Aquí estoy de
nuevo, en el candelero, después de un periodo silencioso a que la falta de
tiempo me ha condenado. Silencio que no ha sido compartido por la república independiente
de mi cabeza, que está más insurgente que nunca. Supongo que el alzamiento
popular que se ha producido contra los caciques y facinerosos que llevan
expoliando nuestra tierra desde hace décadas me ha dado alas para pensar que un
sistema más depurado y representativo es posible. Ni siquiera entro en que sea un
sistema socialmente más justo, porque depende de la voluntad de un pueblo
compuesto por más de cuarenta millones de personas, de las cuales están
llamadas al voto unos treinta y cinco. La voluntad popular puede elegir un
sistema regresivo que prime los intereses individuales sobre los colectivos,
pero si es la opción de la mayoría habría que aceptarlo. Siempre que respete
los derechos humanos, claro.
Hay una
creciente marea ciudadana que reclama una democracia mejor. Y cuando hablan de
mejor, se refieren a una democracia que defienda a sus ciudadanos más débiles
de los intereses particulares de unos poderes fácticos incapaces de empatizar
con las necesidades básicas que todos tenemos. Empezando por un trato
medianamente digno que no menosprecie la valía como ser humano de cada uno de
nosotros. Nadie pretende hacerse rico por la cara, o al menos, la inmensa
mayoría sólo pretende tener una vida más o menos sencilla, desprovista de
preocupaciones exageradas como pueda ser no poder afrontar un gasto inesperado,
no poder dar a sus hijos una alimentación decente y una educación legítima o no
estar con la espada de Damocles a dos milímetros del cuello cada vez que la economía
le de una escusa al jefe para despedir a la mitad de la plantilla. Esta manea
ciudadana no reclama hacerse rico por la cara, digo; sólo quiere quitarse de la
espalda la suela de tres o cuatro hijos de puta que disfrutan demostrándole a
la peña quien es el que manda. No están hablando de expoliar a nadie su fortuna;
más bien, reclaman que determinados desalmados no vivan al margen de una
sociedad de la que detraen su riqueza sin ningún tipo de compasión, y a la que
no quieren aportar más que lo mínimo.
Luego, al
otro lado de esta marea ciudadana están los que pretenden que todo siga igual.
Ésos que justifican la pobreza y exigen al pobre que se esfuerce, tratándole de
vago y aprovechado. Que los habrá, pero son la minoría, igual que hay ricos,
que ya de por sí son minoría, y dentro de esta minoría, sólo son unos pocos a
los que me gustaría tener a mano. Esos que todavía piensan en términos de clase
social y su correlativa honorabilidad basada en apellidos y supuestas gestas
pretéritas que muchas veces sólo indican una dudosa inteligencia para saber a
quien arrimarse. Esos que consideran que su modus vivendi es no sólo el
correcto, sino el ÚNICO correcto de todos, y que tienen la obligación moral de imponérselo
a los equivocados.
Yo, por
encima de todo, quiero una democracia donde los ritmos y los ánimos estén
sosegados. Independientemente de mis creencias sociopolíticas y culturales que
nunca he escondido, y que considero mucho más cercanas a las creencias que
dicen sustentar los conservadores, lo que quiero es eliminar esa agresividad
que subyace en los debates enconados de esta sociedad condenada a convivir unos
con otros. Más allá de las injusticias sociales crecientes en esa sociedad
occidental tan neurótica, me preocupa la facilidad con que se tuercen los
gestos, se recurre al insulto y gotean los colmillos. Parece que vivimos con la
navaja siempre preparada entre los dientes, dispuesta a utilizarla sin medir
con quien o en qué situación, sin recapacitar dos cosas básicas:
Quizá las
disquisiciones por las que estamos dispuestos a partirnos la cara con quien sea
son menos importantes que los valores de la paciencia, el debate, el consenso y
la capacidad para convivir en un mismo grupo con personas de ideologías
diferentes. Parece que nadie está dispuesto a dar su brazo a torcer, añadido
todo esto a la aparente necesidad que tienen muchas personas de obligar al
resto a comulgar con sus creencias y a obligar por la vía legislativa a adoptar
los modos y costumbres que derivan de ellas.
Más
importante que el punto anterior es el siguiente. Por debajo de todas estas
cuestiones hay algo más siniestro y escondido, más profundo y que debería
preocuparnos. Hablo de la manipulación soterrada y perfectamente dirigida por
los grupos de interés que controlan los poderes fácticos para dividirnos en
grupos cada vez más pequeños, más enfrentados y por supuesto más desvalidos y
al alcance de sus aviesas garras. Nos quieren cabreados y amedrentados unos con
otros, idiotizados por un volumen de información ingente y además inservible,
bloqueados por la sucesión inasumible de actualidad que muere casi antes de ser
contada, incapaces de discernir las consecuencias de cada uno de sus actos.
Impasibles ante la miseria que están provocando por todo el globo, ante la
globalización de la desgracia, justificando la barbarie a la que nos han
insensibilizado de tanto enseñárnosla en telediarios y videojuegos.
Alberto Martínez Urueña
18/06/2015
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