La explosión repentina en aquel páramo desértico y sin vida fue tan violenta y al mismo tiempo tan bella que cortó la respiración del adolescente. Aquel espectáculo de colorido, de formas imprecisas y aparentemente caóticas, de mensajes implícitos encerrados en crípticas fabulaciones, recorrió su cabeza por todas y cada una de las venas y neuronas como eléctricas carreras, despertando algo en su masa grisácea, convirtiéndola en un inimaginable arco iris de luz y calor, creando vida como se creó en la primigenia nube piroclástica del mundo.
Asistió como espectador, observando aquel escenario de piruetas inverosímiles que la vida escondida le ofrecía y le derramaba por los cinco sentidos. Se dejó embriagar por aquellas sensaciones que, al margen del Bien y del Mal, ofrecían esencias y sentimientos, olores y cadencias, suavidades en piedras aparentemente rugosas que, como gelatina, iban formándose de nuevo después de las caricias de su mirada. El paisaje que se alzaba ante sus ojos en inquietas líneas de perspectiva se derrumbaba por momentos y se reconstruía en otras formas distintas que seguían siendo indefectiblemente las mismas. Su retina, más que un espejo de su alma, era una esponja absorbente que asimilaba para sí toda aquella danza fluctuante, ora frenética y alegre, ora nostálgica y cadenciosa; atrapaba esas siluetas anteriormente inconsistentes y poco a poco iba comprendiendo los mensajes incluidos en las inexistentes formas verbales. Y las iba traduciendo a su creciente cerebro.
Las mesetas y valles de aquel extraño territorio eran suaves, de tonos morados y granates, con la hierba de color rojizo y ligeramente marrón, que se movía en un oleaje silencioso, con una rompiente pequeña en las partes más elevadas, mientras en la zona central surgían las ondas desde un punto. En ese punto caía rítmicamente una piedra de color grisáceo que era invisible, y formaba las ondas que se deslizaban en círculos concéntricos hacia los lados, en dirección a la espuma que salpicaba las montañas circundantes.
Esas montañas formaban una caldera, y aunque el chico estaba dentro, de forma extraña aunque cierta, podía ver toda la circunferencia de forma panorámica, sin necesidad de girar sobre sí mismo. Eran montañas de roca desnuda, con reflejos como de cristales de un rascacielos, con tonos azules y verdosas aristas que crecían hacia lo alto, por donde fluctuaban ríos que surgían desde los valles. De un lado a otro, esas montañas se agrietaban en polvo negro y torbellinos de viento le arrastraban y se depositaban en otros lugares, donde se creaban nuevas formas que crecían, giraban, cambiaban y volvían a convertirse en ventisca. Y entre aquellas giroscópicas gárgolas pasaban en procesión aquellos ríos formados por gotas de colores variopintos, en constante escalada hacia los picos más elevados, en donde goteaban hacia el cielo.
El cielo era de un negro cegador donde aquellas gotas salpicaban formando estrellas, y se mezclaban en giros concéntricos, como si un pintor invisible estuviese haciendo sus pinturas sobre una paleta mágica y creadora. Era sólo una entelequia mental que diseñaba lo que ocurría en torno suyo, formaba por la inconclusa sucesión de creaciones irrepetibles y eternas.
El todavía adolescente, con el alma subyugada por la ferocidad de aquellas impresiones, hizo que su conocimiento explotase en una representación de fuegos artificiales que se desparramaron por aquella tierra donde sus pies se anclaban cada vez con más fijeza, como arraigados a una realidad que nada tenía que ver con la que había visto desde que le arrojasen al mundo como un exiliado de otros tiempos y lugares.
Las preguntas se quedaron en silencio, las respuestas quedaron conclusas desde aquel momento, y no quedó más remedio que rebuscar en otros lugares. Hurgando con la uña del dedo índice en la superficie de aquella imagen supo que escondido detrás de aquella realidad habría otras, y que todas ellas serían la misma, vista de forma diferente. Que todas serían bellas si se ofrecían a su mente carentes de prejuicios, tal y como lo estaba viendo allí; que libre de telas oscuras como el miedo, de clasificaciones como las de falsas creencias y otras inconclusas dictaduras podría contemplar ante sí la Belleza.
Supo en aquel momento también cual era el camino que habría de seguir, aunque las inconsistencias mentales de las trincheras sociales en las que caería durante años le ocultasen las señales que habría de seguir de allí en adelante. Supo que aquel recorrido sólo se podía hacer solo, que de las infinitas ramificaciones que salían del círculo concéntrico de la masa se cerraban una vez que alguien se iniciaba por una de ellas (aunque todas volviesen de nuevo al inicio). Aquel era su sitio.
Y el hombre empezó a escribir.
Alberto Martínez Urueña 23-10-2010
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