Me proponía, y llevo un rato ante el ordenador, hablar sobre la libertad y sus bonanzas. Claro, hay veces que la estupidez me puede y trato de revelaros el sumsum corda de la estructura mental correcta: supongo que los errores que cometemos se repiten de forma reiterada día tras día, aunque intentemos corregirlos. Porque hablar de la libertad, no en un intento de definirla (que definiciones las hay a patadas desde hace miles de años) sino en el sentido de hablar de sus bondades y beneficios para el que la intenta alcanzar resulta un poco tonto, al margen de intentar dármelas de listo. Los beneficios cualquiera los conoce.
Sería una cuestión en la que más de uno me diría que si me creo mejor que los demás, y no pretendo saber más que otros bajo ningún concepto, ni mucho menos creérmelo: yo sólo opino, no me dedico a mirar al resto con tanto detenimiento como para analizar quien sabe más de los dos. Aparte que a una persona racional y adulta, con los conocimientos a los que tenemos alcance en este mundo avanzado, tecnológico y superglamuroso, no se le ocurriría hacer algo que fuese en contra suya. Hombre, algún día de esos en los que estás un poco hasta los huevos, quizá sí, pero no por sistema. ¿O acaso conocemos algún supuesto en que, por poner un ejemplo algo burdo, de manera sistemática alguien se envenene con sustancias que son nocivas para su cuerpo y para su salud mental? Pues igualmente, no se me ocurriría argumentar en los que alguien arriesgase la libertad cuando todo el mundo sabe lo importante que ésta es.
Hombre, habrá alguno que diga que las reglas están para saltárselas, y estoy con él desde el primer momento. No en vano, la aplicación de normas de manera estricta es más propia de ordenadores que de humanos y desde luego no seré yo el que diga que está mal, de vez en cuando disfrutar de un buen vinito (a ser posible Ribera, que es mi tierra) o de un copazo por su sitio. La vida hay que disfrutarla siempre.
Pero claro, llegar hasta el punto de que haya cosas sin relevancia real que te hagan perder la calma, y por tanto la libertad de no ser esclavo de las circunstancias que te rodean… Eso ya son palabras mayores. Bueno, quizá sea complicado aquello de quedarte sin batería y tener que hacer una llamada telefónica para contarle a alguien las cosas que te van pasando; porque claro, si llega Borjamari y le guiña el ojo, por ejemplo a Pitusa, pues comprendo la sensación de ansiedad que se puede producir a la tal Pitusa si no se lo cuenta ipso facto a todas y cada una de sus amigas. Y si a final de mes la factura del móvil (convenientemente pagada a cargo de la cuenta de papá) no asciende a más de ciento veinte o ciento cincuenta euros, no es demasiado excesivo: no vamos a dejar que la racanería no nos permita ser libre de gastarnos lo que nos apetezca.
Como veis, pongo ejemplos en los que, claro, aunque tengas que privarte un poco de esa tan ansiada y laureada libertad, no pasa nada por saltar a la comba sobre las normas con las que de manera más o menos racional nos llenamos la bocaza cuando criticamos como auténticas hienas del Serengueti a quienes las cometen. Hay que entender que la necesidad es la necesidad.
Luego, pues bueno, un poco de ansiedad tampoco es tan nefasta. Cuando falla el móvil, siempre puedes ir mirando a la gente por la calle con cara de pitbull cabreado para paliar un poco el síndrome de abstinencia, y aquellos con los que te cruces han de entender que días malos los tenemos todos. O que te falla Internet y no puedes hablar con los amigos por alguna red social de mierda de esas en las que te ponen la foto en la que sales con cara de gili y a todo el mundo le hace gracia, y demuestras lo estupendo que eres cuando vas como una burra. Aquí, el síndrome de abstinencia está más justificado, porque durante unas horas no podrás comunicarte con tus trescientos amigos del alma que lloran tu ausencia en la red. Entiendo que la criatura que se vea en la situación camine por casa como un búfalo (hoy va de fieras). No en vano, aquí no estás ofreciendo tu libertad: ser esclavo de las artimañas de Timofónica cabrea a cualquiera y exculparía cualquier asesinato. Lo de ser esclavo de tus impulsos es irrelevante.
La libertad. Ya lo decía Mel Gibson en Braveheart: nadie podría quitársela, y eso se lo aplican muchos; aunque gritan algo menos, y desde luego no arriesgan nada, porque a fin de cuentas, como hoy puede salir cualquiera como yo a decir cuatro sandeces en un texto, no pasa nada más. Las empresas multinacionales crean opinión, necesidades, hacen estudios para ver cómo manipularnos, y dicen que ese es el precio de esta prosperidad de mierda en la que nos sumergimos con nuestra complacencia. El hecho de que la diversidad de pensamiento se pierda, y sólo valga lo que te dicen que tiene que valer son efectos colaterales de un bien mayor; y que los adolescentes crezcan pensando que eso que les ofrece la televisión en series como Física o química (o como cojones se llame el engendro) es la realidad no les importa: los niños gordos han de ser objeto de risa, los raros han de ser marginados y sólo los guapos, deportistas y con ropa de marca tienen derecho a una vida aceptable: ellos marcan los límites de la elección y los demás han de tragar por el bien de todos (no sé qué todos). Hay una cosa que me da bastante miedo, y es el fascismo ideológico, pues el primer camino para justificar atrocidades.
Pero ojo, que esto sólo es un desbarre por mi parte, que como decía al principio, todos sabemos perfectamente las virtudes y ventajas de intentar ser lo más libre que se pueda, y no se me ocurriría a mí poner en tela de juicio el juicioso entendimiento de la gente que lucha a brazo partido para que no le hagan tragar. Todos sabemos lo que conviene, y no vamos a dejar a esas aves de rapiña que quieren nuestra alma apoderarse de ella por las buenas. Qué tontería, ¿no?
Alberto Martínez Urueña 23-11-2009