Andaba yo dándole vueltas a la peonza sobre qué escribir después de un descanso aseguro que obligado, y no acababa de ponerme de acuerdo. Que si Rato y sus trapicheos mafiosos con las black, el blanqueo de capitales y sus demás historias; que si la Junta de Castilla y León con el tema de las eólicas, el edificio de la ADE y sus conexiones con la Gürtel; que si los ERE de Andalucía y la pertinaz resistencia de Griñán y Chaves de jubilarse de una vez por todas y dejar que la justicia les trate como a los vulgares imputados que deberían ser; que si las estrategias de los medios de comunicación casposos y, sobre todo, interesados según sus inversores, de manipular la opinión pública en favor de sus candidatos, y sobre todo, en contra de todos los demás. En esas estaba, digo, cuando la vida me ha sonreído, me ha dado un regalo de los que merecen la pena mencionar, y ha sido un poco de tiempo para sentarme en una de las butacas de mi salón y abrir un libro.
Porque no me canso de repetirlo, que
hay cosas importantes y otras que no lo son. Y la verdad, los políticos y sus piruetas,
por mucho que ocupen portadas y columnas de opinión, es de las segundas;
únicamente sirven para tomarse unas cañas y hablar de algo cuando la
conversación se pone un poco esquiva. Otra cuestión, por cierto, serían las
consecuencias que derivan de todo esto, es una discusión diferente, porque va
de principios y dignidades, de un terreno donde esos salteadores de caminos en
mala hora decidieron meterse: han demostrado que no son merecedores de nuestra
confianza a la hora de salvaguardar los derechos más básicos. Más relevante todavía
es la responsabilidad de cada uno de nosotros en las actitudes que adoptamos ante
las cuestiones que nos afectan como colectividad. No hablo de intentar cambiar
el mundo, sino de intentar que nuestras actuaciones cotidianas sean lo más
humanas posible.
Pero no estábamos con eso, que me
pierdo. En primer lugar, porque si se habla de literatura, el resto sobra,
salvo que se trate de algún otro tipo de arte capaz de elevar el alma humana a
las cotas más altas a las que jamás nadie las elevó antes. Ya, si hablamos de
literatura buena –que también la hay mala, por mucho que digan ciertos
listillos– es el no-va-más. Comentaba hace unos días con una de vosotras la
necesidad que tenemos en este país de analfabetos de una buena educación, a la
altura de la Historia en la que nos movemos, con las herramientas y los
mecanismos, y la organización, que ya han demostrado hace décadas su buen
funcionamiento en aquellos países donde se han implantado y que hoy en día
están mucho más adelantados este vulgar reino de Taifas en manos de caciques
iletrados. Por supuesto, metodologías muy alejadas de las que aplican en esa
nostálgica reforma que nos ha metido entre ceja y ceja el señor Wert, que nos
retrotrae a una época de la que hicimos muy bien en salir. Y no hay mejor
educación que un buen libro.
Ya me he explayado otras veces con
respecto a los grandes de nuestra castellana literatura, pero he de reconocer
que, en otros países, y en otras épocas, también han sabido construir
decentemente algún que otro párrafo. No hace falta irse a Shakespeare, a pesar
de que el tío era un genio, para corroborar esta afirmación. Atreveos a pasear
la mirada por los versos de Cyrano; por las epopeyas de Aquiles, Ulises y
compañía; por las increíbles disertaciones de los hermanos Karamázov; y otros
muchos para los que no tengo espacio. Las mentes más ilustres de la historia
dejaron sus pensamientos escritos sobre el papel para que cada uno de nosotros pudiéramos
ilustrarnos con ellos. No es un tema baladí, y de hecho, en esta actualidad tan
asfixiante en la que nos han metido esos bastardos que ahora disfrutan de los
dividendos que les ha producido esta gran putada económica en la que llevamos
más de siete años metidos, es mucho más importante. Los libros nos demuestran
que los cambios se pueden producir, que soñar es gratis y que además nos ayuda
a ver ese destino al que tenemos que intentar aspirar, tanto individual como
colectivo. Leer amplia la mente, ayuda a conseguir una coherencia lógica y
genera una empatía instantánea con personas a las que nunca conocerás, algo muy
necesario en un mundo en el que el sufrimiento ajeno parece cada vez más el
guion de una película que ves en un momento dado y, una vez consumido, ya deja
de importar. Un mundo occidental donde los dos mil quinientos muertos –y subiendo–
en Nepal, los miles de naufragos en el Mare Nostrum al año, las guerras
africanas y sus pandemias de dudosa procedencia nos dejan cada vez más indiferentes.
La buena literatura nos entrega humanidad
sin pedir nada a cambio. O sólo un pequeño desembolso, y un poco de tiempo al
día para dedicárselo. Puede ser una poesía Lorca, un texto corto de Murakami –o
de mi amigo Julien–, una gorda novela que te transporte a lugares ignotos o un
ensayo donde el autor te ofrezca su opinión mediante una depurada dialéctica.
Con cualquiera de ellas te acercaras a los seres humanos que te rodean, de cerca
en tu casa y en tu barrio, o de lejos. Y sobre todo, te acercarás a ese que se
muere por mostrársete, ese que pugna por traspasarte los poros de una piel
recauchutada por una sociedad cada vez más cínica.
Alberto Martínez Urueña 27-04-2015
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