jueves, 18 de junio de 2015

Más allá de las urnas (y sus guerras)


            Aquí estoy de nuevo, en el candelero, después de un periodo silencioso a que la falta de tiempo me ha condenado. Silencio que no ha sido compartido por la república independiente de mi cabeza, que está más insurgente que nunca. Supongo que el alzamiento popular que se ha producido contra los caciques y facinerosos que llevan expoliando nuestra tierra desde hace décadas me ha dado alas para pensar que un sistema más depurado y representativo es posible. Ni siquiera entro en que sea un sistema socialmente más justo, porque depende de la voluntad de un pueblo compuesto por más de cuarenta millones de personas, de las cuales están llamadas al voto unos treinta y cinco. La voluntad popular puede elegir un sistema regresivo que prime los intereses individuales sobre los colectivos, pero si es la opción de la mayoría habría que aceptarlo. Siempre que respete los derechos humanos, claro.

            Hay una creciente marea ciudadana que reclama una democracia mejor. Y cuando hablan de mejor, se refieren a una democracia que defienda a sus ciudadanos más débiles de los intereses particulares de unos poderes fácticos incapaces de empatizar con las necesidades básicas que todos tenemos. Empezando por un trato medianamente digno que no menosprecie la valía como ser humano de cada uno de nosotros. Nadie pretende hacerse rico por la cara, o al menos, la inmensa mayoría sólo pretende tener una vida más o menos sencilla, desprovista de preocupaciones exageradas como pueda ser no poder afrontar un gasto inesperado, no poder dar a sus hijos una alimentación decente y una educación legítima o no estar con la espada de Damocles a dos milímetros del cuello cada vez que la economía le de una escusa al jefe para despedir a la mitad de la plantilla. Esta manea ciudadana no reclama hacerse rico por la cara, digo; sólo quiere quitarse de la espalda la suela de tres o cuatro hijos de puta que disfrutan demostrándole a la peña quien es el que manda. No están hablando de expoliar a nadie su fortuna; más bien, reclaman que determinados desalmados no vivan al margen de una sociedad de la que detraen su riqueza sin ningún tipo de compasión, y a la que no quieren aportar más que lo mínimo.

            Luego, al otro lado de esta marea ciudadana están los que pretenden que todo siga igual. Ésos que justifican la pobreza y exigen al pobre que se esfuerce, tratándole de vago y aprovechado. Que los habrá, pero son la minoría, igual que hay ricos, que ya de por sí son minoría, y dentro de esta minoría, sólo son unos pocos a los que me gustaría tener a mano. Esos que todavía piensan en términos de clase social y su correlativa honorabilidad basada en apellidos y supuestas gestas pretéritas que muchas veces sólo indican una dudosa inteligencia para saber a quien arrimarse. Esos que consideran que su modus vivendi es no sólo el correcto, sino el ÚNICO correcto de todos, y que tienen la obligación moral de imponérselo a los equivocados.

            Yo, por encima de todo, quiero una democracia donde los ritmos y los ánimos estén sosegados. Independientemente de mis creencias sociopolíticas y culturales que nunca he escondido, y que considero mucho más cercanas a las creencias que dicen sustentar los conservadores, lo que quiero es eliminar esa agresividad que subyace en los debates enconados de esta sociedad condenada a convivir unos con otros. Más allá de las injusticias sociales crecientes en esa sociedad occidental tan neurótica, me preocupa la facilidad con que se tuercen los gestos, se recurre al insulto y gotean los colmillos. Parece que vivimos con la navaja siempre preparada entre los dientes, dispuesta a utilizarla sin medir con quien o en qué situación, sin recapacitar dos cosas básicas:

            Quizá las disquisiciones por las que estamos dispuestos a partirnos la cara con quien sea son menos importantes que los valores de la paciencia, el debate, el consenso y la capacidad para convivir en un mismo grupo con personas de ideologías diferentes. Parece que nadie está dispuesto a dar su brazo a torcer, añadido todo esto a la aparente necesidad que tienen muchas personas de obligar al resto a comulgar con sus creencias y a obligar por la vía legislativa a adoptar los modos y costumbres que derivan de ellas.

            Más importante que el punto anterior es el siguiente. Por debajo de todas estas cuestiones hay algo más siniestro y escondido, más profundo y que debería preocuparnos. Hablo de la manipulación soterrada y perfectamente dirigida por los grupos de interés que controlan los poderes fácticos para dividirnos en grupos cada vez más pequeños, más enfrentados y por supuesto más desvalidos y al alcance de sus aviesas garras. Nos quieren cabreados y amedrentados unos con otros, idiotizados por un volumen de información ingente y además inservible, bloqueados por la sucesión inasumible de actualidad que muere casi antes de ser contada, incapaces de discernir las consecuencias de cada uno de sus actos. Impasibles ante la miseria que están provocando por todo el globo, ante la globalización de la desgracia, justificando la barbarie a la que nos han insensibilizado de tanto enseñárnosla en telediarios y videojuegos.

 

Alberto Martínez Urueña 18/06/2015

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