A las ocho y cuarto ya estaba sobre la mesa, dejado, tirado como una colilla, con sueño del de acabar de levantarse, del que se queda pegado en la cabeza durante más de media hora como una toalla mojada. Del que te cierra los ojos antes del primer párrafo y te somete a la tortura de una primera hora de amor no correspondido con el folio. En invierno buscando con los pies las zapatillas de estar por casa, sobre la alfombra que ella le compró para evitar que pasase frío en los pies, una alfombra de varios colores, algo alegre para que parezca que anima. En verano con un calor del carajo desde bien prontito, con el ventilador en la nuca, sintiendo los escalofríos, como amenazado por un francotirador certero.
Eran ya dos años y pico de rutina diaria, de temblores en las entrañas cada vez que tenía que hacer el esfuerzo de no ver el abismo del fracaso en cada esquina, de alguna que otra discusión familiar cuando la angustia se volvía insoportable, de los arrebatos en que fantaseaba con la catarsis de arrojarlo todo por la ventana y respirar por fin una bocanada de descanso, de esfuerzos sobrehumanos para no ver en el rostro de los que quieres el mismo miedo que de vez en cuando se asoma a tus pupilas.
A las nueve empezaba a escuchar los ruidos típicos de que su madre se levantaba. De manera casual, por supuesto, el tiempo que estuvo de baja. De forma rutinaria, a las nueve y cuarto, más o menos, solía llegar hasta la cocina y en pocos momentos se podía oler por toda la casa el ahora ya delicioso café solo que antes detestaba. Estaría comiendo su pieza de fruta de la mañana con su cuchara sopera, de las de la cocina, de aluminio opaco, mientras disolvía alguna medicina en un vaso grande de agua, de los de Duralex, de los de toda la vida. En el mismo vaso, un chorro no demasiado generoso de café amargo, sin azúcar, mezclado con abundante leche semidesnatada, girando el mejunje al contrario de las agujas del reloj para darle la homogeneidad correcta.
El chico salía entonces de su habitación para desayunar, mientras veían un rato Los desayunos de la primera, con un par de tostadas con mantequilla, quizá, el café solo amargo, también sin azúcar, y el debate de sus ideas entreverado con las noticias y los comentarios de los tertulianos. No siempre de acuerdo, cada uno con sus ideas, compartiendo. Después, antes de las diez, vuelta a la postración ante el altar de los apuntes.
Normalmente a las once y media o doce, aunque a veces antes, sonaba el teléfono. Sempiterno, preocupado, pendiente dentro de su propio concepto, siempre servil y siempre despistado al mismo tiempo, siempre dispuesto a algún comentario de chanza para alegrarle la rutinariamente aciaga mañana. Dispuesto a perdonar las salidas de tono provocadas por tensiones inevitables, dispuesto a no permitir que se deteriorase más de lo necesario, dispuesto a hacer lo que estuviera en su mano, y dispuesto a saber que a veces no se daba cuenta de cuál era lo debido. Siempre dispuesto aunque tuviera sus propios fantasmas acechando.
Fueron mañanas de oposición, pocas, las que pudo pasar con su madre en casa, pero siempre llamaba cuando tenía que estar al pie del cañón, currando. Todas, o casi todas, las que su padre animaba desde el burladero como un buen apoderado, pendiente a la faena, presto al aplauso.
Si no hubiese sido por ellos dos en concreto, ahora no estaría donde estoy; aunque el esfuerzo lo hiciera yo, los ánimos les dieron ellos. Sólo el que pasa por esto sabe dos cosas: el valor de los que te apoyan con sinceridad, y la catadura moral de los que se ensañan con los funcionarios.
Alberto Martínez Urueña 21-07-2011