martes, 7 de abril de 2009

Licencias ensayísticas

No suelo aventurarme demasiado entre las páginas de columnistas de internet como yo por demasiados motivos. Como ejemplo introductorio arguyo que a la hora de escribir, la originalidad es uno de los factores más importantes cuando te lanzas a escribir y a plasmar una opinión o pensamiento. Además, me desagrada bastante (me ha ocurrido alguna vez en el pasado, con cierta razón para pesar mío) que me digan que me parezco a tal o cual escritor cuando no pretendo parecerme a nadie más que a mí mismo, y por eso tiendo quizá a mirarme demasiado y olvidarme de otras cosas que quizá sean más importantes.

Pero otro de los motivos principales por los que no me gusta demasiado andar por páginas ajenas es porque no me gusta el tono irreverente y violento que muchos adoptan en el texto. No me cabe la menor duda de que los lectores están esperando su ración semanal de improperios e insultos contra el desventurado objetivo, y que alimentar la inquina humana, común por otro lado a todos nosotros, vende bastante más que el comedimiento y la mesura. No en vano, el ser circunspecto y educado está cada vez más en desuso: se lleva más la personalidad agresiva del que no soporta que se vulneren un ápice los principios rectos que dicta el conocimiento y la prosapia que el escritor pretende transcribir entre líneas; y que, fiel a las doctas costumbres sacadas no se sabe muy bien de qué educación, se lance cual caballero andante a denunciar la deriva que han tomado esos aspectos de la novedad informativa que le atormentan.

Comienza a sonarme demasiado habitual la cuestión de cómo, en una sociedad que cae de manera casi constante en aquello de que la verdad depende del prisma con el que se mira, y en la que todo el mundo defiende su derecho a opinar, hay quien se atreve a mandar al cadalso literario a alguien, por muy buenas razones que se pretendan tener. Y no me importaría lo más mínimo ver tales demostraciones bárbaras (como sinónimo de actuaciones similares a las de las bestezuelas campestres) si no tuviese que verlas en personas que pretender aportar a esa tan noble arte que para mí es la literatura.

Claro, entre los siglos nos encontramos con que la sátira y la ironía han sido utilizadas por las grandes almas de nuestra cultura. Como ejemplo no tenemos más que acercarnos a esos sonetos que se dedicaban Quevedo y Góngora, que me han hecho partir de risa en más de una ocasión. La diferencia estriba, a mi modo de ver, en que insultar lo puede hacer cualquier niño de colegio, pero ya que te pones a ello, intenta hacerlo medianamente bien. Al margen de que lo que saco de tales sonetos no es querer matar a uno de los dos contendientes, si no leer el siguiente para volver a disfrutar de un momento solaz y entretenido con las inimaginables rutas que puede llegar a adoptar la poesía.

Al margen de este razonamiento tan prosaico y que no nos llevaría a nada (siempre habrá quien defienda el derecho que tenemos todos a ensuciar las nobles herramientas de Cervantes y Lope de Vega, por poner un ejemplo; no en vano, la lengua castellana es patrimonio de todos) está otra cuestión más práctica que todas esas, y es la mala baba que produce en las gentes de bien que les estén poniendo los flancos doloridos con las metafóricas espuelas que sueltan, al tiempo de la pretensión ingrata de subir a nuestra chepa las ideas más folclóricas, irreverentes y bastardas que surgen en mitad de las noches frías. No en vano, partos tan desnutridos sólo pueden ser vomitados en ausencia de humanidades descansadas.

Y claro, nos acercamos ya al engendro pusilánime más encantador de nuestra fauna ensayística: esos políticos a los que podríamos introducir en ese grupo de películas de serie B sin presupuesto que por el hecho de que son algo más famosos que otros, se creen ya con las prerrogativas necesarias para que su opinión sea tenida como válida, pero con la frustración que se les vislumbra por no jugar en primera división. Claro, diréis que ahora estoy haciendo lo mismo que he denunciado anteriormente; sin embargo matizo, pues lo único que hago es poner de manifiesto una cosa muy sencilla: las opiniones carniceras a lo único que llevan es a pensamientos carniceros, a exaltar los ánimos, a provocar excesivas subidas de tensión. No me parece que eso sea lo más responsable, y menos cuando estamos hablando de personas con un mínimo grado de representatividad. Porque el hecho de que lo haga yo, y alguna vez suelte alguna opinión algo más controvertida contra los de la gaviota, no implica lo mismo. Al margen de la persistente insistencia en que suelo caer al indicar que no critico personas, sólo doy mi opinión sobre ideas, y la diferencia es bastante sustancial, ya que siempre he propugnado el respeto que me merece toda persona por el mero hecho de serlo.

A lo que iba y concluyo: como columnista que me siento desde hace años (no pienso utilizar en este texto, más que ahora para dejarlo claro, esa palabra carente de sentido para mí que es blog pudiendo usar una castellana) siento que, cada vez que alguien utiliza el escarnio y la mordacidad sin pretender nada más que elevar los ánimos de los borregos que asienten con la voluntad hipotecada, me roba algo. Voy a dejar fuera de esto a los que como Espronceda enriquecieron hasta cotas inexpugnables este arte usando las figuras literarias que ahora otros mancillan (hoy en día todavía quedan algunos a los que también dejo fuera); pero que no se piensen otros que, por tener la boca más grande y menos sentido de la vergüenza, y haberse atrevido a ser personas públicas (algunas mujeres también son públicas y sus actividades merecen más respeto por mi parte), tienen licencia en este reducto en que hubo quien se ganó el respeto con elegante forma y rotundo arte y en que otros tratamos de hacernos un hueco sin caer en el fácil requiebro mil veces utilizado y el contenido inicuo del insulto.

Alberto Martínez Urueña 7-04-2009

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