lunes, 9 de febrero de 2009

Aquella sonrisa

Andaba yo enredándome en conceptos a costa de un texto que pretendía escribir, con filigranas y encaje de bolillos, cuando temas más serios han hecho que el texto de esta semana tenga que ser reescrito. No soy dado a expresar tales recodos en estos lances lexicográficos, pero la ocasión lo merece y, aunque otras veces se quedase en el ámbito privado todo aquello que escribiese, esta vez verá la luz en parto electrónico.

Escribí en uno de esos textos privados hace tiempo acerca de aquellas mujeres que siempre quedaban en la sombra y que realizaban el trabajo más silencioso y oculto de contención en familias, organizaciones y en esta sociedad. La idea original al respecto no fue propia; la escuché de un sacerdote amigo mío en cierto funeral, y asentí con rotundidad la idea, y marcados quedaron a fuego en mi memoria la imagen e instante en que escuche aquellas palabras en la misa por aquella señora que, si bien no era mi abuela, poco la faltaba para ser así considerada. En aquel momento, Ángel, con su acertada perorata, resaltó la extraordinaria función de aquellas mujeres que pasaron por lo que pasaron sin rechistar y sin hacer grandes aspavientos, diciendo aquello de que la vida es de tal o cual manera y el poco sentido de andar reclamándole explicaciones a los vientos cuando la existencia se torcía y golpeaba con saña. Aquella generación era dura, eran de los que se hicieron a golpe de arado bajo el sol en verano, de fríos inclementes en invierno y, por desgracia, a golpe de tiros, fuego y metralla en aquella locura fraticida del treinta y seis. Siempre que he pensado en ellos ha sido con un respetuoso silencio, quitándome el sombrero, pensando en aquellos días de truenos, de casas destrozadas, de muertos por las calles… Cada zona de esta idea llamada España tuvo lo suyo, y quien no lo tuvo de lleno lo pasó tan rozando que daría más miedo que cualquier otra cosa que se me ocurriera de símil o metáfora; y así se creció, con la idea de que podría volver a pasar, de que tal o cual político la estaba preparando, de que con todos esos discursos se estaba volviendo a gestar, y así con la neurosis instalada en el cerebro. Lo vi demasiadas veces.

Mi abuelo era de esos, de los que cuando salía Arzallus o Aznar, o Pujol o cualquier otro político, lo comentaba con miedo. Se le podía ver, escondido entre el mal genio que gastaba, aquella sensación de quien conoce cosas que la gente de mi generación no debería ni pensar. No era de Franco, os lo puedo asegurar, le odiaba a muerte por haberle llevado a la guerra a matar rojos y por preparar la barbaridad que preparó en esta tierra. Hoy en día, bajo el tejado de estos pensamientos, no me deja de resultar demasiado irreal ver como los niños juegan al ordenador a pegar tiros, como se divierten haciendo de soldado de desembarco en Normandía, de francotirador en Yugoslavia o de marine en Irak… De cómo se lanzan sin miedo a la batalla pretendiendo ser valientes guerreros, duros y desalmados, pegando tiros como si de una película se tratase, y se olvidan de la terrible tragedia que supuso toda aquella contienda, de los gritos de horror que debieron escuchar aquellos hombres y mujeres, de las terribles consecuencias para toda una edad de los hombres, sin entender que hay cosas con las que no se juega. Mi abuelo era de esos, de los que se recorrieron España entera con el fusil al hombro (bueno, creo que lo suyo era una ametralladora francesa), con calor por el Mediterráneo en verano y con veinte grados bajo cero en Teruel metido en un hoyo a ras de suelo en invierno, viendo morir amigos y enemigos, viendo el miedo de su alma materializado en los ojos de sus compañeros, sabiendo que en cualquier momento…

Pensaba aquella vez en las mujeres de aquellos años, o las niñas que no entenderían nada de lo que pasaba a su alrededor, de cómo levantaron familias, de cómo las sacaron adelante cuando realmente todavía se pasaba hambre en España (no hace tanto de aquello, echad la vista atrás, y veréis que a muchos de vosotros, si no os tocó, os pasó rozando). Ahora pienso en aquellos hombres, anónimos la mayoría, sin calles que recuerden que pasaron por esta historia, muchos de ellos ya simplemente en la memoria de los que dejaron de legado en este valle que me niego a creer de lágrimas. Pienso en ellos, que acabaron y pasaron por las trincheras y después, sin tiempo a pensar en más, volvieron a sus ciudades, a la vida normal si por aquel entonces todavía existía, a buscar trabajo, a crear vida.

Pero ante todo, lo que pretendía con este texto, es honrar a mi abuelo, que como otros muchos, no tienen calles ni honores ni estatuas. Después de toda una vida y de lo que supuso haberle conocido, con lo que ello implica al respecto de cualquier persona, incluidos nosotros mismos, me quedo con lo bueno, y, perdon por la expresión, me importa un carajo si es un frase hecha, que supongo que a todos nos acaba leyendo la cartilla esta vida. Porque a pesar de lo que haya sido, sé que lo hizo lo mejor posible y que fue su forma de demostrar lo que él llevaba en las entrañas. Pudo ser más o menos acertado, pero cuando sabes que fue cierto aquello de que por nosotros lo habría dado todo si hubiese sido necesario, no queda otra. Igual que todos aquellos de los que hablo en el texto, igual que tantas personas que de una forma u otra lo hicieron, como tantos que, a pesar de que se pudieran haber equivocado en las maneras, pretendieron darnos lo que al final, y viéndolo con autenticidad, nos dieron. De recuerdo me quedaré con su sonrisa prístina y sincera, de las veces en que me cuidó y se preocupó por mí, de cuando fui con él al parque de Canterac, o de su cara de susto cuando se me ocurrió mirar a ver si aquel ascua de la caldera estaba caliente. Porque mi abuelo pudo ser de tal o cual manera, pero fue mi abuelo. El resto me lo guardo y lo limpiaré con lágrimas si es preciso. Descanse en paz.

Alberto Martínez Urueña 30-01-2009

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