jueves, 26 de abril de 2012

¿Qué sociedad queremos?


            Pues andaba pretendiendo ser comedido para esta semana. Tengo una idea para escribir una especie de ensayo en la que comparaba dos cosas: primero, el uso las técnicas agresivas de mercadotecnia que buscan crear necesidades que ahora no existen para venderte productos que no necesitas, es decir, engañarte para ganar pasta; y segundo, las tácticas políticas en las que sueltan una verborrea preciosista que inflame los ánimos de sus votantes, verborrea que analizada a fondo resulta estar vacía de contenido, es decir, engañarte para conseguir votos.
            Sin embargo, los resultados de la Copa de Europa de esta semana me han puesto tan contento que necesito buscarme enemigos rápidamente, porque cuando la realidad me da tantos placeres siento que estoy siendo recompensado por algo que no me merezco. Y entonces, he decidido que hoy me voy a arriesgar a que me llaméis partidista, sin que de momento nadie sepa a qué partido pertenezco realmente (ni yo mismo), o para quién estoy buscando réditos electorales.
            A mí, personalmente lo que me pasa, es que voy hilando un tema con otro, buscando conexiones cual paranoico, porque creo que la realidad está compuesta de vasos comunicantes, y que hacer separaciones está muy bien para comprobar la composición del ácido sulfúrico, pero cuando nos adentramos en temas sociales, eso es bastante más complicado. Hay dos cuestiones que da la sensación de que a demasiada gente se le olvida, y nos dedicamos a enfrentarnos por poco mientras lo mucho queda irresoluto y olvidado, dándolo por supuesto, o incluso aceptándolo por inevitable. Y eso lo único de lo que habla es de la calidad de una sociedad que conformamos todos.
            Por un lado tenemos una serie de recortes (ataques terroristas a los cimientos de nuestra sociedad perpetrados por nuestros “supuestos” líderes) a nuestro Estado del Bienestar. Un modelo social basado en una serie de servicios públicos y asistenciales sobre los que había dos o tres consensos básicos. Hablo, evidentemente, de la Educación y de la Sanidad, y hablo de la controversia al respecto. Me voy a saltar las conceptualizaciones económicas por motivos que explicaré más adelante, y me voy a centrar en el discurso que lo está justificando.
            En primer lugar, no hace falta retrotraernos demasiado al pasado para ver que el Gobierno electo y legitimado en las urnas (mediante un sistema electoral ampliamente criticado, pero esa es otra guerra) ha hecho lo contrario de lo que dijo que iba a hacer. En segundo lugar, ha tenido la desfachatez de asegurar a priori que los recortes en estas materias no iban a perjudicar a la prestación de estos servicios, cuando es materialmente imposible, aparte de una falacia matemática. En tercer lugar, ha criminalizado a una minoría de aprovechados de estos servicios (como por ejemplo el llamado turismo sanitario) y ha aprovechado esta dialéctica perversa para hacer pagar por ciertas cuestiones a enfermos crónicos, por ejemplo, con pensiones paupérrimas. Ya sólo por estos tres aspectos, los dirigentes políticos que nos dirigen merecerían ser llevados a la isla de Perejil y abandonados a su suerte con una cantimplora de agua. O hacerles pasar veintiún días, como la periodista aquélla, viviendo ciertas vidas a las que están pidiendo un “pequeño” esfuerzo.
            Por otro lado, me dedico a hilar unas cosas con otras, y pienso en ese procaz discurso de que no hay dinero para todo, y la carcajada me sale sola. Al margen de la absoluta desfachatez que existe en este puto país con respecto al pago de impuestos de las grandes fortunas, la mayoría exentas a través de las famosas SICAV, y las que no, pagando la mitad o menos que las rentas del currante medio, nos encontramos con ciertos supuestos un tanto extraños. Por ejemplo, una subida en el IRPF disfrazada de esfuerzo fiscal transitorio (manda huevos que haya quien aplauda semejante demagogia) que queda neutralizada por la implantación de otras exenciones fiscales como la de adquisición de vivienda, que puede evitar la bajada de los precios inmobiliarios; vivienda en manos de los bancos, ya sea en propiedad o a través de los activos financieros de sus, cuando menos, artificiosos balances. Eso sí, no hay dinero para todo.
            Pues os diré que la definición de Economía (una de tantas) es meridianamente clara en este aspecto: ciencia que se ocupa de la asignación de recursos escasos para la satisfacción de infinitas necesidades. Esto nos dice que no es que no haya dinero para Sanidad y Educación, es que prefieren reducir el gasto en esas dos materias a reducirlo en otras.
            Y antes de que podamos entrar a cuestionar los planteamientos económicos, que desde luego, voy a hacer en próximos textos, en base a un estudio realizado con datos del Banco Mundial, hemos de plantearnos qué es lo que pretendemos para nuestra sociedad, término que parece abstracto y elevado, pero que no deja de ser una agrupación de personas con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, determinados objetivos. Y esas personas somos cada uno de nosotros. Y añado, para aquel que no le quede claro: no necesito la economía más eficaz del mundo, necesito la sociedad más humana.

Alberto Martínez Urueña 26-04-2012

lunes, 16 de abril de 2012

Rozando el Paraíso

La entrada, iluminada por grandes focos, aparecía repleta de gente, y me introduje como una gota de agua en el seno de un océano, filtrándome entre las distintas capas de personas que habían acudido. La gran cristalera dejaba ver el escenario nocturno de la calle semidesierta, sólo ocupada por aquellos que se acercaban, con paso natural y relajado, sonrientes muchos, deseosos todos. Observando con el disimulo del científico naturalista, caminé pausado un par de minutos desde la puerta de entrada hasta la barra de la cafetería y desde allí, siempre zigzagueando entre los asistentes, hasta la entrada a la sala. Un hombre trajeado de encantadora sonrisa, perfectamente profesional, sin que eso le restase simpatía, me flanqueó el acceso, y con medida parsimonia entre en la parte alta del patio de butacas y observé en derredor mío aquel espacio todavía exangüe. Descendiendo sin querer perderme ni un solo detalle, bajé despacio sobre la alfombra suave de las escaleras hasta la fila correspondiente, al nivel del magnífico piano de cola que relumbraba justo en frente de mi asiento.
Poco a poco, las dos cuencas escaladas fueron llenando su cauce de cuerpos expectantes, y los asientos fueron abatidos hasta su acogedora posición horizontal. Una señorita muy amable, de voz cálida pero rotunda, anunció que la obra estaba a punto de comenzar, y mi espíritu sintió un calambre de emoción que se trasladó por mi cuerpo desde la invisibilidad palpable. Las luces se fueron atenuando poco a poco hasta desaparecer por completo, dejando como deudos exánimes las de emergencia en cada uno de los peldaños, mientras los focos neutros del escenario aumentaban su intensidad, dando protagonismo a los protagonistas, sacando brillos dorados y plateados a los metales, a las bien barnizadas maderas y sacando lustre adicional al escenario.
Una mujer, armada con un potente arsenal en su mano, se puso en pie y marcó a todas aquellas personas conformadas para integrar un todo indisoluble la necesaria marca para que la coordinación fuese milimétrica. Su nombre, concertino, indicaba con perfecta precisión su cometido, y una vez que cada uno de los órganos de aquel cuerpo suprahumano hubo encontrado su tono, se sentó y esperó, como una estatua egregia, la espalda recta y la mente libre.
El director hizo su entrada, con una sonrisa de paz beatífica en su rostro oriental, acompañado por un hombre alto, de mediana edad, ya excedida la experiencia acumulada durante cinco décadas, elegantes y honorables, haciéndose acreedores de un inicial y expectante aplauso, rápido y exigente, necesitado de ser imitado al finalizar el concierto, o incluso superado.
Y comenzó el espectáculo. Que las obras tuvieran un nombre específico podría servir de preámbulo para aumentar el apetito de los presentes, pero cuando comenzó el concierto para piano y las manos de Nicholas Angelich danzaron sobre las teclas de aquel Steinberg el aire que nos contenía comenzó a vibrar y nosotros, como migas de pan en un estanque, nos fuimos diluyendo en las sosegadas aguas de aquellas notas. Nos convertimos en vibración con ellas, y fuimos todos, uno sólo, interpretes y hechizados.
Con un interludio marcado por los aplausos iniciales y las conversaciones intermedias, dimos paso con la misma voz femenina a la segunda parte del concierto. Brahms de nuevo, y su segunda sinfonía, comenzó a surgir de los templados instrumentos, mientras el director marcaba la cadencia y al mismo tiempo se convertía en ella. Pareció que la gestualidad de aquel hombre se convertía en una parte más, la visual, de una partitura compuesta desde el alma de un hombre que pervivía en la música de hace más de cien años, eterno en la ingravidez de la que está compuesta la totalidad del Universo, como si el tiempo, maleable y dúctil, nos hubiera permitido participar de otro tiempo y otra época. O como si el tiempo y las épocas no existiesen cuando una orquesta sinfónica realiza su sortilegio.
El final de aquel hechizo fue casi mágico, un instante de emoción encantada, con el alma queriendo escaparse del pecho en una explosión casi mística, antes del catártico aplauso, eterno y derramado desde el público hasta el escenario, con vítores incluso y muchas personas puestas en pie. Con mis lágrimas pugnando por salir a borbotones desde las ventanas de mi alma al éter brillante que me rodeaba en aquel punto infinitesimalmente inmenso de la nada.
Y pensé para mis adentros, con una pena infinita y agradecido al Universo, en todas aquellas personas que no han disfrutado de algo semejante a lo largo de su vida. Allí, en aquel auditorio, encontré la solución para TODO, vibrando en el aire, cohesionándolo todo en una amalgama heterogénea que se volvía indisoluble y prístina. Con el pecho cercenado por una estocada semejante, sólo pude rendirme y entender como sólo entiende aquello a lo que la razón ni se acerca. Y la vida explotó sin remedio.


Alberto Martínez Urueña 16-04-2012

PD: No puedo evitar despedirme dando las gracias personalmente a una de las personas que, con su inestimable e invaluable arte, hicieron posible aquel momento. Gracias, Laura.

martes, 10 de abril de 2012

Manipulaciones

Hace dos o tres semanas sucedido una de esas cosas que me hacen entonar el alirón del columnista y me siento afortunado de vivir en España, en la antigua Iberia romana, allí donde se dio una de las mayores mezclas de razas por mucho que haya gente que todavía se crea aquello del castellano viejo. No hay nada más gratificante para el escritor de pluma afilada y colmillo lobuno que unas elecciones en dos comunidades autónomas como Asturias y Andalucía, muestra clara del comentario: en lo único que se parecen es en que tienen que soportar a los mismos partidos de baja estofa, de reuniones extraoficiales con empresarios en el coche ministerial y de presidentes autonómicos con actitudes más propias de Curro Jiménez que de alguien con responsabilidad pública.
Un asturiano se parece a un andaluz lo mismo que un noruego a un guineano, salvando el idioma que oficialmente practican, aunque a veces entender a un gaditano sea una aventura inenarrable. Sin embargo, no hay nada más igualador que un rasero a modo de elecciones. Éstas, además, nos enseñan una lección difícilmente olvidable y que comentaba por entonces en una red social: resulta curioso ver como los dos partidos dicen lo mismo (se sienten ganadores), mientras que los medios sociales, según sea su orientación ideológica, ofrecen la noticia con titulares completamente distintos. Es como si hubieran ocurrido dos cosas completamente inconexas.
A este respecto, también me hice una pregunta que dejé colgada en la red, sobre la diferencia entre manipulación y razonamiento. Me explico: ¿cuál es la diferencia entre la manipulación dialéctica, ya sea en un medio de comunicación o en una conversación de garito, y un razonamiento lógico que te lleva a aceptar una opción u otra de las que se puedan plantear en la vida? No es una pregunta malintencionada, ni tampoco tendenciosa. Es una cuestión que me interesa, al margen de por mi columna semanal, también por el interés que estos temas me suscitan y en los que no me gusta la discusión irracional y agresiva, teñida normalmente de insultos gratuitos. Es una cuestión sumamente interesante porque de razonamientos se pueden alcanzar pactos y acuerdos, consensos necesarios en la convivencia; las manipulaciones sirven para engañar a la gente, pero mucho más que eso, para exaltarla y crear una actitud agresiva.
Hay una cuestión fundamental a tener en cuenta en esta tesitura, cuando pretendáis fijaros en lo que defiende vuestro interlocutor. O mucho más interesante, aunque menos practicado: cuando pretendáis fijaros en lo que defendéis vosotros mismos, que no deja de ser la tan platicada y poco practicada autocrítica, reseñada en libros de toda clase y condición, como la biblia o cualquier otro bestseller. La cuestión al respecto hace referencia a otro refranillo castellano y castizo, cierto como la vida misma: “vestir al santo”; básicamente, querer demostrar la (nuestra) conclusión antes de saber si es cierta, y de esta manera, encontrar los razonamientos más variopintos para poder tener la razón sí o sí. Y del auténtico arte de la dialéctica, (partir de supuestos, bases y premisas para después ir sacando conclusiones) ni un solo intento.
Dicen ciertos estudios recientes que las supuestas decisiones que tomamos se adoptan en nuestra mente incluso antes de que las hayamos pensado con el cerebro, y que lo único que hacemos después es justificarnos. Cada vez estoy más de acuerdo con esto, por un simple motivo, y es que nadie se ha preocupado de esta inquietante verdad, sino que, como en muchos aspectos de la vida, actuamos con el piloto automático sin preguntarnos el porqué de nuestros actos automáticos, de nuestros automatismos inconscientemente aprendidos. Es decir, las decisiones que tomamos tienen mucho más de visceral de lo que presuponemos íntimamente y, por supuesto, más aún de lo de lo que estamos dispuestos a reconocer, por miedo a que alguien con un razonamiento lógico nos pueda desmontar nuestras creencias.
Las manipulaciones mediáticas se aprovechan de este mecanismo tan simple como viejo de averiguar qué es lo que las vísceras les están diciendo a los destinatarios de su mensaje para envolverlo con el papel de celofán de las justificaciones pomposas. Si unimos esto a una sociedad cada vez más miedosa, encontramos el porqué de que cada vez hay más buenos y malos, blanco y negro, Madrid y Barça, PP y PSOE, laicismo o religión… No sólo eso: incluso ha llegado un punto en mucha gente en que ya no importa ni el contenido del discurso (se intuye desde el principio que se desmorona como las murallas de Jericó, a toque de música), sino quién lo pronuncia. Casi ni eso: basta con que pertenezca al grupo que, supuestamente, defiende la visceralidad a la que se adhieren las entrañas.
Así, de esta manera, vemos que cada vez nos encontraos con más intentos (y por desgracia, en muchos casos, éxitos) de manipulación, y no sólo en los medios oficiales de comunicación, sino en los grupos de amigos, en las familias, en las parroquias… En el discurso inflamado de un líder marcado por el fervor de quien se le junta, con la amenaza velada de la marginalidad de quien se despega, en un absurdo “Estás conmigo o contra mí”. La única defensa que tenemos está en nosotros mismos, y en nuestra mano está aplicarla. O en alguna otra zona de nuestro cuerpo. De nuestra sagrada individualidad.


Alberto Martínez Urueña 9-04-2012