Quizá sea,
reconózcolo, porque me gusta bastante tocar las pelotas, aunque entiendo que
esto choca con otras ideas que pretendo desperdigar a través de la red y que
tienen que ver más con el hermanamiento de los opuestos que con liarte la manta
a la cabeza y empezar a repartir collejas. Sin embargo, creo que hay gente a la
que hay que dar un par de calambrazos y que, según el voltaje que apliques,
quizá consigas que lleguen a romper el techo con la cabeza, el techo de un
edificio nacido de la cochambrosa moral publicitada por algunos embebidos en su
propia ignorancia.
Los números
todo lo soportan, y por supuesto que saldremos de la crisis, aunque sea en
parámetros macroeconómicos, que son los que se la ponen dura a los inversores
del IBEX, en base a la probabilidad de jugosos retornos financieros. Por
supuesto que no estoy en contra de que se pueda invertir los dinerillos, o
dinerazos, y sacar por ello un rendimiento, pero la pretensión de que esto
tiene consecuencias neutras para el que pone la plata es demasiado simplista.
La realidad
es compleja. La ciencia social nos ha vendido modelos que tratan de
representarla en sus aspectos básicos para intentar comprenderla y hacer
inferencias que sirvan a la toma de decisiones en muy diversos campos, entre
otros, en el económico. Sin embargo, en la práctica, vivimos en un sistema
social en que todo y todos estamos interconectados de una manera más complicada
de lo que un modelo sistematizado y matemático es capaz de representar.
¿Qué se
considera un genocidio? Son palabras mayores, es cierto. Un genocidio es lo de
la Segunda Guerra Mundial con los judíos y otras minorías, lo de Stalin y las
vacaciones con pensión completa en Siberia, las fiestas de los Jemeres Rojos de
Camboya y las limpiezas étnicas de África llevadas a cabo por gobernantes
amigos de un Occidente experto en mirar hacia otro lado. También es un
genocidio –aunque en estos casos ganaron los “buenos”– el trato dispensado a lo
largo de gran parte del siglo veinte a la práctica totalidad de las minorías
que intentan sobrevivir con su cultura y sus costumbres en nuestro rutilante
mundo de neón. El rato recibido por los negros, los indios tanto del Norte como
del Sur de América, los aborígenes australianos…
En la prensa,
hoy en día se utilizan las palabras con demasiada gratuidad. Un genocidio está
claro que consiste en la aplicación brutal y sistemática de todo un aparato expresamente
ideado para eliminar a una ingente cantidad de personas que comparten alguna
característica que resulta incómoda al hijo de puta que la promueve. Los
niveles de sufrimiento aplicados en dictaduras como la argentina, la guineana o
la saudí nos pueden servir de reconocidos ejemplos.
Sin embargo,
podemos decir que en las últimas décadas de los países occidentales, los derechos
humanos –en cuanto a torturas masivas, legislaciones limitadoras del derecho a
la vida o a la dignidad humana y otras barbaridades comunes a otras épocas– se
han visto salvaguardados dentro de sus territorios. No obstante, cuando
hablamos de otros lares, la cosa cambia, y ésta se determina en función de los
intereses económicos que predominen, como vemos en las “heroicas liberaciones”
que se llevaron a cabo en los países de la primavera árabe, o la dejadez
absoluta con respecto a las guerras africanas.
En nuestros
territorios estamos a salvo. El centenar de mujeres muertas al año en nuestro
país a manos de sus parejas no puede considerarse un genocidio, porque no
alcanza cifras que escalofríen a cualquiera. Ni que decir tiene que las muertes
prematuras provocadas por la mala calidad del aire, que el último informe de
Ecologías en Acción sitúa en veintisiete mil en nuestro país, no es un
genocidio porque no se dirige a un grupúsculo concreto y marginal. Ya no
hablemos del número de suicidios provocados por la crisis económica en Europa y
América– esa crisis de la que nadie es responsable directo, pero de la que
algunos nos responsabilizan a todos – y que también supera los veinte mil:
tocamos a repartir entre tantos que no se puede considerar un porcentaje destacado,
ni siquiera si considerásemos los efectos sobre la salud a largo plazo
provocados por toda la casuística de trastornos, como la depresión o la
malnutrición infantil. Así como los centenares de miles de muertos por un
tabaco cuyo cultivo se subvenciona por la Unión Europea o la permisividad con
el consumo de drogas y alcohol por menores… Todo esto no puede considerarse un
genocidio porque, además de no poder coger a un único y concreto hijo de puta y
colgarle en plaza pública, no hay una intención flagrante de asesinar a
millones de personas por el simple hecho de que molestan.
Ojo, no hay
una intención directa de acabar con ellos, pero molestan, y mucho. Intentar
acabar con todas estas lacras supondría un perjuicio evidente para el crecimiento
económico mundial. Quizá, gracias a ese sacrosanto crecimiento al que se rinde
pleitesía desde todos los altares podamos destinar recursos para solventarlos.
Siempre que sea rentable…
Alberto Martínez Urueña
24-06-2015
1 comentario:
Ojo que la Ley Mordaza, perfectamente podría desarrollarse con la Ley de Fugas. Si han intentado resucitar a su Excremencia por Decretazo, al tiempo.
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