Su aspecto era ralo, descuidado, bastante troncotorcido y cuasimódico, como si de una encina retorcida en arabescas posturas no supiese muy bien cómo llegar al cielo. Caminaba a trompicones, tropezando en cada hoyo, raíz o línea del camino, que no veía a pesar de llevar la mirada gacha de humillado cánido. En fin, de aspecto demacrado acentuado por una ropa vieja y sieteada desde cada esquina hacia cada uno de los centros, que de tan caída tela que llevaba parecía que hubiese cientos en los pocos centímetros cuadrados que le quedaban sobre la percha raída que eran sus hombros. Una debacle humana, sin necesidad de ir más lejos.
Le conocían en el gremio de ancianos y sabios de cada uno de los pueblos por los que había arrastrado su desidiosa postura, y ya se había convertido su retahíla en una especie de gemido continuo que unía cada localidad en un suspiro prolongado que podía utilizarse como plano de caminos, aunque nadie quisiese seguirlo. Por cada uno de ellos había pasado, exponiendo sus quejumbrosos problemas sin ningún pudor ni reparo, como mendigo herido en la guerra que hace ostentación y gala de sus muñones mientras reclama algo de misericordiosas limosnas. Así mendigaba él, sin más que manos no podían darle aquel tesoro que anhelaba pero que no conocía por más que hurgaba en las heridas supurantes y pustulosas que le postraban cuerpo a tierra, como si su vida, más que de sendas, estuviese repleta de trincheras.
Pocas eran las ocasiones que encontraba para levantar la vista de los barrizales y estercoleros de aquellos andurriales que frecuentaba. Cada vez que lo hacía, el recorrido visual que dedicaba al paisaje era un continuo de comparaciones en las que salía trasquilado sin remedio. Ya fuese un pájaro de brillante colorido, porque aquel volaba por los cielos azules compitiendo con las nubes en belleza; ya fuese un pez de sinuosos movimientos que remontaba las caídas de agua, porque tenía un sentido encontrado en su monótona y fugaz existencia; ya fuese una mota de polvo que arrancaba destellos al astro solar en su caída desde los firmamentos; todo era sensiblemente mejor que él, cuya existencia era tan grisácea que hasta las graníticas peñas le parecían competencia ese terreno. Los ríos eran afortunados porque con tanto agua podían llorar eternamente, y los desiertos igualmente agraciados por no tener agua que verter en continuo llanto. En fin, que cada comparación que hacía le picaba en la moral como sarna de leproso y los restregones para aliviarse le dejaban surcos tan profundos que parecía ir dejando restos suyos por cada cuneta.
Los sabios escuchaban sus penas con docta mirada y ceño fruncido y serio, tratando de penetrar en cada entresijo del alma de aquel desgraciado, y para cada sabio había una respuesta, había un consejo y una letanía de recetas mágicas para solucionar aquellos males que se cernían sobre la espalda de aquel hombre, que más que espalda parecían alforjas burreras de cargadas que iban. A fin de cuentas, acabó haciendo responsables también a tanto viejo de barba blanca porque no habían encontrado el remedio milagroso que pusiera término a tanta miseria que le lastraba, y dejó de visitarles porque la rabia contra ellos era igual de feroz que contra el pájaro, el pez, la mota de polvo y el resto de existencias terrenales mejores que la suya.
Así lo recapacitaba cuando se sentó en un sucio banco de un parque del extrarradio de uno de los pueblos mugrientos a donde le llevaron los pies sin que él dejara ni un segundo de insultarlos por cansados, persistentes y dañinos. Hablando solo era todo un experto y así le parecía su voz tan agrietada como los rostros matusalénicos que había contemplado en cada supuesto sabio.
Cuando calló durante unos minutos, maldiciendo a la saliva porque ya no regaba su desértica boca, vio frente a sí un grupo de chiquillos que jugaban, corriendo unos detrás de otros, escapando, girando y riendo. Uno de ellos se le acercó y se sentó a su lado, mientras él le miraba con cierto desdén y reticencia, y se miraron durante unos momentos, el primero con una sonrisa, el segundo con la cara más larga que jamás fabricase naturaleza humana.
- ¿Qué le ocurre a su cara, señor? Parece como si la alegría le hubiese pasado de largo en el reparto.
- Todo me pasa, y nada. Porque si tanto sabio como he visitado ha sido un continuo devenir de respuestas encontradas y contradictorias será que tengo todo dentro de mí por cada respuesta; y por otro lado, que nada hay, puesto que ninguno de los remedios consiguió aplacar los males.
Y acto seguido, empezó a contarle cómo durante su vida todo lo que le rodeaba había ido perdiendo su colorido, todo había ido marchitándose y muriendo como si de una vida únicamente otoñal se tratase, restando a su alrededor sólo grises tonos y abismos insondables.
- Pero todo eso ya ha pasado, ¿no? Además, tal pecado no es de los sabios que no han sabido encontrar tu mal. La vida de cada uno es la responsabilidad de cada uno, y de nadie más, de tal forma que si los errores fuesen responsabilidad de otros, también lo serían los méritos que se hubiesen alcanzado. - dijo el niño, sin perder un segundo la sonrisa. - En cualquier caso, y gracias a esa propia responsabilidad de cada uno, ahora, en este momento, empieza el resto de tu vida, y en cada momento, un nuevo comienzo. ¿Para qué pensar tanto en lo ocurrido si ya ha pasado?
- Porque seguirá pasando inexorablemente hasta mi muerte, que espero no sea tardía.
- Todavía resta demasiado ignoto recorrido para el futuro como para pensar en él. Además, ninguno de tales problemas que me has dicho existen, sino en tu cabeza, y se resumen todos ellos en uno: miedo.
- ¿Miedo? - dijo el hombre, y se apresuró a preguntar, pero el chico le puso un dedo en los labios.
- Miedo a conseguir algo para después perderlo; miedo a conseguirlo y que poco a poco vaya perdiendo su colorido, como antes has dicho; miedo a ser feliz y después perder esa felicidad y ser desdichado; miedo a tener que renunciar a esto y quedarte desamparado; miedo a lo que pueda suceder en un indeterminado futuro, cercano o lejano, y que sea pernicioso. A fin de cuentas todo es miedo a perder algo, pero eso nos lleva a un horizonte que es imposible de conocer. Además, resulta raramente contradictorio por otro lado que cuanto más tengas más miedo tendrás.
- ¿Y qué hacer? ¿Cómo vivir sin poseer nada? A fin de cuentas, humana condición inevitable es tratar de aferrar aquello que quiero, tratar de conseguir lo que anhelo y conservarlo.
- Quizá el error sea pensar que alguna vez poseíste algo. Más correcto puede ser comprender que cada instante bueno que puedas tener en esta tan corta e insignificante existencia sea un privilegio que debas aprovechar el tiempo que esté contigo, sabiendo que antes o después se irá. Un privilegio cada instante, que es una nueva oportunidad de vivir un presente que comienza de nuevo el resto de tu vida, y vivir cada presente como una vida entera.
- Un privilegio cada instante de esta vida, y cada instante como una vida entera. Luego la vida entera sería un privilegio. - recopiló el hombre, sintiendo que algo renacía dentro de sí; pero el miedo todavía pugnaba por no ceder aquel reino. - Pero me da pánico pensar que perderé todo.
- Entonces tendrás que aprender lo que he dicho antes: quizá el error sea pensar que alguna vez poseíste algo. Si nada posees, nada perderás, sólo habrás tenido el privilegio de que algo semejante pasase por tu vida.
El hombre miró al chico asustado ante esa posibilidad, y en su cabeza empezaron a dar vueltas cada uno de los conceptos que a lo largo del tedioso y abrumador camino recorrido se habían ido incrustando en sus cimientos como babosas que poco a poco habían ido drenándole la sangre. Fue a seguir con aquella cuestión, pero el niño negó con la cabeza, siempre sonriente.
- Déjalo. Cada pregunta y cada respuesta te llevará a la siguiente en una sucesión interminable de miedos. Entiende que la mente es un punto del camino, no la meta, que termina cuando se convierte en tu enemigo y acaba con ella aquí; y decide si prefieres estar sentado en este banco o venir a jugar con nosotros, porque ese es el presente que ahora se extiende ante tus ojos, y el futuro ya vendrá.
- ¿Cómo voy a ir a jugar con este miedo?
El niño le volvió a poner el dedo en los labios y sólo le dijo “Decide”, y se marchó.
El hombre le miró un instante, y antes de que su mente se pusiese de nuevo en funcionamiento para fabricar indefectiblemente otro miedo, se alzó en pie con energía, se sacudió el polvo de tanto camino y miró adelante, hacia el parque, hacia los niños.
Y los sabios de aquel parque vieron, encantados, que había un niño nuevo jugando, corriendo, girando y riendo. Con ellos.
Alberto Martínez Urueña 5-01-2008
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