Hasta
cierto punto entiendo las suspicacias que generamos. Es lógico, sobre todo,
cuando nos comparamos con ellos. Nosotros les envidiamos por el dinero; ellos
nos envidian por todo lo demás. No quiero entrar en frases fáciles y sé que ya
por este primer párrafo merecería que cinco millones seiscientos mil parados me
ahorcasen en la Plaza Mayor de Valladolid al ritmo de un tema de pitbull, sólo
por tocarme la bisectriz por semejante payasada. Lo único que, como siempre,
espero es que se me permita explicarme hasta el final de este texto.
Una de las
principales consecuencias de toda esta crisis que vivimos, además de las
evidentes de la economía, tiene que ver con el propio autoconcepto que tenemos
como pueblo. No hablo de la fidelidad al trapo y a Juan Carlos y sus correrías.
Esa fidelidad de chucho cazador se la dejo a quien la quiera; las ideas
arcaicas legitimadas por hechos históricos de hace ocho siglos de los cuales
dudo de la mayoría no me van a hacer sentir ninguna afinidad por nadie, y
tampoco por un trozo de tela rojigualda con una corona y un escudo en el
centro. Cuando hablo del autoconcepto me refiero a otra noción algo más
vetusta, por antigua, pero mucho más vigente por pragmática. Dicen por ahí que
somos europeos, y eso es totalmente cierto, o al menos eso dicen las fronteras.
Sin
embargo, y esto le pasa a más de uno, si tuviera que definirme como algo, y
teniendo en cuenta que mi patriotismo acaba en mi familia y ciertos amigos,
podría considerarme mediterráneo. Desde luego, no soy germánico, ni de Bretaña;
qué decir que no soy nórdico, ni mucho menos ruso; y si ahora me enterase de
que me parezco a un anglosajón estirado, me abría las venas. Quizá algo más
parecido, por lo que se rumorea, con los escoceses e irlandeses por parte
gallega, pero poco más. Tengo bastante más parecido con los italianos y los
griegos, y por lo que cuentan, de los yugoslavos tampoco estoy tan alejado.
No conozco
Marruecos, Libia, Túnez ni ese largo etcétera que estados y tribus que pueblan
el Norte de África, pero sí conozco a personas que se lo han recorrido hace no
mucho y que además tienen suficientes años y memoria como para acordarse de lo
que era España hace menos de cincuenta años (hay algunos reyezuelos de postín
que se creen que meamos colonia occidental y modernista desde la eternidad), y
por lo que cuentan, lo siento para el que le duela, nos parecemos bastante más
a esos que a los bigardos alemanes que vienen a trasquilarse los botellines de
cerveza por docenas a nuestras playas y a nuestros chiringuitos.
Lo que no
entiendo es por qué queremos parecernos a esos sujetos que andan a paso de ganso
y que no han sabido organizarse en sociedad (lo hacían muy bien si se traba de
clanes y familias) hasta el siglo diecinueve, por muy bien que parezca desde
aquí que les va en estos momentos. ¿Qué crecen más que nosotros? Me parece
estupendo, pero vamos a desmontar un poco el mito.
Alemania,
la locomotora de Europa, no se permite hacerse a sí misma una serie de
preguntas. ¿Ha cumplido los criterios de convergencia en algún momento? ¿Tiene
más o menos deuda y sector públicos que los mediterráneos? Pero más allá de
eso, ¿qué tiene que decir de los minitrabajos, de las pensiones paupérrimas, de
las capas de pobreza, de la exclusión social de ciertas minorías? En Berlín, al
uso de Río de Janeiro, México DF o alguna otra capital de América, tienen hasta
taxis-pirata.
Francia, la
cuna del chovinismo y de la mantequilla, con su gordo sector público
ampliamente superior al de cualquiera de nuestros países y su deuda pública
peligrando. Hasta hace poco tenían fama de ser un poco altivos y los que no…
eran mediterráneos.
Los países
nórdicos, con su envidiado Estado del Bienestar y su tasa de suicidios, la más
alta de todo el mundo junto con algunos como EEUU o Canadá.
Podría
seguir con otros países, pero para qué si ya lo habéis pillado y tendréis la
opinión de por dónde van los tiros. España… bueno, el Mediterráneo en general,
no tiene nada de eso que decimos; quizá tenemos una picaresca y unas ganas
locas de defraudar a Hacienda, justificamos al político al que hemos votado
aunque le pillen con el cuchillo de la mano y todavía clavado en el pecho del
muerto, nos emborrachamos como nadie… Pero, joder, estamos repletos de
vitalidad, de ganas de vivir, de aprovechar, de salir a la calle con cualquier
escusa para dar una vuelta con nuestros amigos… A pesar de lo que dicen los
nostálgicos y los pesimistas, no suele faltar gente con que poder contar y
cuando hay un problema levantas el teléfono, llamas a tu amigo del alma y te
curas la depresión a base de cañas y tapas.
Dicen allí
en Centroeuropa, en el FMI, el BCE, el BEI y los HDLGP envidiosos que campan
por otros lugares que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Joder,
cómo para no con la gente que puebla las costas de este mar viejo y sabio: lo
llevamos haciendo más de veinte siglos, y nunca nos ha hecho falta la economía
para llevarlo a cabo. Hacían falta una mesa, un trozo de queso, unas rodajas de
chorizo y una buena botella de vino. Y un mediterráneo como tú y como yo para
compartirlo.
Alberto Martínez Urueña
9-05-2012
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