miércoles, 18 de junio de 2014

El rey ha muerto... ¿Viva el rey?


            Ya sabéis desde hace tiempo que me resulta complicado no posicionarme sobre las noticias de actualidad, y en concreto, permanecer con el teclado callado cuando se trata de determinadas cuestiones relativas al orden y estructura sociales. Por eso, el anuncio del rey de hace unos días acerca de su intención de abdicar y dejar libre el camino para que su hijo sea rey no podía quedar al margen de mi columna. Antes de nada, permitidme que haga una afirmación primordial sin la que el resto del artículo quedaría incompleto: ante todo soy pragmático y prefiero sistemas organizativos que funcionen; desde esa premisa, puede considerarse que da igual si hay monarquía parlamentaria o república. Sin embargo, precisamente por esa indiferencia de partida ante las dos posibles opciones, merece la pena posicionarse e intentar encontrar justificaciones para sustentar una opción u otra.
            Diré de primeras que, en contra de lo que dicta cierto borregismo, la república no es ni de derechas ni de izquierdas. A lo sumo, hace doscientos o trescientos años, cuando no había más ideología que la absoluta, se podría considerar progresista frente al conservadurismo del antiguo régimen que pretendía eso mismo: conservar una estructura previa que veía funcionando desde hacía mucho tiempo. Hoy en día, el Presidente de la República puede pertenecer a cualquier partido del arco parlamentario, o no pertenecer a ninguno, y tener la ideología que sea, y esto no tiene nada que ver con comunistas, socialistas, anarquistas, ni ninguna otra idea por la que pudiera oponerse alguien de derechas. Hay muchos países económica y socialmente avanzados que mantienen una estructura nobiliaria dentro de sus cargos institucionales y no por ello tienen ningún tipo de problema. De igual manera, sistemas presidencialistas como el francés o el americano funcionan perfectamente sin necesidad de realeza que les sirva de nexo común entre sus conciudadanos.
            Ahora bien, si nos movemos en el plano de las ideas, más allá del pragmatismo –y por supuesto más allá del juancarlismo– la cosa cambia radicalmente. Analizando ambos sistemas y la justificación que la sustenta podemos empezar a tener ciertos problemas para defender uno u otro. Yendo su raíz, vemos que la república tiene su origen precisamente en la oposición frontal contra las monarquías.
            ¿Cuál es por tanto el sustento ideológico del título real? Es decir, ¿qué dialéctica sustenta la abstracción monárquica? El discurso del ejecutivo de Rajoy no deja lugar a dudas: en la actualidad, la monarquía tiene sus cimientos en el artículo tercero de nuestra constitución, que define nuestra forma política como monarquía parlamentaria, y regula la figura real en el título segundo. Sin embargo, una ley no es ninguna justificación racional ya que puede cambiarse de la noche a la mañana y con el nuevo amanecer defenderíamos lo contrario. Es aquí donde la cosa empieza a quedarse coja, porque si nos vamos más atrás del año 78 el tufo de nuestra casa real empieza a oler muy parecido a una morgue con la calefacción puesta en cuarenta grados.
            Quedándonos en la misma familia borbónica que accedió al trono español a ganando una guerra –legitimación dudosamente válida en este siglo XXI– tenemos auténticos artistas de la desvergüenza y la tiranía, desde un abuelo asociado a un dictador como Primo de Rivera hasta uno de los mayores hijos de puta que parió la santa madre patria como fue Fernando VII, siempre bien dispuesto a afirmar una cosa y la contraria con tal de perpetuarse en el trono, y siempre voluntarioso y profuso en todo tipo de prácticas dictatoriales.
            Si nos remontamos un poquito más en la historia, no demasiado, tenemos a nuestros queridos Austrias. Los Felipes III y IV serían un fiel reflejo del potentado español, dedicados ambos a cualquier cosa menos a las funciones de su cargo, que dejaban en manos de personajes de largos apellidos y de costumbres bastante siniestras. Los dos primeros Felipes, psicópatas con aires de grandeza, imperialistas consumados, dilapidaron la riqueza del país, así como a las tropas que mandaban a luchar a cualquier rincón conocido de aquel mundo cada vez más grande.
            Antes estuvieron los Trastámara con su mal llamada, tergiversada y mentirosa Reconquista y con el disparo de salida de la estupidez nacional con aquel edicto de expulsión de árabes y judíos que destrozaron la estructura social, dejando unas llagas que hoy en día todavía sangran.
            En realidad, la única justificación que siempre ha existido es la mera herencia nobiliaria; si escalamos en el árbol genealógico, nos encontramos con ramaje bastante dudoso, y en la cúspide, quizá al más bestia de la tribu. Aquello de la sangre azul vestía fetén en los siglos precedentes, pero no conviene olvidar que esa misma sangre, mezclada entre sí, dio a un personaje como Carlos II. Si a la gente de este país le parece bien tener a una familia semejante de Jefes de Estado, legitimada en una legislación mutable, habrá que respetarlo, pero seamos sinceros: hoy en día no tienen capacidad ejecutiva que les haga verdaderamente útiles de ningún tipo, y la justificación histórica que sostiene su rango se parece bastante a cualquier leyenda mitológica que escribieran las culturas clásicas para explicar por qué todos los días sale el sol por el Oriente.

 

Alberto Martínez Urueña 18-06-2014

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