Poneos en situación, porque la historia no tiene desperdicio. Domingo por la mañana, pasando por la mitad de uno de esos días castellanos fríos y con niebla en que tienes la oportunidad de darte un paseo corto, de esos que curten y curan el jamón, el chorizo y a la gente que se presta al paseo matutino. Entras a comprar el pan en una tienda que de por sí es interesante, y en lo que el encargado te atiende, entra un conocido, empresario para más señas, al que saludas de buenas formas, con afabilidad y algo de gracia. En lo que discurren los pocos minutos que estas esperando, el tío del local le hace un poco la pelota a tu conocido, con esas formas retorcidas de adulador de escaparate, de preguntarle qué quiere directamente y saltarse a los que estábamos delante mientras le gotea la baba de lustrador arrastrado.
Hasta ahí, todo más o menos previsible, teniendo en cuenta el aspecto viperino del interfecto. Hete aquí, que cuando se está yendo mi conocido, el tendero gilipollas se me inclina y me dice, con sonrisa tornada a la de prepotente conocedor de grandezas sociales, mezclada con otra de estupor maravillado ante lo extraordinario: “¡qué curioso, un empresario que compra El País”. Se me revolvieron las tripas, puedo afirmaros.
Para el que no lo sepa, por si acaso, El País es un periódico de tirada nacional perteneciente al Grupo PRYSA, de centro izquierda, o más o menos así se autoidentifica, con el que éste que os escribe no tiene ningún interés económico (ya lo supondríais, imagino). La cuestión al respecto es que se me debió quedar la misma cara que las vacas viendo pasar el tren. Me apresuré a comentarle que conocía al tal empresario, y también a la familia, no fuera a darse vida en meter alguna cuña más de semejante calibre y se me torciese definitivamente el día con necesaria salida de tono.
Ya sabía que el hombre, en su más absoluto derecho político y mental, tenía elegida como opción política al PP, gracias a algún comentario a favor del barbas, respetable en todo caso. Lo que todavía no tenía claro era si pertenecía a la parte que opta por una opción y punto, totalmente respetable y defendible, o a la parte cerril que todavía ve la realidad en términos de buenos y malos, negro y blanco, Barça y Madrid, Montesco y Capuleto o Villagarrulo de arriba y Villagarrulo de abajo. La magistral intervención ante la compra del señor empresario dejó suficientemente clara su ideología, o más bien su particular abrevadero.
Cuando en ciertas ocasiones me explayo sobre ideas y exposiciones teóricas o prácticas, lo hago sabiendo que la vida tiene más realidades que la que yo experimento, y lo hago con total conocimiento de causa ante la posibilidad de estar equivocado, o incluso ante la posible existencia de varias formas de afrontar un mismo problema. No podemos negar que, en una realidad cambiante y que fluye, pueda haber varios posibles caminos ante una disyuntiva, y también varias posibles respuestas para una misma cuestión. No comparto la forma de entender la sociedad y la economía que tiene la corriente conservadora y neoliberal (curiosa mezcla de palabras que sólo casan cuando se habla de política); quizá me alineo más con la socialdemocracia o los partidos demócratas (como si la democracia sólo pudiera enarbolarla la parte socialista). Cada corriente parte de una serie de premisas, en particular una fundamental y es la forma en que ve al hombre y sus circunstancias. Yo, en esa disyuntiva, prefiero intentar hacer una mezcla que englobe las virtudes de cada visión, aunque supongo que eso es imposible en una sociedad donde el esfuerzo de autoafirmación se basa en definirse marcando las diferencias con el opuesto.
No tengo nada inicialmente en contra de la ideología conocida como centro derecha. Me parece que, teniendo en cuenta el final del párrafo anterior, es preferible que existan dos contrapartes que equilibren la balanza en la necesaria alternancia de partidos. Sin embargo, no sé si ocurrirá en otros países, pero en España sí, hay una especie de sombra en cada uno de los extremos que envenena con su demencial sectarismo. Son grupos que sólo encuentran satisfacción social generando animadversión y odio basado en clichés arcaicos y deslavazados, en lugar de intercambio enriquecedor de ideas entre las distintas partes que componen una sociedad marcada por la pluralidad. Y esta circunstancia, en un país como el nuestro, en donde la inquina con el vecino de escalera es más importante que el bienestar de toda la comunidad del edificio, resalta como un chaleco fluorescente en mitad de una autovía. Además, contamos en nuestro haber con la mayor cantidad de sensibilidades identitarias por metro cuadrado, haciendo sospechosamente válido aquel anuncio de una marca de muebles que daba la bienvenida a la república independiente de cada casa.
España es un país con su propia idiosincrasia, con sus claros y sus oscuros. Uno de esos oscuros queda muy bien reflejado en el tío de la tienda de mi barrio, majete, con su sonrisa tornadiza y su fascismo mental bien incrustado. Una de esas personas instaladas en el menosprecio y el rencor a lo contrario para quien mantener su razón extremista es más importante que el respeto a la idea divergente. En política, al margen de ideologías, sólo hay dos caminos: el obtuso de la idea única o el de la concordia y el respeto que entiende que hay que construir una sociedad donde quepan la inmensa mayoría de las ideas. Y eso no tendría porqué ser patrimonio de ninguna, sino el orgullo de todas.
Hasta ahí, todo más o menos previsible, teniendo en cuenta el aspecto viperino del interfecto. Hete aquí, que cuando se está yendo mi conocido, el tendero gilipollas se me inclina y me dice, con sonrisa tornada a la de prepotente conocedor de grandezas sociales, mezclada con otra de estupor maravillado ante lo extraordinario: “¡qué curioso, un empresario que compra El País”. Se me revolvieron las tripas, puedo afirmaros.
Para el que no lo sepa, por si acaso, El País es un periódico de tirada nacional perteneciente al Grupo PRYSA, de centro izquierda, o más o menos así se autoidentifica, con el que éste que os escribe no tiene ningún interés económico (ya lo supondríais, imagino). La cuestión al respecto es que se me debió quedar la misma cara que las vacas viendo pasar el tren. Me apresuré a comentarle que conocía al tal empresario, y también a la familia, no fuera a darse vida en meter alguna cuña más de semejante calibre y se me torciese definitivamente el día con necesaria salida de tono.
Ya sabía que el hombre, en su más absoluto derecho político y mental, tenía elegida como opción política al PP, gracias a algún comentario a favor del barbas, respetable en todo caso. Lo que todavía no tenía claro era si pertenecía a la parte que opta por una opción y punto, totalmente respetable y defendible, o a la parte cerril que todavía ve la realidad en términos de buenos y malos, negro y blanco, Barça y Madrid, Montesco y Capuleto o Villagarrulo de arriba y Villagarrulo de abajo. La magistral intervención ante la compra del señor empresario dejó suficientemente clara su ideología, o más bien su particular abrevadero.
Cuando en ciertas ocasiones me explayo sobre ideas y exposiciones teóricas o prácticas, lo hago sabiendo que la vida tiene más realidades que la que yo experimento, y lo hago con total conocimiento de causa ante la posibilidad de estar equivocado, o incluso ante la posible existencia de varias formas de afrontar un mismo problema. No podemos negar que, en una realidad cambiante y que fluye, pueda haber varios posibles caminos ante una disyuntiva, y también varias posibles respuestas para una misma cuestión. No comparto la forma de entender la sociedad y la economía que tiene la corriente conservadora y neoliberal (curiosa mezcla de palabras que sólo casan cuando se habla de política); quizá me alineo más con la socialdemocracia o los partidos demócratas (como si la democracia sólo pudiera enarbolarla la parte socialista). Cada corriente parte de una serie de premisas, en particular una fundamental y es la forma en que ve al hombre y sus circunstancias. Yo, en esa disyuntiva, prefiero intentar hacer una mezcla que englobe las virtudes de cada visión, aunque supongo que eso es imposible en una sociedad donde el esfuerzo de autoafirmación se basa en definirse marcando las diferencias con el opuesto.
No tengo nada inicialmente en contra de la ideología conocida como centro derecha. Me parece que, teniendo en cuenta el final del párrafo anterior, es preferible que existan dos contrapartes que equilibren la balanza en la necesaria alternancia de partidos. Sin embargo, no sé si ocurrirá en otros países, pero en España sí, hay una especie de sombra en cada uno de los extremos que envenena con su demencial sectarismo. Son grupos que sólo encuentran satisfacción social generando animadversión y odio basado en clichés arcaicos y deslavazados, en lugar de intercambio enriquecedor de ideas entre las distintas partes que componen una sociedad marcada por la pluralidad. Y esta circunstancia, en un país como el nuestro, en donde la inquina con el vecino de escalera es más importante que el bienestar de toda la comunidad del edificio, resalta como un chaleco fluorescente en mitad de una autovía. Además, contamos en nuestro haber con la mayor cantidad de sensibilidades identitarias por metro cuadrado, haciendo sospechosamente válido aquel anuncio de una marca de muebles que daba la bienvenida a la república independiente de cada casa.
España es un país con su propia idiosincrasia, con sus claros y sus oscuros. Uno de esos oscuros queda muy bien reflejado en el tío de la tienda de mi barrio, majete, con su sonrisa tornadiza y su fascismo mental bien incrustado. Una de esas personas instaladas en el menosprecio y el rencor a lo contrario para quien mantener su razón extremista es más importante que el respeto a la idea divergente. En política, al margen de ideologías, sólo hay dos caminos: el obtuso de la idea única o el de la concordia y el respeto que entiende que hay que construir una sociedad donde quepan la inmensa mayoría de las ideas. Y eso no tendría porqué ser patrimonio de ninguna, sino el orgullo de todas.
Alberto Martínez Urueña 2-12-2011
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