jueves, 3 de diciembre de 2015

Tableros de ajedrez. Parte I


            La historia está pergeñada de tableros de ajedrez. De hecho, cada uno de nosotros llevamos dentro una partida que se juega constantemente, tanto cuando nos percatamos de ella como cuando vamos con el piloto automático conectado por los efectos de la urgente cotidianeidad. Cada uno lucha sus batallas como buenamente puede, con las herramientas que le hayan llovido del cielo y las que haya conseguido fabricarse a lo largo de su vida, motivado por las hostias con las que haya logrado aprender algo.

            Otra cosa son las batallas que se juegan fuera, los tableros de la Historia con mayúsculas, esas que llevan marcando quien la escribe y quien queda sometido al escarnio o al olvido en los libros de texto. Las que deciden inexorablemente quienes son los héroes y quienes los bandidos. Desde las primeras batallas de sílex y en taparrabos hasta las modernas guerras en las que un tío puede cargarse a centenares o a miles de personas apretando un botón, sentado en su despacho, sin mancharse las manos de sangre, todas han tenido vencedores y vencidos. A las personas siempre nos han servido, y de hecho, hemos necesitado, la simplificación de lo complejo para dotar de una cierta seguridad el suelo que pisamos, aunque tal simplificación y tal seguridad sólo sean una falacia de dudosa consistencia. Necesitamos legitimar nuestras decisiones, ya sean las individuales o las colectivas. Ocurre cuando nos encendemos en una conversación que se acalora o con las declaraciones formales de guerra pronunciadas ante atriles y cámaras televisivas. Necesitamos simplificar y establecer la lógica que nos habilite para tomar las medidas subsiguientes; ésas que pueden consistir en partirte la cara con alguien o en ocupar un territorio que ni sepas colocar en el mapamundi. No en vano, la necesidad de tomar decisiones implica llegar a conclusiones que sean válidas. El problema aparece cuando esas decisiones ya están tomadas de antemano, antes de entresacar las conclusiones, y lo único que estés haciendo sea vestir el santo. Quizá estés retorciendo la lógica para que afirme lo que te interesa.

            En los tableros de ajedrez externos se libran batallas de todo tipo. Desde las guerras comerciales entre empresas, con sus estructuras de costes, patentes, mercados y otras variables, hasta las batallas en las que muere tanta gente que se acaban convirtiendo en cifras que rotulan titulares. De estas últimas, aunque no lo parezca, y siguiendo con la analogía, la inmensa mayoría han terminado en tablas.

            Pensadlo por un momento: en el tablero de la vida los jaque mates se han producido en situaciones contadas. Incluso tengo mis dudas de que esos juzgados no sean simples alfiles de un rey que nunca muestra su cara.

            En la vida no hay blancas o negras, por cierto, o al menos la determinación de los bandos no es tan sencilla. En la vida, están los que se parten la cara en el centro del tablero, y los que miran desde el borde. Si bien es cierto que según avanza la partida la cosa se complica, suele ser cuando ya todos los peones, o la inmensa mayoría, están en la caja, y lo demás sería una especie de negociación diplomática en la que quizá intercambies alguna que otra pieza, o incluso en el caso de algún despreciable monarca, a su consorte.

            Por eso, el ajedrez está muy bien para el Medievo, o para la actualidad en un salón semioscuro, con una hoguera de fondo, una mesita pequeña, copas de coñac y sofás cómodos, pero cuando lo trasladas a la vida real, la cosa cambia. Ya no hay blancas o negras, hay peones con mayor o menor lavado de cerebro, hay civiles que ni tan siquiera se ven en la simplificación de la cuadricula, y luego están los que parece que pierden, pero no lo hacen. Sí, es cierto, firman tratados de paz más o menos ominosos; quizá les toca inclinar la testuz con un ángulo más marcado del que su dignidad está dispuesta a soportar sin perder la sonrisa; pero todo esto sucede cuando los campos de batalla ya se han convertido en cementerios.

            Y sin embargo, aunque no lo parezca, y para este que os escribe, siguiendo con la metáfora, es un motivo de esperanza. Hace doscientos años, o los que sean, el reyezuelo, el blanco o el negro, enarbolaba la bandera con el blasón de su casa, hablaba de la patria y del orgullo, y el agricultor que no había visto más allá del pilón de su pueblo iba corriendo a reventar o a ser reventado en esos campos de los que no había oído hablar en su vida.

            Hoy en día, cuando nos hablan de guerra, cada vez hay más gente que, en lugar de correr como un jumento desquiciado a las trincheras, gira el cuello y se queda mirando al de arriba, al que suelta los discursos, y le dice que “¡de qué vas?”. Y, después de tanta chorizada, se atreve a preguntar cuáles serán los verdaderos intereses de ese sujeto autoproclamado rey que no tiene ningún problema en mover piezas y sacrificarlas sobre el tablero. Se critica a España porque no sale en tromba, todos unidos, a pedir las tripas del enemigo como hacen los franchutes o los cowboys de Texas, y mira de reojo a sus líderes. Yo digo que, después de haber visto a los Austrias, a los Borbones y por supuesto a Paco, ya sabemos de que van esos reyes que nos piden clamor y rugir de dientes, y ya sabemos lo que después nos dejan a los peones. 

Alberto Martínez Urueña 3-12-2015

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