lunes, 18 de julio de 2011

La ambivalencia

Cada vez que miro la irisada constelación de características que esta sociedad porta, me doy cuenta de que la libertad que hemos conseguido nos ha llevado hacia una deriva de ambivalencia. Esta característica nos ha llevado de la mano hacia un mundo misterioso y en ocasiones con grandes peligros, al que muchas veces asistimos perplejos. Hace tiempo hablé sobre las falsas seguridades, esos pequeños soportes que nos ponemos en nuestra estructura mental para ir tirando, como quien dice, en una realidad que por muchos motivos, nos aterra.
La mayoría diréis que esto es falso, que eso de que el mundo nos aterra no es cierto y que vivimos en una sociedad con suficientes ventajas como para no tener miedo. Pensad sin embargo, que uno de los cánceres de nuestra sociedad son las depresiones, las crisis de angustia y otras enfermedades de esa tipología, derivados de miedos inclasificables, misteriosos. De hecho, una de las características de esta sociedad occidental en que vivimos es una cierta prepotencia ciega hacia los inevitables obstáculos que nos van surgiendo en el camino que generan secuelas de las anteriores. Muy distinto esto de un reconocimiento consciente, pero con el suficiente entrenamiento como para, a pesar de saber que están ahí, poder enfocar nuestra atención en otro estímulo de los miles que recibimos al cabo del día. Si nos quitamos la venda de los ojos y nos damos cuenta de lo mucho que tenemos que perder, de lo mucho que nos pueden arrebatar, empezamos a sentir esa angustia de la que, en lugar de afrontar (perspectiva adulta y madura), huimos como conejillos asustados hacia distracciones inútiles. Hay quien incluso no puede superar esa angustia en toda su vida, ni huyendo ni aceptando el riesgo conocido con la suficiente entereza.
Pero no va de esto este texto. La ambivalencia, y el miedo que conlleva, puede pasar de ser un ogro que observa desde el fondo de una cueva oscura, al que llamamos “incertidumbre”, a ser un pequeño duende gracioso vestido de color verde, conocido como “aventura”. Os lo aseguro. Esto cambia la perspectiva de una misma circunstancia y podemos contemplar el reverso de la moneda, el prisma que es la realidad en una cara distinta. Además, para cada rigidez que nos impide la correcta adaptación a nuestro entorno (una de las claves de nuestra felicidad), si tuviéramos, ya no la capacidad para cambiar de ideas, si no para verlas de una manera más amplia, incrustadas en una realidad más grande, podríamos ver esas cadenas que nos atan a conceptos que no nos dejan respirar.
El mundo que vivimos es cada vez más cambiante, tenemos más posibilidades, muchas más que en otras épocas, a pesar de esta crisis económica que nos hace buscar seguridades que en realidad no vamos a conseguir (aunque quizá sí como construcción mental ilusoria). Estas posibilidades van cambiando día tras día y que dejan obsoleto lo que ayer parecía cierto, lo que demuestra por un lado que quizá ninguna de las dos cosas era verdad (o las dos lo eran, cada una en su plano temporal), y por otro, la distinta (ni menor ni mayor) importancia que tiene lo que ahora nos acontece.
Me gusta la ambivalencia que permite cambiar conceptos oscuros por otros bellos, que nos deja ver que no hay tantas seguridades falsas, si no más posibilidades inciertas. Hoy en día aceptamos que los renglones no tienen por qué ser rectos: el raro no es que sea malo sino sólo diferente, el homosexual no quiere pervertirnos sino sólo vivir su vida como le plazca, lo importante para llegar a la espiritualidad no es el camino que emprendas sino intentar recorrerlo. Ayer, las miradas timoratas y las moralinas represoras nos mantenían reclusos en unos criterios sociales; hoy, podemos alzar la voz y decirle a aquél que quiere imponernos su modo de vida que preferimos otro, sin necesidad de partirnos los cuernos en una guerra civil. Me gusta poder elegir ir en contra de las normas preestablecidas, única y exclusivamente por el hecho de conocer qué es lo que hay más allá de esas fronteras, como hicieron los conquistadores en otras épocas. Acepto que haya quien quiera mantenerse en ideas conservadoras que den seguridad a su existencia, pero también respeto a quien se pasa de vueltas al otro lado. Me gusta este mundo, porque podemos salir un día de fiesta y que no nos llamen depravados y ligeros de moral, y al mismo tiempo me gusta porque puedo decir que eso no puede llenar a nadie, sólo llevarle de un evento a otro sin solución de continuidad, como un yonki sin su dosis. Lo sé porque lo he visto desde el burladero y también porque lo he vivido. El problema de la libertad no es que la haya, sino otras dos cuestiones: qué hacemos responsablemente con ella, y que hacemos con los que, en base a la primera cuestión, resoluble sólo por uno mismo, nos la quieran quitar. Me gusta este mundo porque a pesar de lo horrendo que tiene y que parece que va cada vez peor, al ser flexible también es mejor y puede serlo más, porque te encuentras con gente que vive mejor con esa libertad, con plenitud y de manera responsable, porque permite los sueños, y porque alguien tan aparentemente pesimista como yo puede sorprender un día y hablar de lo bello con esperanza.


Alberto Martínez Urueña 18-07-2011

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