lunes, 16 de abril de 2012

Rozando el Paraíso

La entrada, iluminada por grandes focos, aparecía repleta de gente, y me introduje como una gota de agua en el seno de un océano, filtrándome entre las distintas capas de personas que habían acudido. La gran cristalera dejaba ver el escenario nocturno de la calle semidesierta, sólo ocupada por aquellos que se acercaban, con paso natural y relajado, sonrientes muchos, deseosos todos. Observando con el disimulo del científico naturalista, caminé pausado un par de minutos desde la puerta de entrada hasta la barra de la cafetería y desde allí, siempre zigzagueando entre los asistentes, hasta la entrada a la sala. Un hombre trajeado de encantadora sonrisa, perfectamente profesional, sin que eso le restase simpatía, me flanqueó el acceso, y con medida parsimonia entre en la parte alta del patio de butacas y observé en derredor mío aquel espacio todavía exangüe. Descendiendo sin querer perderme ni un solo detalle, bajé despacio sobre la alfombra suave de las escaleras hasta la fila correspondiente, al nivel del magnífico piano de cola que relumbraba justo en frente de mi asiento.
Poco a poco, las dos cuencas escaladas fueron llenando su cauce de cuerpos expectantes, y los asientos fueron abatidos hasta su acogedora posición horizontal. Una señorita muy amable, de voz cálida pero rotunda, anunció que la obra estaba a punto de comenzar, y mi espíritu sintió un calambre de emoción que se trasladó por mi cuerpo desde la invisibilidad palpable. Las luces se fueron atenuando poco a poco hasta desaparecer por completo, dejando como deudos exánimes las de emergencia en cada uno de los peldaños, mientras los focos neutros del escenario aumentaban su intensidad, dando protagonismo a los protagonistas, sacando brillos dorados y plateados a los metales, a las bien barnizadas maderas y sacando lustre adicional al escenario.
Una mujer, armada con un potente arsenal en su mano, se puso en pie y marcó a todas aquellas personas conformadas para integrar un todo indisoluble la necesaria marca para que la coordinación fuese milimétrica. Su nombre, concertino, indicaba con perfecta precisión su cometido, y una vez que cada uno de los órganos de aquel cuerpo suprahumano hubo encontrado su tono, se sentó y esperó, como una estatua egregia, la espalda recta y la mente libre.
El director hizo su entrada, con una sonrisa de paz beatífica en su rostro oriental, acompañado por un hombre alto, de mediana edad, ya excedida la experiencia acumulada durante cinco décadas, elegantes y honorables, haciéndose acreedores de un inicial y expectante aplauso, rápido y exigente, necesitado de ser imitado al finalizar el concierto, o incluso superado.
Y comenzó el espectáculo. Que las obras tuvieran un nombre específico podría servir de preámbulo para aumentar el apetito de los presentes, pero cuando comenzó el concierto para piano y las manos de Nicholas Angelich danzaron sobre las teclas de aquel Steinberg el aire que nos contenía comenzó a vibrar y nosotros, como migas de pan en un estanque, nos fuimos diluyendo en las sosegadas aguas de aquellas notas. Nos convertimos en vibración con ellas, y fuimos todos, uno sólo, interpretes y hechizados.
Con un interludio marcado por los aplausos iniciales y las conversaciones intermedias, dimos paso con la misma voz femenina a la segunda parte del concierto. Brahms de nuevo, y su segunda sinfonía, comenzó a surgir de los templados instrumentos, mientras el director marcaba la cadencia y al mismo tiempo se convertía en ella. Pareció que la gestualidad de aquel hombre se convertía en una parte más, la visual, de una partitura compuesta desde el alma de un hombre que pervivía en la música de hace más de cien años, eterno en la ingravidez de la que está compuesta la totalidad del Universo, como si el tiempo, maleable y dúctil, nos hubiera permitido participar de otro tiempo y otra época. O como si el tiempo y las épocas no existiesen cuando una orquesta sinfónica realiza su sortilegio.
El final de aquel hechizo fue casi mágico, un instante de emoción encantada, con el alma queriendo escaparse del pecho en una explosión casi mística, antes del catártico aplauso, eterno y derramado desde el público hasta el escenario, con vítores incluso y muchas personas puestas en pie. Con mis lágrimas pugnando por salir a borbotones desde las ventanas de mi alma al éter brillante que me rodeaba en aquel punto infinitesimalmente inmenso de la nada.
Y pensé para mis adentros, con una pena infinita y agradecido al Universo, en todas aquellas personas que no han disfrutado de algo semejante a lo largo de su vida. Allí, en aquel auditorio, encontré la solución para TODO, vibrando en el aire, cohesionándolo todo en una amalgama heterogénea que se volvía indisoluble y prístina. Con el pecho cercenado por una estocada semejante, sólo pude rendirme y entender como sólo entiende aquello a lo que la razón ni se acerca. Y la vida explotó sin remedio.


Alberto Martínez Urueña 16-04-2012

PD: No puedo evitar despedirme dando las gracias personalmente a una de las personas que, con su inestimable e invaluable arte, hicieron posible aquel momento. Gracias, Laura.

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