viernes, 27 de junio de 2014

Querido Alberto


            Joder, macho, estaba el otro día escuchando la radio –una de esas emisoras en las que ya no respetan ni a la monarquía ni a la santa sede ni a la santa madre que les parió– y me enteré de que ya falta poco para que consigas proteger de una vez por todas a esta sociedad de los desmanes del libertinaje y la irresponsabilidad gracias a tu ley del aborto. O mejor dicho, contra el aborto. No sé si te lo habrán contado, pero allí se repartieron hostias como en una catedral del Medievo, y la mayor parte de ellas iban dirigidas de forma directa o indirecta contra ti. Y claro, me dije, “pobrecillo, si tampoco está tan mal eso que está haciendo como para que le lluevan tales bofetones dialécticos”. Y me entraron ganas de defenderte un poco.
            Esa gente reaccionaria y pecadora no entiende tu postura. Creen que estás en contra de ellos, pero no es así; únicamente estás a favor de que determinadas cuestiones morales no queden al albur de la decisión de quienes han demostrado no ser dignas –y aquí uso el femenino adrede– de tal confianza. ¿Cómo vamos a tener en cuenta la opinión de “personas” que demuestran con sus actitudes y sus fornicaciones que no pueden regir su vida? Por supuesto que en otras facetas sí, pero cuando se trata de la salvación de su alma inmortal, la gente de bien no podemos quedarnos al margen y hemos de hacer todo lo posible por garantizar su salvación a pesar de ellos mismos. Perdón, mismas. No entienden tus desvelos, y te lo pagan como un mal hijo, criticando tu necesario celo en pro de la defensa de la moralidad ibérica. No en vano, España puede tener por orgullo ser uno de los países europeos en donde la Santa Sede no manda, pero sí aconseja a los diferentes ejecutivos sobre las posibles orientaciones que han de dar a los fondos públicos y las legislaciones emanadas del Parlamento.
            Tampoco te entienden esos hipócritas europeos. De los socialdemócratas lo podías esperar, es cierto, con sus ideologías sobre la libertad de conciencia que no tienen ni pies ni cabeza: ¿desde cuando el pueblo llano ha tenido la capacidad para tomar por sí mismo decisiones relevantes sobre su propia esfera privada, sin el necesario tutelaje de las élites? En cuestiones económicas sí; y, de hecho, tú y tu partido defendéis la libertad de conciencia para hacer y deshacer lo que sea con el patrimonio privado, y también en los negocios que se emprendan con ellos. Pero en cuestiones como lo del aborto, es distinto. Hombre, habiendo dinero de por medio siempre existirá la posibilidad de cometer el pecado fuera de vuestro cortijo, en Londres, o en cualquier otra cuna del diablo; pero aquí dentro no puede ser, y si no hay pelas para irse, te quedas y cumples como buen ciudadano.
            Pero, ¿qué pasa con los liberales, o los democristianos? No hablemos ya de otros como el Frente Popular francés, que han torcido un poco el gesto con tu proyecto, y han dicho no-sé-qué del derecho a la propia conciencia de las mujeres. Si quizá tengan razón, pero tu condición de practicante –de cierta secta con las ideas más claras que esos practicantuchos de pacotilla de la versión light del catolicismo– te impide, insisto, mirar para otro lado y no cuidar del pueblo y su acceso al reino futuro de los cielos. Parece que, salvando determinados países amigos con un progreso cultural quizá un poquito más atrasado que España, te van a mirar mal durante un tiempo cuando pasees palmito por Europa.
            Ah, por cierto, se me olvidaba comentarte una cosa. Evidentemente, en esta carta estoy utilizando un recurso lingüístico conocido como la ironía –te lo explico por si no llegaste a esa lección, cuando pasaste por el colegio– porque el contenido de la que debería escribirte sería un poquito más fuerte. A ver, utilizaría palabras reconocidas por los miembros de la Real Academia de la Lengua que, aunque pueden parecer un poco carcas, de esto entienden la hostia, y les han aplicado –a esas palabras, no te pierdas– unas definiciones muy concretas que a ti y a tus amigos os vendrían que ni pintadas. No, no tienen nada que ver con las que sueles escuchar por las medidas económicas clasistas y regresivas que estáis tomando desde el Consejo de Ministros para favorecer a vuestros amiguetes – ya sabes, la libertad de conciencia no alcanza a los negocios, ni a los euros–; son algo distintas y tienen que ver con otras cuestiones. No me malinterpretes, no soy más conciso porque tu colega, Fernández-Díaz, ha dicho que al que las utilice, aunque sea correctamente según la definición dada por la RAE, le puede caer un paquete del copón bendito. Y puedo ser un poco antisistema en mis apreciaciones, pero tampoco soy tonto.
            Así que aquí lo dejo, campeón. Parece que algunos de los ministros que nombró Rajoy –a él tampoco me atrevo a definirle– os habéis puesto como objetivo aunar a la opinión mayoritaria en contra vuestra. Y lo vais consiguiendo. De hecho, me he llegado a plantear si el auténtico programa electoral con el que os presentasteis –no ese que salía en la tele, ese ya dejasteis claro que era para la galería– no era cometer las mayores tropelías posibles desde el Gobierno, si no crearos enemigos allí por donde pasaseis.
            Un saludo. Espero que con esta legislatura ya hayas quedado ahíto de poder y, una vez que hemos visto el verdadero semblante que guardas detrás de tus impecables maneras, no vuelvas a asomar la cara por ningún puesto público. No te preocupes por tu legado y tu memoria, porque vas a quedar bien grabado en el recuerdo de muchos de nosotros.

            Atentamente de tu tocayo

Alberto Martínez Urueña 27-06-2014

miércoles, 18 de junio de 2014

El rey ha muerto... ¿Viva el rey?


            Ya sabéis desde hace tiempo que me resulta complicado no posicionarme sobre las noticias de actualidad, y en concreto, permanecer con el teclado callado cuando se trata de determinadas cuestiones relativas al orden y estructura sociales. Por eso, el anuncio del rey de hace unos días acerca de su intención de abdicar y dejar libre el camino para que su hijo sea rey no podía quedar al margen de mi columna. Antes de nada, permitidme que haga una afirmación primordial sin la que el resto del artículo quedaría incompleto: ante todo soy pragmático y prefiero sistemas organizativos que funcionen; desde esa premisa, puede considerarse que da igual si hay monarquía parlamentaria o república. Sin embargo, precisamente por esa indiferencia de partida ante las dos posibles opciones, merece la pena posicionarse e intentar encontrar justificaciones para sustentar una opción u otra.
            Diré de primeras que, en contra de lo que dicta cierto borregismo, la república no es ni de derechas ni de izquierdas. A lo sumo, hace doscientos o trescientos años, cuando no había más ideología que la absoluta, se podría considerar progresista frente al conservadurismo del antiguo régimen que pretendía eso mismo: conservar una estructura previa que veía funcionando desde hacía mucho tiempo. Hoy en día, el Presidente de la República puede pertenecer a cualquier partido del arco parlamentario, o no pertenecer a ninguno, y tener la ideología que sea, y esto no tiene nada que ver con comunistas, socialistas, anarquistas, ni ninguna otra idea por la que pudiera oponerse alguien de derechas. Hay muchos países económica y socialmente avanzados que mantienen una estructura nobiliaria dentro de sus cargos institucionales y no por ello tienen ningún tipo de problema. De igual manera, sistemas presidencialistas como el francés o el americano funcionan perfectamente sin necesidad de realeza que les sirva de nexo común entre sus conciudadanos.
            Ahora bien, si nos movemos en el plano de las ideas, más allá del pragmatismo –y por supuesto más allá del juancarlismo– la cosa cambia radicalmente. Analizando ambos sistemas y la justificación que la sustenta podemos empezar a tener ciertos problemas para defender uno u otro. Yendo su raíz, vemos que la república tiene su origen precisamente en la oposición frontal contra las monarquías.
            ¿Cuál es por tanto el sustento ideológico del título real? Es decir, ¿qué dialéctica sustenta la abstracción monárquica? El discurso del ejecutivo de Rajoy no deja lugar a dudas: en la actualidad, la monarquía tiene sus cimientos en el artículo tercero de nuestra constitución, que define nuestra forma política como monarquía parlamentaria, y regula la figura real en el título segundo. Sin embargo, una ley no es ninguna justificación racional ya que puede cambiarse de la noche a la mañana y con el nuevo amanecer defenderíamos lo contrario. Es aquí donde la cosa empieza a quedarse coja, porque si nos vamos más atrás del año 78 el tufo de nuestra casa real empieza a oler muy parecido a una morgue con la calefacción puesta en cuarenta grados.
            Quedándonos en la misma familia borbónica que accedió al trono español a ganando una guerra –legitimación dudosamente válida en este siglo XXI– tenemos auténticos artistas de la desvergüenza y la tiranía, desde un abuelo asociado a un dictador como Primo de Rivera hasta uno de los mayores hijos de puta que parió la santa madre patria como fue Fernando VII, siempre bien dispuesto a afirmar una cosa y la contraria con tal de perpetuarse en el trono, y siempre voluntarioso y profuso en todo tipo de prácticas dictatoriales.
            Si nos remontamos un poquito más en la historia, no demasiado, tenemos a nuestros queridos Austrias. Los Felipes III y IV serían un fiel reflejo del potentado español, dedicados ambos a cualquier cosa menos a las funciones de su cargo, que dejaban en manos de personajes de largos apellidos y de costumbres bastante siniestras. Los dos primeros Felipes, psicópatas con aires de grandeza, imperialistas consumados, dilapidaron la riqueza del país, así como a las tropas que mandaban a luchar a cualquier rincón conocido de aquel mundo cada vez más grande.
            Antes estuvieron los Trastámara con su mal llamada, tergiversada y mentirosa Reconquista y con el disparo de salida de la estupidez nacional con aquel edicto de expulsión de árabes y judíos que destrozaron la estructura social, dejando unas llagas que hoy en día todavía sangran.
            En realidad, la única justificación que siempre ha existido es la mera herencia nobiliaria; si escalamos en el árbol genealógico, nos encontramos con ramaje bastante dudoso, y en la cúspide, quizá al más bestia de la tribu. Aquello de la sangre azul vestía fetén en los siglos precedentes, pero no conviene olvidar que esa misma sangre, mezclada entre sí, dio a un personaje como Carlos II. Si a la gente de este país le parece bien tener a una familia semejante de Jefes de Estado, legitimada en una legislación mutable, habrá que respetarlo, pero seamos sinceros: hoy en día no tienen capacidad ejecutiva que les haga verdaderamente útiles de ningún tipo, y la justificación histórica que sostiene su rango se parece bastante a cualquier leyenda mitológica que escribieran las culturas clásicas para explicar por qué todos los días sale el sol por el Oriente.

 

Alberto Martínez Urueña 18-06-2014

lunes, 9 de junio de 2014

Muchas gracias, "demócratas"


            Leía hace ya unos días –para que veáis que me esfuerzo en entenderles– unas declaraciones de Alfonso Alonso, portavoz del PP en el Congreso, sobre cuestiones relacionadas con las elecciones europeas, y en concreto con la irrupción del partido de Pablo Iglesias, Podemos. Al margen de las acusaciones referentes al mensaje que contiene su ideario, les reta a pasar de la tertulia al escaño –como si ellos no evangelizasen a su electorado desde sus controlados medios de comunicación– en un claro intento de banalizar un discurso que cala a la perfección en la mentalidad de la gente. Da que pensar que los dirigentes de los principales partidos políticos consideren que el mensaje que mejor se adapta a las necesidades y voluntades del pueblo es imposible y “populista”; sobre todo, teniendo en cuenta la ristra de promesas electorales incumplidas que llevan a sus espaldas, no sólo las flagrantes de esta última legislatura, sino desde el comienzo de la democracia. Por otro lado, insiste el dirigente popular que el verdadero interés de los ciudadanos son las cifras económicas que permitan salir de la crisis en la que estamos instalados desde hace más de un lustro, no esos discursos populistas de mensaje fácil y carentes de concreción, como si ese mismo mensaje ampuloso y grandilocuente no estuviera igualmente vacío de contenido concreto.
            Todavía no han entendido estos gansos de corbata planchada y cuello tieso que, más allá de la evidencia de sus palabras –todo el mundo quiere salir de la crisis–, todo lo sucedido estos últimos años nos ha vuelto a todos un tanto suspicaces con respecto a sus verdaderos intereses y al sentido de sus actuaciones. Estamos donde estamos, desde luego, y hay que intentar solventar la papeleta; sin embargo, no se nos olvida quiénes eran los gestores que nos han traído a nuestra actual situación y que organizaron la peor debacle económica y social desde hace un siglo, quiénes eran los encargados de controlar los desmanes de los insaciables mercados y quiénes miraban para otro lado – o incluso defendían a capa y espada, por su honor y esas zarandajas– mientras los corruptos se lo llevaban crudo. Ahora quieren hace un truco de magia en el que los responsables de todo esto sean los más válidos para sacarnos las castañas del fuego. Más allá de esto, la gente por fin ha visto que, al margen de la inevitable coyuntura del ciclo económico, en nuestro sistema social, político y económico subyacen auténticos problemas estructurales y saben que no basta con salir de crisis, sino que también es importante en qué condiciones quedamos.
            La crisis ha demostrado, en definitiva, que existe una cara oculta del político detrás de la sonrisa electoral y de los trucos de marketing que guían las campañas, los mítines y los baños de multitudes. Además, aquello de que “todos haríamos lo mismo” ya no convence a tantos: visto el precio facturado esto deja clara la importancia de la responsabilidad social, más allá de las modas pasajeras y de medios de comunicación interesados en adocenarnos. Ya no importa tanto el mantra de “para qué si no vas a cambiar nada”, y ha cobrado importancia el llamado “derecho a la pataleta” como instrumento que sirva para, al menos, no ser cómplice de la barbarie.
            Esta responsabilidad no alcanza a esos señores de traje oscuro que se relamen el pelo y dejan que se les pudra el alma. Suben hasta unas esferas en las que parece que les falte el oxígeno y abandonan cualquier empatía que les hubiera llevado al servicio público, permitiendo que los amos del mundo les necrosen el corazón con sus zalameras influencias. Eso, admitiendo que la mayoría sean honrados, y por lo tanto estúpidos e incompetentes, tal y como demuestran cada vez que abren la boca o gestionan lo público. La otra posibilidad, contrastada tras cientos de casos de corrupción –presuntos para un sistema judicial conformado a su medida–, es que actúan en contubernio con lo más bajo de nuestra sociedad, pudriendo desde las raíces el sistema en el que dicen creer, y sobre el se que cagan cada vez que tergiversan cualquier lógica para justificar la delincuencia que les rodea – y que a algunos les empapa–.
            Lo peor de todo es que, con su actitud servil y canallesca, han conseguido que el fascio europeo, que dejó el continente hecho un solar durante la primera mitad del siglo veinte, haya adquirido los votos de ciudadanos desengañados a los que no son capaces de ofrecer una solución a sus problemas gracias a un discurso que Hitler demostró que cala a la perfección en situaciones como la que vivimos. La extrema derecha de Le Pen, los xenófobos anglosajones, el Jobbick húngaro, el Ataka búlgaro, el Amanecer Dorado griego o ¡el partido nazi en Alemania –gracias, Merkel–! han entendido desde hace años que estamos en manos de los lobos y aprovechan cualquier coyuntura para verter su ponzoña en el alma de la gente. Gente que, hervida en sus propios jugos de odio y violencia soterrada, está dispuesta a cualquier cosa con tal de demostrar a esos títeres que antes de que sigan usándonos como moneda de cambio está dispuesta a vender su alma al diablo para echarles de sus escaños. Y cuando el odio encuentra sus justificaciones, ya no queda sitio para la humanidad. Muchas gracias, “demócratas”.
 

Alberto Martínez Urueña 9-06-2014