lunes, 27 de abril de 2015

Un poquito de literatura


            Andaba yo dándole vueltas a la peonza sobre qué escribir después de un descanso aseguro que obligado, y no acababa de ponerme de acuerdo. Que si Rato y sus trapicheos mafiosos con las black, el blanqueo de capitales y sus demás historias; que si la Junta de Castilla y León con el tema de las eólicas, el edificio de la ADE y sus conexiones con la Gürtel; que si los ERE de Andalucía y la pertinaz resistencia de Griñán y Chaves de jubilarse de una vez por todas y dejar que la justicia les trate como a los vulgares imputados que deberían ser; que si las estrategias de los medios de comunicación casposos y, sobre todo, interesados según sus inversores, de manipular la opinión pública en favor de sus candidatos, y sobre todo, en contra de todos los demás. En esas estaba, digo, cuando la vida me ha sonreído, me ha dado un regalo de los que merecen la pena mencionar, y ha sido un poco de tiempo para sentarme en una de las butacas de mi salón y abrir un libro.

            Porque no me canso de repetirlo, que hay cosas importantes y otras que no lo son. Y la verdad, los políticos y sus piruetas, por mucho que ocupen portadas y columnas de opinión, es de las segundas; únicamente sirven para tomarse unas cañas y hablar de algo cuando la conversación se pone un poco esquiva. Otra cuestión, por cierto, serían las consecuencias que derivan de todo esto, es una discusión diferente, porque va de principios y dignidades, de un terreno donde esos salteadores de caminos en mala hora decidieron meterse: han demostrado que no son merecedores de nuestra confianza a la hora de salvaguardar los derechos más básicos. Más relevante todavía es la responsabilidad de cada uno de nosotros en las actitudes que adoptamos ante las cuestiones que nos afectan como colectividad. No hablo de intentar cambiar el mundo, sino de intentar que nuestras actuaciones cotidianas sean lo más humanas posible.

            Pero no estábamos con eso, que me pierdo. En primer lugar, porque si se habla de literatura, el resto sobra, salvo que se trate de algún otro tipo de arte capaz de elevar el alma humana a las cotas más altas a las que jamás nadie las elevó antes. Ya, si hablamos de literatura buena –que también la hay mala, por mucho que digan ciertos listillos– es el no-va-más. Comentaba hace unos días con una de vosotras la necesidad que tenemos en este país de analfabetos de una buena educación, a la altura de la Historia en la que nos movemos, con las herramientas y los mecanismos, y la organización, que ya han demostrado hace décadas su buen funcionamiento en aquellos países donde se han implantado y que hoy en día están mucho más adelantados este vulgar reino de Taifas en manos de caciques iletrados. Por supuesto, metodologías muy alejadas de las que aplican en esa nostálgica reforma que nos ha metido entre ceja y ceja el señor Wert, que nos retrotrae a una época de la que hicimos muy bien en salir. Y no hay mejor educación que un buen libro.

            Ya me he explayado otras veces con respecto a los grandes de nuestra castellana literatura, pero he de reconocer que, en otros países, y en otras épocas, también han sabido construir decentemente algún que otro párrafo. No hace falta irse a Shakespeare, a pesar de que el tío era un genio, para corroborar esta afirmación. Atreveos a pasear la mirada por los versos de Cyrano; por las epopeyas de Aquiles, Ulises y compañía; por las increíbles disertaciones de los hermanos Karamázov; y otros muchos para los que no tengo espacio. Las mentes más ilustres de la historia dejaron sus pensamientos escritos sobre el papel para que cada uno de nosotros pudiéramos ilustrarnos con ellos. No es un tema baladí, y de hecho, en esta actualidad tan asfixiante en la que nos han metido esos bastardos que ahora disfrutan de los dividendos que les ha producido esta gran putada económica en la que llevamos más de siete años metidos, es mucho más importante. Los libros nos demuestran que los cambios se pueden producir, que soñar es gratis y que además nos ayuda a ver ese destino al que tenemos que intentar aspirar, tanto individual como colectivo. Leer amplia la mente, ayuda a conseguir una coherencia lógica y genera una empatía instantánea con personas a las que nunca conocerás, algo muy necesario en un mundo en el que el sufrimiento ajeno parece cada vez más el guion de una película que ves en un momento dado y, una vez consumido, ya deja de importar. Un mundo occidental donde los dos mil quinientos muertos –y subiendo– en Nepal, los miles de naufragos en el Mare Nostrum al año, las guerras africanas y sus pandemias de dudosa procedencia nos dejan cada vez más indiferentes.

            La buena literatura nos entrega humanidad sin pedir nada a cambio. O sólo un pequeño desembolso, y un poco de tiempo al día para dedicárselo. Puede ser una poesía Lorca, un texto corto de Murakami –o de mi amigo Julien–, una gorda novela que te transporte a lugares ignotos o un ensayo donde el autor te ofrezca su opinión mediante una depurada dialéctica. Con cualquiera de ellas te acercaras a los seres humanos que te rodean, de cerca en tu casa y en tu barrio, o de lejos. Y sobre todo, te acercarás a ese que se muere por mostrársete, ese que pugna por traspasarte los poros de una piel recauchutada por una sociedad cada vez más cínica.

 

Alberto Martínez Urueña 27-04-2015

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