, vale, todos podemos cometer errores. Pero claro, al profundizar en el tema, me entero de que en el año dos mil siete se conoció que el ADN encontrado en las víctimas no correspondía con el del sujeto, y después, se descubrieron que correspondían con un asesino y violador inglés. De todas formas, y aunque la policía había advertido de los hechos, hasta que el gobierno holandés no ha presionado al nuestro, este asunto no ha quedado esclarecido, y el holandés inocente en libertad. Imagino lo que estarán diciendo de nosotros en los círculos cercanos de este hombre. Y todavía, seguro, habrá algún españolito que dirá que bueno, que ahora seguro que va a por la indemnización. Matando a la víctima. Muy tipical spanish, muy ibérico.

            Por todo esto, y por mucho más, estamos donde estamos. Aquí cada cual se la coge con papel de fumar, y mientras seas de los míos, ancha es Castilla. Todavía me llevo las manos a la cabeza –tantas veces y no aprendo– cuando veo a gente que parece sensata defender prácticas criminales, vergüenzas parlamentarias, montajes informativos y escusas barrocas para no dotar a los órganos judiciales y de control económico y financiero de los medios necesarios para hacer su trabajo. Porque los otros hicieron lo mismo. La irresponsabilidad típica de un patio de colegio. 

Alberto Martínez Urueña 12-02-2016

lunes, 8 de febrero de 2016

La luz en las tinieblas

            Hay días en que me planteo no leer ningún tipo de noticia. Suele ocurrirme los fines de semana, cuando estoy cansado de los avatares del día a día, cuando lo veo todo negro de cansado que me encuentro y me digo: “¿para qué más?”. Y me olvido de las principales páginas de los diarios digitales, de las noticias que salen en Facebook y en Twitter, y me dedico a ver páginas de humor, viñetas y a esa gente de las redes sociales que tienen por objetivo sacarnos una carcajada más o menos ácida con sus ocurrencias.

            También es cierto que, en días como hoy, con la configuración política que nos han traído los últimos tiempos, podría dedicarme a ojear los despropósitos dialécticos de la caverna, según los cuales, las opciones y posibilidades de nuestro país pasan por seguir aguantando los planteamientos dictatoriales en todo tipo de materia del partido popular. Planteamientos dictatoriales que continúan en esos intentos de negociación postelectorales en los que nuestro buen Mariano tendía la mano a Ciudadanos y PSOE para que se adhirieran a sus ideas y medidas. Incluso admitiendo la posibilidad de “mejorar” las adoptadas en la legislatura pasada, ahondando en ellas. No se daba cuenta Mariano de que la única mejora posible es echarlo todo por tierra y empezar de nuevo. Y no es que lo diga yo, que también; hay datos que cada vez con mayor insistencia me ponen los pelos de punta, y que son consecuencia de las políticas de estos años.

            Al margen de las críticas que –gracias a algunos de vosotros– he conseguido leer con respecto a tales datos, los informes que las diferentes oenegés van emitiendo con su fiable regularidad no dejan lugar a dudas al respecto de la realidad que nos ha dejado la crisis: España es uno de los peores países en determinados parámetros que, más allá de los milagros de crecimiento económico que nos venden las gaviotas –datos sobre los que se pueden hacer múltiples lecturas– miden aspectos más orientados hacia la justicia social que hacia el beneficio de una cuenta de resultados, o hacia la medición de cifras macroeconómicas, entre las que siempre cabe fijarse en unas y no en otras, o en la lectura particular que cada cual le interese. Todavía recuerdo, por ejemplo, la relación que nos planteaban en la Universidad entre el déficit público, la deuda pública y el sistema fiscal de cada país, y su interconexión en los modelos intergeneracionales. En resumen, si solucionas el déficit público con una bajada de impuestos –ya, si el sistema fiscal es el nuestro, ni te cuento– y al mismo tiempo haces que la deuda pública pase del cuarenta al cien por cien en cuatro años de Gobierno, lo que estás es haciendo trampas al mus. Básicamente, estás trasladando deuda presente al futuro, a ese tiempo en el que tú ya no estarás en el Gobierno, pasándole el marrón a los que vengan y sin solucionar, una vez más, los problemas estructurales de este país.

            Cuando hablo de oenegés me refiero a Cruz Roja, a Intermon Oxfam, a Save the children, a Médicos sin Fronteras… Nombres conocidos que engloban a personas anónimas que han decidido ofrecer su vida para aliviar los sufrimientos de otras más desfavorecidas, ya sea en África, en Asia, o también a la vuelta de la esquina de nuestros propios arrabales, que también les hay en España. Cuando escucho los datos que nos ofrecen, se me ponen los pelos de punta y no puedo evitar sobrecogerme. Ahora bien, cuando escucho, o leo, a determinadas alimañas, perros del sistema encargados de arruinar la labor de estas organizaciones por la vía de matar al mensajero, me entran ganas de venganza. Veo cómo atribuyen a personas mayormente altruistas los pecados que ellos mismos sufren en sus propias carnes. Les acusan, ojo, de actuar en beneficio de sus propios intereses. No entienden una realidad más amplia que la suya, una en la que puedan suceder dos cosas: que tus propios intereses puedan pasar por aliviar el sufrimiento ajeno, o que incluso, en caso de que tus intereses colisionen con los de otra persona, antepongas estos a los tuyos. Estos conceptos no son capaces de alumbrar las tinieblas de su ignorancia.

            En primer lugar, a los miles de personas a las que ayudan en África se la suda si lo hacen para sentirse mejor con ellos mismos. A la madre a la que le dan un litro de leche para su hijo famélico le importa que éste coma, no si al cooperante esto se la pone dura o si piensa que se está abriendo la puerta de los cielos. Le importa que su hijo no se muera por la malaria o por el dengüe, ni se plantea que ese cooperante después se va a tirar el moco en una discoteca. Que podría. Desde luego, preferiría que el cooperante hiciera esto, a lo que hace la hiena periodística que critica al cooperante. Básicamente, éste no hace nada por ella. Bueno, sí, boicotea la labor del cooperante. Por mi parte, este columnista de pega, o este erudito que critica la labor de las oenegés, se puede meter sus comentarios, o sus sesudos estudios de eficiencia económica por donde le quepan.

            Además, en segundo lugar, he tenido la suerte de conocer personalmente a peña que se ha jugado la vida por esos andurriales miserables, y también a otros que se quitan de su tiempo, de su ocio o de su dinero por echar una mano. He conocido a algunos por los que nadie daba un ardite marcharse a primera línea a pesar de todo, y me quedó clara una cosa: esa gente tiene una luz especial que está muy lejos de esos contertulios de la caverna que se empeñan en hacernos creer que los criterios por los que nos movemos los seres humanos tiene que ver con el número de ceros de una cuenta corriente, o de una contabilidad nacional. Esa luz seguirá existiendo, por mucho que las ecuaciones de un frío modelo económico demuestren que no es rentable.

 

Alberto Martínez Urueña 8-02-2016