Y llegó el año en que se nos acaba todo. Ese dos mil doce fatídico para los agoreros planetarios y los sátrapas del holocausto galáctico. No digo que no vaya a suceder; quién sabe, puede que en día 21 de Diciembre nos encontremos con un planeta colapsado precipitándose como un fórmula uno gravitatorio contra el sol, o tal vez un asteroide del tamaño del peñón de Gibraltar se precipite sobre la ciudad de Nueva York (porque esas cosas, en contra de las leyes de la probabilidad, es bien sabido por el acerbo popular que siempre caen sobre Estados Unidos, y en alguna de sus ciudades superpobladas). Me había tomado un descansito merecido en todos los asuntos, porque no sólo hago esta columna, y ya vuelvo por mis fueros. Como no recibo sueldo monetario (recibo halagos y agradecimientos de mis lectores que siempre son bien acogidos) no sucede nada, pero la verdad es que luego lo echo de menos.
Una de las cosas que notamos con el tema del paso de año es que, entre otras, no sucede nada raro; el reloj de la Puerta del Sol da los cuatro cuartos y las doce campanadas, nos comemos las uvas, y quien más quien menos se toma unas copas de champán o de lo que le admita el cuerpo. Aquí, en nuestro país encantador, como no necesitamos excusas para montar una jarana por todo lo alto, aprovechamos y hacemos de la Nochevieja un día cualquiera, pero llegando a casa un poco más tarde si nos da por salir de bares. Los que no, se quedan en casa y juegan al bingo, al póker, o ven algún popurrí de ésos que nos tiran las cadenas de televisión, dignos de la tradición más casposa de la caja tonta.
Y nos hacemos buenos propósitos. El que se los hace, claro, que con esa frase de que las buenas intenciones hay que tenerlas en mente todos los días, hay quien no se las plantea ni una sola vez al año. Yo tengo mis propias intenciones, claro, y a veces se me olvidan, por desgracia, pero tampoco me flagelo por ello. Hay que entender como son estas cosas. A fin de cuentas, es la misma vida.
La vida es un camino en el que pretender saber mucho desvirtúa por completo el paisaje. Si racionalizas su contenido, te pasarás todo el trayecto de cabreo en cabreo por la inmensa cantidad de situaciones que se escaparán a lo que consideras que es correcto, o que se sale de la estructura que supones cabal y cierta. Si pretendes vivir exclusivamente el presente, te perderás vivir EN el presente, y la diferencia es fundamental para el que quiera verla. La vida es una incoherencia para el ser humano, por lo que el ser humano no deja de ser otra completa incoherencia, y el que se jacte de saber cómo son las personas, las está reduciendo a su reducido campo de visión, parcial de por sí y especialmente reducido en ese caso. Otra cosa distinta es que haya quien te convenga más o menos, o quizá convengas tú, pero eso ya es casuística particular.
¿Que a qué viene esta digresión que me estoy calzando? Tiene que ver con mi objetivo fundamental (tengo otros, pero son de otra manera), que es bastante reducido en apariencia, pero enorme en su intensidad y pretensión. Supongo que me paso de listo y de prepotente, porque al final, será aquello que decían mis padres de que vivía con la cabeza a pájaros. Me gustaría ser un espectador de la vida, y tratar de aprender lo menos posible. Aprender a desaprender en cada momento, mejor dicho. Y diréis que por qué esta estupidez; pero hay un motivo, y es que muchas veces todo lo que aprendemos es lo que nos impide ver las cosas tal y como son. Es decir, lo que aprendemos nos va configurando la realidad que percibimos, y acabamos encorsetándola en aquello que entendemos que ha de ser de tal o cual manera. Y además, lo que veo la mayoría de las veces en que observo con alma de espectador es que suele ser que no es que la vida sea de tal o cual manera, sino que puede ser de las dos, o no ser de ninguna.
En fin, ya lo dejo, que no pretendo rayar a nadie. Lo importante en todo caso, es tener un lugar hacia donde mirar, y luego intentar llegar, a ver qué ocurre. Un objetivo, aunque sea un poco tonto y puede que lo cambies en dos días; quien sabe, a lo mejor en una de esas te topas con algo importante. Y sobre todo, por favor, que nadie vaya de desengañado, porque es el primer camino para negarte la posibilidad de encontrar algo bueno. Es la forma de no volver a ver jamás este mundo en el que vivimos como lo ven los niños, con esperanza. Y sobre todo, es la manera de no verlo tal y como es, totalmente bueno y malo al mismo tiempo, con su caleidoscópica forma de mostrarse, cambiante y permanente a la vez, conteniendo algo bello lo malo y algo malo lo más bello. A fin de cuentas, esta vida es el mayor espectáculo del mundo, el que más merece la pena y lo único que realmente tenemos. O más bien lo único por lo que realmente pasamos. Así como cuando vamos a Roma o a París pretendemos ver todos los monumentos, quizá deberíamos hacer lo mismo con esto, y pasar contemplando, o al menos intentándolo, lo que se nos ofrece por el simple hecho de estar vivos.
Alberto Martínez Urueña 9-01-2012
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