La historia está pergeñada de
tableros de ajedrez. De hecho, cada uno de nosotros llevamos dentro una partida
que se juega constantemente, tanto cuando nos percatamos de ella como cuando
vamos con el piloto automático conectado por los efectos de la urgente
cotidianeidad. Cada uno lucha sus batallas como buenamente puede, con las
herramientas que le hayan llovido del cielo y las que haya conseguido
fabricarse a lo largo de su vida, motivado por las hostias con las que haya logrado
aprender algo.
Otra cosa son las batallas que se
juegan fuera, los tableros de la Historia con mayúsculas, esas que llevan
marcando quien la escribe y quien queda sometido al escarnio o al olvido en los
libros de texto. Las que deciden inexorablemente quienes son los héroes y
quienes los bandidos. Desde las primeras batallas de sílex y en taparrabos
hasta las modernas guerras en las que un tío puede cargarse a centenares o a
miles de personas apretando un botón, sentado en su despacho, sin mancharse las
manos de sangre, todas han tenido vencedores y vencidos. A las personas siempre
nos han servido, y de hecho, hemos necesitado, la simplificación de lo complejo
para dotar de una cierta seguridad el suelo que pisamos, aunque tal
simplificación y tal seguridad sólo sean una falacia de dudosa consistencia.
Necesitamos legitimar nuestras decisiones, ya sean las individuales o las
colectivas. Ocurre cuando nos encendemos en una conversación que se acalora o
con las declaraciones formales de guerra pronunciadas ante atriles y cámaras
televisivas. Necesitamos simplificar y establecer la lógica que nos habilite
para tomar las medidas subsiguientes; ésas que pueden consistir en partirte la
cara con alguien o en ocupar un territorio que ni sepas colocar en el mapamundi.
No en vano, la necesidad de tomar decisiones implica llegar a conclusiones que
sean válidas. El problema aparece cuando esas decisiones ya están tomadas de
antemano, antes de entresacar las conclusiones, y lo único que estés haciendo
sea vestir el santo. Quizá estés retorciendo la lógica para que afirme lo que
te interesa.
En los tableros de ajedrez externos
se libran batallas de todo tipo. Desde las guerras comerciales entre empresas,
con sus estructuras de costes, patentes, mercados y otras variables, hasta las
batallas en las que muere tanta gente que se acaban convirtiendo en cifras que
rotulan titulares. De estas últimas, aunque no lo parezca, y siguiendo con la
analogía, la inmensa mayoría han terminado en tablas.
Pensadlo por un momento: en el
tablero de la vida los jaque mates se han producido en situaciones contadas. Incluso
tengo mis dudas de que esos juzgados no sean simples alfiles de un rey que
nunca muestra su cara.
En la vida no hay blancas o negras,
por cierto, o al menos la determinación de los bandos no es tan sencilla. En la
vida, están los que se parten la cara en el centro del tablero, y los que miran
desde el borde. Si bien es cierto que según avanza la partida la cosa se
complica, suele ser cuando ya todos los peones, o la inmensa mayoría, están en
la caja, y lo demás sería una especie de negociación diplomática en la que
quizá intercambies alguna que otra pieza, o incluso en el caso de algún
despreciable monarca, a su consorte.
Por eso, el ajedrez está muy bien
para el Medievo, o para la actualidad en un salón semioscuro, con una hoguera
de fondo, una mesita pequeña, copas de coñac y sofás cómodos, pero cuando lo
trasladas a la vida real, la cosa cambia. Ya no hay blancas o negras, hay
peones con mayor o menor lavado de cerebro, hay civiles que ni tan siquiera se
ven en la simplificación de la cuadricula, y luego están los que parece que
pierden, pero no lo hacen. Sí, es cierto, firman tratados de paz más o menos
ominosos; quizá les toca inclinar la testuz con un ángulo más marcado del que
su dignidad está dispuesta a soportar sin perder la sonrisa; pero todo esto sucede
cuando los campos de batalla ya se han convertido en cementerios.
Y sin embargo, aunque no lo parezca,
y para este que os escribe, siguiendo con la metáfora, es un motivo de
esperanza. Hace doscientos años, o los que sean, el reyezuelo, el blanco o el
negro, enarbolaba la bandera con el blasón de su casa, hablaba de la patria y
del orgullo, y el agricultor que no había visto más allá del pilón de su pueblo
iba corriendo a reventar o a ser reventado en esos campos de los que no había
oído hablar en su vida.
Hoy en día, cuando nos hablan de
guerra, cada vez hay más gente que, en lugar de correr como un jumento
desquiciado a las trincheras, gira el cuello y se queda mirando al de arriba, al
que suelta los discursos, y le dice que “¡de qué vas?”. Y, después de tanta
chorizada, se atreve a preguntar cuáles serán los verdaderos intereses de ese
sujeto autoproclamado rey que no tiene ningún problema en mover piezas y sacrificarlas
sobre el tablero. Se critica a España porque no sale en tromba, todos unidos, a
pedir las tripas del enemigo como hacen los franchutes o los cowboys de Texas,
y mira de reojo a sus líderes. Yo digo que, después de haber visto a los
Austrias, a los Borbones y por supuesto a Paco, ya sabemos de que van esos
reyes que nos piden clamor y rugir de dientes, y ya sabemos lo que después nos dejan
a los peones.
Alberto Martínez Urueña 3-12-2015
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