Me explicaré con cuidado porque el
tema es demasiado sangrante, se presta demasiado a la irracionalidad emocional
–aunque todo el mundo quiera revestirle con alguna prenda lógica– y sólo se
dicen las barbaridades típicas de quien se encuentra dentro del bosque y no
puede verlo en su conjunto.
Reconozco que a veces he sido
víctima precisamente de esto último: dejas que la cuestión y sus argumentos te
introduzcan en el círculo obsesivo de su retorcida retórica, y no acabas de
percatarte de que el problema en sí que pretenden plantear admite una
perspectiva más amplia.
Estoy hablando de los nacionalismos,
de las patrias y de las banderas, de la pertenencia a un grupo por tu
nacimiento y de las consecuencias que esto conlleva. Hablo de la noción de
propiedad sobre los territorios, sobre las personas y sobre sus destinos, y de
cómo estas definiciones y clasificaciones determinan de manera aplastante al
individuo. Y qué mejor momento para hacerlo que éste en que la derecha más
carca, rancia y dieciochesca de nuestro país se ha involucrado en una nueva
rencilla sobre estos temas territoriales y geográficos. Hablo de la derecha,
sí, que es esa corriente conservadora que habla con total libertad sobre lo que
considera suyo, sobre quién tiene qué derechos y qué maneras de ejercerlos
sobre el resto, y sobre donde llega su larga mano imperialista. Me da igual que
hablemos de la derecha centralista española o la derecha catalana, las dos
quieren exactamente lo mismo: un cortijo donde poner su bandera y gobernar las tierras
y a las personas que en ellas vivan.
No os equivoquéis. Los contextos han
cambiado, pero el discurso es el mismo que se mantenía por quienes ostentaban
el poder hace décadas o hace siglos. Es de agradecer que alguien, durante todo este tiempo, haya decidido que los conflictos
ya no se iban a solucionar a tortazos – aunque todavía queden nostálgicos a los
que el olor a pólvora se la ponga dura – porque cuestiones como las que nos
ocupan continuarían en una escalada de violencia verbal entre dos tipos que nos
llevarían a todos a tener que matarnos nuevamente por esos campos y esas
trincheras. No en vano, sólo la mitad del último siglo y lo que llevamos de
éste ha sido el espacio de tiempo en que los súbditos, villanos, proletarios y
ese largo etcétera con el que hemos sido llamados durante siglos, hemos dicho
que ya vale de ponernos un fusil en la mano y decirnos que matemos al vecino de
enfrente. Y sólo porque otro sujeto, más frío y más taimado, quería quedarse
con su piso.
Sí, evidentemente, yo he nacido en
España, me he criado en una cultura y tengo unos derechos y obligaciones
recogidos en su Constitución. Me gusta la paella, la playa cántabra, la
ovetense, los Picos de Europa y el Sistema Central. No me gusta Operación
Triunfo, odio la telebasura rosa y estoy orgulloso del siglo de oro y sus
artistas. Pero no estoy dispuesto a que ningún político de mierda, salpicado de
corrupción hasta las entretelas –aunque sólo sea por proximidad a tanto Gurtel,
financiación ilegal y demás– me diga lo que tengo o no tengo que imponer a
ninguna otra persona. Entre otras cosas porque no quiero imponer nada a nadie, no
me considero propietario más que de mi propio destino y de mis decisiones y
quiero que todo el mundo alcance como mucho esta convicción.
Pero ojo, esto no es un canto a favor del señor Mas y sus
gilipolleces, porque cualquier nacionalismo, por definición, está haciendo lo
mismo que hace el Estado Central, pero a distinta escala. Esto es: imponer su
idea de hasta dónde tiene que llegar una frontera sobre la que él pretende
mandar, qué ciudadanos son a los que les puede imponer leyes y de qué manera va
a dirigir, como antes decía, su cortijo. Estoy seguro que, de conseguir su
estado catalán, a posteriori no estaría muy de acuerdo si algún pueblo, por
ejemplo el aranés, se quisiera independizar de Cataluña. Haría exactamente lo
mismo, y con los mismos argumentos, que está haciendo el barbas de La Moncloa.
Esto, además, no es un alegato
anarquista. Sólo es un intento de poner sobre el papel cómo el discurso
político, por un lado tergiversa los argumentos, que no es poco, pero por otro
lado, exalta los ánimos y genera odios y violencia, un ejemplo más de por qué
hemos de rescatar la política de la mierda de políticos que nos está tocando sufrir
en los últimos tiempos. Es evidente que cualquier grupo ciudadano necesita una
estructura y unas instituciones; el problema le tenemos cuando nos encontramos al
frente de estos a personajes cuya altura moral es más que deficiente, rozan la
sociopatía y cuyos intereses son, en el mejor de los casos, dudosos. Por esto,
cuando alguien me saca el tema del independentismo catalán me toca bastante la
entrepierna: entrar en este juego sería ponérselo demasiado fácil a una gente
que de tanto esforzarse se han convertido en gentuza, además de cada vez estar
más claro que lo único en lo que están interesados es en salir bien guapos en
la foto mientras siguen sirviendo a intereses contrapuestos a los míos.
Alberto Martínez Urueña 17-11-2014