martes, 30 de junio de 2015

Grecia 2015


            Cómo para quedarme al margen del tema… Con el tema de la crisis, aquí todo el mundo larga por la húmeda, incluso los que no han visto una gráfica en su vida, como si esto fuera un partido de la roja, así que no voy yo a ser menos. Y es que el tema de Grecia vuelve a merecerlo, como un buen miura en una tarde de Las Ventas.

            Me sé toda la retahíla de excusas que enarbola la peña para condenar al ostracismo a todo el pueblo griego. Que si elegir gobernantes serios, que si se creían que todo ese desenfreno de gasto puede sostenerse, que si la abuela fuma… Ahora todo el mundo ortodoxo ladra contra el Gobierno griego porque dicen que su heterodoxia de izquierdas es un peligro mundial, pero se olvidan de que fueron sus amiguetes liberales y socialdemócratas, unas veces unos, otras veces otros, los que gobernaron el país y lo llevaron a la miseria. Eran ellos los que defendían las bondades de la economía del país, y de cómo todo ese gasto se podía sostener sin problemas, y también recuerdo a esas empresas de calificación crediticia diciendo que la deuda griega merecía una triple A positiva como un solete de grande. Grecia era un país simpático dentro de la vieja Europa en el que todo el mundo confiaba, y sus dirigentes, personajes serios que sabían hacer una lectura correcta de la realidad que manejaban. Ningún organismo internacional levantaba la voz, y sus divisiones de control asentían convencidas del correcto funcionar del sistema. Los bancos europeos –sus dirigentes, que son los que deciden estas cosas– les prestaban los dineros con una magnífica sonrisa profident, orgullosos de su ojo financiero para saber rentabilizar sus inversiones, y exigían un tipo de interés de acuerdo a sus análisis de riesgo, como se ha hecho siempre, y todo de acuerdo a las reglas de la Economía del capital.

            Pero llegó la crisis, y todo cambió de la noche a la mañana. Recuerdo como asistí, atónito igual que otros muchos, aquel quince de septiembre de dos mil ocho, a la quiebra de Lehman Brothers, y de como Luis de Guindos se quedó en el paro. Y el mundo occidental entró en crisis. O más bien en una montaña rusa de crisis sucesivas que todavía hoy persisten en sus efectos. Y Grecia dejó de ser creíble. Resultó que su estructura económica no tenía suficiente capacidad de producción para generar los beneficios requeridos para devolver el dinero prestado. Aquí es donde estamos, y aquí es donde se ha liado parda. Tenemos a todos los actores del guion, cada uno representando su papel y su función. La típica jaula de grillos, pero con traje de Armani.

            ¿Recordáis como se luchaban las guerras en la Edad Media? Había una serie de señores, a cual más burro, que se reunían en fiestas de luces y colores, y que parecían llevarse bien, sin grandes problemas, en lo que se gastaban el dinero que no era suyo en banquetes y cogorzas. Iban a la guerra hombro con hombro y se repartían los despojos, disfrazando las matanzas con soliloquios para analfabetos. Hasta que sus intereses se entrecruzaban y entonces se partían la cara entre ellos por tal o cual territorio sobre el que decían tener derecho, ya fuera éste divino o prosaico. A veces ganaban, y se hacían construir estatuas en bronce con pantalones ajustados de la época, de los de marcar paquete; otras, hincaban rodilla en tierra y salían en cuadros como La rendición de Breda, bien peinados. Al final, parece que la historia se va repitiendo, con distintos campos de batalla, pero con los intereses de siempre: quedarme con lo que considero que es mío, y que tiene el otro. Como sea.

            Todo sigue igual en el frente, de hecho. De los soldados no se acuerda ni la madre que les parió. Aquí, y entonces, siempre la espichan los mismos, los soldados de a pie, los que están difuminados al fondo del cuadro, sujetando su lanza y la del compañero caído, con la suela del zapato llena de sangre anónima. Llena de sangre como la suya, de peña a la que no conocía y con la que se ha partido el alma porque el hijo de puta que sale en el centro del cuadro le dijo que tenía que hacerlo. Por la gloria de las Españas, o de las Europas, o de las economías de libre mercado que salvaguardan la libertad del ser humano para hacer negocio y fortuna dejando su conciencia libre de pecado por los caídos al paso del filo de su espada. Esos soldados somos nosotros, a los que nuestros dirigentes y sus herramientas de poder fáctico envenenan para que nos cisquemos en los muertos de los griegos que vivieron a nuestra costa y nuestro dinero. Para que les demos el poder cada cuatro años, justificado en la protección que nos brindan cual mafiosos, velando por el pueblo pero sin el pueblo, masa ignorante de plebeyos sin cabeza.

            Esa es mi opinión, la que me ha pedido más de uno, y que tengo muy clara en mi cabeza. No pienso levantar una espada en este frente contra gente igual de desprotegida que yo mismo contra los desmanes de los poderosos que, como han hecho desde hace siglos, se reparten el pastel utilizándonos dentro de un tablero de ajedrez en el que no nos consideran más que sus peones. 

Alberto Martínez Urueña 30-06-2015

miércoles, 24 de junio de 2015

Genocidios


            Quizá sea, reconózcolo, porque me gusta bastante tocar las pelotas, aunque entiendo que esto choca con otras ideas que pretendo desperdigar a través de la red y que tienen que ver más con el hermanamiento de los opuestos que con liarte la manta a la cabeza y empezar a repartir collejas. Sin embargo, creo que hay gente a la que hay que dar un par de calambrazos y que, según el voltaje que apliques, quizá consigas que lleguen a romper el techo con la cabeza, el techo de un edificio nacido de la cochambrosa moral publicitada por algunos embebidos en su propia ignorancia.

            Los números todo lo soportan, y por supuesto que saldremos de la crisis, aunque sea en parámetros macroeconómicos, que son los que se la ponen dura a los inversores del IBEX, en base a la probabilidad de jugosos retornos financieros. Por supuesto que no estoy en contra de que se pueda invertir los dinerillos, o dinerazos, y sacar por ello un rendimiento, pero la pretensión de que esto tiene consecuencias neutras para el que pone la plata es demasiado simplista.

            La realidad es compleja. La ciencia social nos ha vendido modelos que tratan de representarla en sus aspectos básicos para intentar comprenderla y hacer inferencias que sirvan a la toma de decisiones en muy diversos campos, entre otros, en el económico. Sin embargo, en la práctica, vivimos en un sistema social en que todo y todos estamos interconectados de una manera más complicada de lo que un modelo sistematizado y matemático es capaz de representar.

            ¿Qué se considera un genocidio? Son palabras mayores, es cierto. Un genocidio es lo de la Segunda Guerra Mundial con los judíos y otras minorías, lo de Stalin y las vacaciones con pensión completa en Siberia, las fiestas de los Jemeres Rojos de Camboya y las limpiezas étnicas de África llevadas a cabo por gobernantes amigos de un Occidente experto en mirar hacia otro lado. También es un genocidio –aunque en estos casos ganaron los “buenos”– el trato dispensado a lo largo de gran parte del siglo veinte a la práctica totalidad de las minorías que intentan sobrevivir con su cultura y sus costumbres en nuestro rutilante mundo de neón. El rato recibido por los negros, los indios tanto del Norte como del Sur de América, los aborígenes australianos…

            En la prensa, hoy en día se utilizan las palabras con demasiada gratuidad. Un genocidio está claro que consiste en la aplicación brutal y sistemática de todo un aparato expresamente ideado para eliminar a una ingente cantidad de personas que comparten alguna característica que resulta incómoda al hijo de puta que la promueve. Los niveles de sufrimiento aplicados en dictaduras como la argentina, la guineana o la saudí nos pueden servir de reconocidos ejemplos.

            Sin embargo, podemos decir que en las últimas décadas de los países occidentales, los derechos humanos –en cuanto a torturas masivas, legislaciones limitadoras del derecho a la vida o a la dignidad humana y otras barbaridades comunes a otras épocas– se han visto salvaguardados dentro de sus territorios. No obstante, cuando hablamos de otros lares, la cosa cambia, y ésta se determina en función de los intereses económicos que predominen, como vemos en las “heroicas liberaciones” que se llevaron a cabo en los países de la primavera árabe, o la dejadez absoluta con respecto a las guerras africanas.

            En nuestros territorios estamos a salvo. El centenar de mujeres muertas al año en nuestro país a manos de sus parejas no puede considerarse un genocidio, porque no alcanza cifras que escalofríen a cualquiera. Ni que decir tiene que las muertes prematuras provocadas por la mala calidad del aire, que el último informe de Ecologías en Acción sitúa en veintisiete mil en nuestro país, no es un genocidio porque no se dirige a un grupúsculo concreto y marginal. Ya no hablemos del número de suicidios provocados por la crisis económica en Europa y América– esa crisis de la que nadie es responsable directo, pero de la que algunos nos responsabilizan a todos – y que también supera los veinte mil: tocamos a repartir entre tantos que no se puede considerar un porcentaje destacado, ni siquiera si considerásemos los efectos sobre la salud a largo plazo provocados por toda la casuística de trastornos, como la depresión o la malnutrición infantil. Así como los centenares de miles de muertos por un tabaco cuyo cultivo se subvenciona por la Unión Europea o la permisividad con el consumo de drogas y alcohol por menores… Todo esto no puede considerarse un genocidio porque, además de no poder coger a un único y concreto hijo de puta y colgarle en plaza pública, no hay una intención flagrante de asesinar a millones de personas por el simple hecho de que molestan.

            Ojo, no hay una intención directa de acabar con ellos, pero molestan, y mucho. Intentar acabar con todas estas lacras supondría un perjuicio evidente para el crecimiento económico mundial. Quizá, gracias a ese sacrosanto crecimiento al que se rinde pleitesía desde todos los altares podamos destinar recursos para solventarlos. Siempre que sea rentable… 

Alberto Martínez Urueña 24-06-2015

jueves, 18 de junio de 2015

Más allá de las urnas (y sus guerras)


            Aquí estoy de nuevo, en el candelero, después de un periodo silencioso a que la falta de tiempo me ha condenado. Silencio que no ha sido compartido por la república independiente de mi cabeza, que está más insurgente que nunca. Supongo que el alzamiento popular que se ha producido contra los caciques y facinerosos que llevan expoliando nuestra tierra desde hace décadas me ha dado alas para pensar que un sistema más depurado y representativo es posible. Ni siquiera entro en que sea un sistema socialmente más justo, porque depende de la voluntad de un pueblo compuesto por más de cuarenta millones de personas, de las cuales están llamadas al voto unos treinta y cinco. La voluntad popular puede elegir un sistema regresivo que prime los intereses individuales sobre los colectivos, pero si es la opción de la mayoría habría que aceptarlo. Siempre que respete los derechos humanos, claro.

            Hay una creciente marea ciudadana que reclama una democracia mejor. Y cuando hablan de mejor, se refieren a una democracia que defienda a sus ciudadanos más débiles de los intereses particulares de unos poderes fácticos incapaces de empatizar con las necesidades básicas que todos tenemos. Empezando por un trato medianamente digno que no menosprecie la valía como ser humano de cada uno de nosotros. Nadie pretende hacerse rico por la cara, o al menos, la inmensa mayoría sólo pretende tener una vida más o menos sencilla, desprovista de preocupaciones exageradas como pueda ser no poder afrontar un gasto inesperado, no poder dar a sus hijos una alimentación decente y una educación legítima o no estar con la espada de Damocles a dos milímetros del cuello cada vez que la economía le de una escusa al jefe para despedir a la mitad de la plantilla. Esta manea ciudadana no reclama hacerse rico por la cara, digo; sólo quiere quitarse de la espalda la suela de tres o cuatro hijos de puta que disfrutan demostrándole a la peña quien es el que manda. No están hablando de expoliar a nadie su fortuna; más bien, reclaman que determinados desalmados no vivan al margen de una sociedad de la que detraen su riqueza sin ningún tipo de compasión, y a la que no quieren aportar más que lo mínimo.

            Luego, al otro lado de esta marea ciudadana están los que pretenden que todo siga igual. Ésos que justifican la pobreza y exigen al pobre que se esfuerce, tratándole de vago y aprovechado. Que los habrá, pero son la minoría, igual que hay ricos, que ya de por sí son minoría, y dentro de esta minoría, sólo son unos pocos a los que me gustaría tener a mano. Esos que todavía piensan en términos de clase social y su correlativa honorabilidad basada en apellidos y supuestas gestas pretéritas que muchas veces sólo indican una dudosa inteligencia para saber a quien arrimarse. Esos que consideran que su modus vivendi es no sólo el correcto, sino el ÚNICO correcto de todos, y que tienen la obligación moral de imponérselo a los equivocados.

            Yo, por encima de todo, quiero una democracia donde los ritmos y los ánimos estén sosegados. Independientemente de mis creencias sociopolíticas y culturales que nunca he escondido, y que considero mucho más cercanas a las creencias que dicen sustentar los conservadores, lo que quiero es eliminar esa agresividad que subyace en los debates enconados de esta sociedad condenada a convivir unos con otros. Más allá de las injusticias sociales crecientes en esa sociedad occidental tan neurótica, me preocupa la facilidad con que se tuercen los gestos, se recurre al insulto y gotean los colmillos. Parece que vivimos con la navaja siempre preparada entre los dientes, dispuesta a utilizarla sin medir con quien o en qué situación, sin recapacitar dos cosas básicas:

            Quizá las disquisiciones por las que estamos dispuestos a partirnos la cara con quien sea son menos importantes que los valores de la paciencia, el debate, el consenso y la capacidad para convivir en un mismo grupo con personas de ideologías diferentes. Parece que nadie está dispuesto a dar su brazo a torcer, añadido todo esto a la aparente necesidad que tienen muchas personas de obligar al resto a comulgar con sus creencias y a obligar por la vía legislativa a adoptar los modos y costumbres que derivan de ellas.

            Más importante que el punto anterior es el siguiente. Por debajo de todas estas cuestiones hay algo más siniestro y escondido, más profundo y que debería preocuparnos. Hablo de la manipulación soterrada y perfectamente dirigida por los grupos de interés que controlan los poderes fácticos para dividirnos en grupos cada vez más pequeños, más enfrentados y por supuesto más desvalidos y al alcance de sus aviesas garras. Nos quieren cabreados y amedrentados unos con otros, idiotizados por un volumen de información ingente y además inservible, bloqueados por la sucesión inasumible de actualidad que muere casi antes de ser contada, incapaces de discernir las consecuencias de cada uno de sus actos. Impasibles ante la miseria que están provocando por todo el globo, ante la globalización de la desgracia, justificando la barbarie a la que nos han insensibilizado de tanto enseñárnosla en telediarios y videojuegos.

 

Alberto Martínez Urueña 18/06/2015