domingo, 19 de abril de 2009

Trechos

Fue uno de esos días, no recuerdo cuál de todos, en que salgo por la campiña que me gusta visitar en mis ratos de sosiego y tranquilidad, en que me puedo entregar por completo a ese arte de observar la vida que tanto me gusta. Normalmente subo la enhiesta rampa que deja atrás el pequeño riachuelo donde solía bañarme de pequeño y me encamino entre las pequeñas encinas hasta la abierta cima desde donde puedo ver la meseta entera dedicada a las artes ancestrales de labranza. Hay viñedos, algunas parcelas de cebada y normalmente trigo, cada una de su color particular, en una diáfana acuarela de esa tierra que tanto he llegado a amar en los años que llevo hollándola con absoluto respeto a los cientos de años atesorados en cada mota de polvo que, suspendida, me ofrece quedos bailes extraños en el calor del verano.

Caminaba con parsimonia en dirección a la cumbre, aspirando con fruición el olor del verde romero que, agitado por el tenue viento, ofrece sus dádivas, cuando les volví a ver, como tiempo atrás, cuando sus pasos se encontraron con los míos. Estaban bajo la sombra de una alta encina de tronco grueso y fuerte y ramas verdes que bailaban sobre ellos, ya en la parte más despejada cercana a lo alto, hablando silenciosamente al compartir un trozo de queso y un pellejo de agua, con la mirada acuosa de quien lleva en la retina espectáculos más profundos de los que los incontables horizontes que, materiales, se le han ofrecido en sus viajes.

Al contrario de la otra vez en que mi camino tuvo la ocurrencia de cruzarse con el mío, no me quedé al margen suyo, observándoles, sino que me aproximé con sumo cuidado, para evitar sobresaltarles. Sin embargo, casi antes de que yo mismo me hubiera oído, ellos volvieron su vista hacia mí y me observaron con delicadeza: por un instante me sentí como se han de sentir los cuadros de un museo ante los ojos expertos del crítico avezado que descubre por primera vez una Última cena, o una Gioconda: desnudo ante quien mira un paso por delante de la gente ordinaria.

El mayor me ofreció con un gesto que me sentase a su lado, y me ofreció rápidamente un pedazo de queso y un trago de agua limpia y fresca. Yo, por mi parte, saqué de mi bolso un cacho de pan que llevaba conmigo y un trozo de jamón recién curado, tierno, que se lo presenté con igual simpleza que la gratitud que asomó a sus ojos. También saqué un vaso de tinto que había comprado en la venta de la carretera antes de salir al paseo y lo bebieron con calma, saboreándolo con deleite, y agradeciéndolo con una inclinación de cabeza.

“Hacía ya tiempo que te aguardábamos”, dijo el hombre mayor, después de beber, mientras el joven seguía con la vista una paloma torcaz que revoloteaba al ras de las encinas. “Te vimos hace tiempo, y sabíamos que antes o después nuestros pasos se volverían a encontrar, de una manera u otra” añadió, partiendo un trozo del jamón con el cuchillo que le tendí.

“Por lo que veo han sabido seguir su camino.”

“Eso siempre es inevitable” repuso el joven con una sonrisa limpia, inocente, sin perder de vista la paloma. “No en vano, el camino de cada uno es allí por donde elige transitar.”

“¿Y tú encontraste el tuyo?” dijo el anciano, después de unos instantes de reflexión.

Le miré un instante sin saber qué responder, sorprendido. Primero porque había supuesto que mi presencia en aquel inicial encuentro había pasado desapercibida; pero según revelaban sus palabras, su capacidad de percepción era superior a lo que yo había supuesto. Sin embargo, ni entonces ni en aquel momento habían hecho nada al respecto de mi presencia más que actuar con absoluta naturalidad. Y segundo, con respecto a mis inquietudes… eso era algo más desconcertante, pues ni tan siquiera a mi perro le había confesado tales interiores de mi alma. Negué con la cabeza, mirando al frente, sin poder cruzar mis ojos con los suyos. Busqué las palabras mientras tamizaba algo de tierra negra entre mis dedos, y cuando creí tenerlas, el hombre apoyó su manos sobre mi brazo, llamando mi atención, casi sobresaltándome. Le vi que me miraba con comprensión absoluta, como si él mismo hubiera estado antes en el lugar donde me encontraba yo.

“Son demasiados los que ante esa inquietud que ahora mismo tú sientes, no son capaces de llegar más allá de la desazón y el vacío que produce, y rehúyen como si de un veneno se tratase eso que no es más que un impulso” me dijo, leyéndome el pensamiento como si de un libro abierto se tratase y pudiese penetrar en mis entrañas. “No es ni bueno ni malo, cada persona ha de escoger, cada uno de nosotros tiene su propio momento, y nunca sabemos, en la infinidad de los tiempos, cual será ese en que nos atreveremos a dar un paso adelante en la dirección que nos llama”.

“Veo la sociedad”, le dije, “veo que cada vez es más materialista, más vacua, con la gente más perdida en mitad de millones de cosas que adquiere para hacerse la vida más cómoda, pero que le hacen más esclavo, más apegado a algo que es como bruma en la realidad. Cosas que pretenden afirmar y definir su personalidad, pero que lo único que hacen es esconderle de sí mismo y ocultarle quién es en realidad. Cada vez siento más la necesidad de abandonarles y dejar esas ciudades, de huir hacia los lugares que todavía no han sido mancillados por toda la vorágine de esperpénticos absurdos en los que veo abocados a esos deshumanizados.”

El anciano asentía ante mis palabras sin perder un instante aquella sonrisa beatífica, al tiempo que el joven observaba el vuelo de los pájaros en el cielo.

Miramos durante unos minutos que no sé cuántos pudieron ser el bosquecillo que teníamos delante antes de que el joven se atreviese a romper el hechizo, casi con una carcajada.

“La vida es la vida, tal y como la tenemos ante nuestros ojos”, aseveró, divertido. “La cuestión no está en qué parte de la vida quieres ver o no ver; la auténtica cuestión deriva en si somos capaces de ver la vida, de si nuestros ojos pueden ver lo que se nos ofrece ante nosotros, y no solamente aquello que nuestra propia vanidad nos impone. ¿Cómo ibas a ser capaz de superar esa cultura si ni siquiera puedes aprender de ella e integrarla en ti mismo?”

El joven calló después de soltar otra carcajada alegre, que no iba dirigida a mí, ni al anciano. Simplemente rebotó en el aire mientras se iba perdiendo a lo lejos, suave, como si de una brizna de hierba movida en la tormenta se tratase. Daba la sensación de que se podía tocar con los dedos. Y ante nosotros la naturaleza, que ante mis ojos iba cambiando, siendo la misma en cada instante de tiempo, como aquella frase que oyese hace tiempo sobre cierto hombre sabio que siglos antes recapacitó sobre la vida y la comparó con un río que se contemplaba desde un puente.

“Todo lo que nos rodea está impregnado de algo”, dijo mientras frotaba el suelo con las manos, como lo haría un niño que quiere jugar con la tierra. “Hay algo que se desprende y que se te ofrece y que sólo si quieres mirar con atención te será dada la dicha de poder alcanzarlo. Puedes pasar la vida entera sumido en la ceguera, pero merece la pena aprender a mirar hacia tu alrededor sin la cansada necesidad de juzgarlo todo. Quizá las cosas no sean buenas o malas.”

Le observé durante unos instantes, asimilando como se asimila el agua que bebes lo cambiado que estaba desde aquel camino en que les encontré entonces, y cómo ahora parecía otro, pero al mismo tiempo la misma persona. Fue entonces cuando hombre anciano empezó a hablar con su voz profunda que parecía llenarlo todo y detener el tiempo, como si pudiera suspender ante sí el tiempo mismo, de nuevo leyéndome la mente casi antes de que los pensamientos que, vaporosos, trataban de alcanzar forma se alzasen entre el humo.

“Haces bien en iniciar el camino entonces, pero date cuenta de una cosa”, me advirtió con un instante de seriedad: “del mismo modo que pretendes encontrar los fallos de la sociedad que te rodea, has de encontrar también al final de trecho la crítica a la propia crítica”, calló un momento antes de seguir hablando, y después con un gesto de su mano que abarcaba el cielo entero, añadió: “sólo aquel que está dispuesto a encontrar aquello de lo que ha de desprenderse el mundo, ha de estar dispuesto a desprenderse de sí mismo.”

El hombre se levantó acto seguido, dejándome con un reguero como de sangre que repudia el cuerpo gravemente herido plagado de preguntas que trataban de aportar luz a aquella frase. Iba a pronunciar una palabra que comenzase los interrogantes, pero entonces entendí que los lugares a los que debería dirigirme a partir de aquel momento no permitían ser definidos mediante la vanidad humana. Esos lugares estaban más allá de lo que la mente era capaz de construir mediante frases y verbos, palabras y formas gramaticales, y entendí cosas que hasta ese momento no había comprendido. Justo en ese momento se volvió un momento el joven, extrañamente alborozado, y me habló con otras palabras, también enigmáticas: “trata de solucionar un sistema de infinitas ecuaciones con infinitas incógnitas”. Y me descolocó por completo.

Subí a la cima de la colina, y desde allí les volví a ver como les vi antaño, y vi que sólo eran uno, y lo que entonces no pude entender, en aquellos momentos quedó claro en mi mente.

Alberto Martínez Urueña 16-04-2009

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