viernes, 4 de enero de 2008

Honores

Supongo que como a todo el mundo en esta vida, a lo largo y ancho del planeta, hay ciertas cosas que me gustan menos que otras. No os equivoquéis, no es que me quiten el sueño ni mucho menos, ni que me alteren lo más mínimo; sólo son cosas que personalmente me desagradan por varios motivos, entre los que se encuentran que a mí también me ha pasado. Había pensado escribir esta vez algo similar a otros correos en que hablo en tercera persona y utilizo el recurso de poner voz a personajes ficticios, pero al final he preferido hablaros en primera persona y directamente, con mi habitual lirismo, pero con mi absoluta franqueza. El tema que del que pretendo hablar es controvertido, es complicado y quizá incluso ofensivo para determinados colectivos, pero era inevitable que antes o después apareciese en esta especie de columna que de manera irregular voy mandando periódicamente.

Bien sabéis todos vosotros que toda cercanía con religiones y creencias, o ideas más o menos impuestas externamente desde púlpitos, cual palo de granero para grajos, o tribunas que más que ateneos parecen escenarios de comedia, me parecen de las cosas más contraproducentes para la persona como ente individual si se cree todo lo que regurgite el de arriba. No en vano, he conocido personas con las que si querías hablar, por poner un ejemplo, y ahora no pretendo arremeter contra la iglesia católica, de religión, era condición sine qua non aceptar que lo que viene escrito en la Biblia había que tragárselo al pie de la letra, y claro, por ahí no paso y terminóse conversación. Pero hay cierto tipo de cosas en ese libro milenario que me parecen acertadas, no porque sean palabra de dios, si no porque me parece que expresan de manera admirable sabiduría humana, que por otro lado no es propiedad de nadie sino universal y por eso hay que reconocer el mérito al escritor por incluirlo. Tal es el caso de ver más la paja en ojo ajeno que la viga en ojo propio, y al hilo conductor a donde me lleva inexorablemente es al tema de los prejuicios, juicios de valor y carnicerías varias, y esa perniciosa costumbre que de opinar sobre otras personas tienen otras.

En algún momento de nuestra insignificante y corta existencia nos hemos topado con determinados humanos, a los que no voy a faltar al respeto porque no me da la gana y no quiero caer en errores si puedo evitarlo, que consideran un derecho y casi una obligación establecer juicios de valor sobre todo aquello que a su conocimiento llegue. No es mala cosa formarte tu propia opinión sobre posibles casos que lleguen a tus oídos, elucubrando posibilidades y consecuentes salidas que pudieses haber dado a singulares problemas que se puedan plantear, aun a sabiendas de aquello de que nunca digas que tal agua no piensas catarla. Es incluso conveniente poder pensar qué es lo que crees que deberías hacer si te ocurre aquello de lo que otras voces, en ocasiones demasiado cotillas y verduleras, te informan sobre terceras personas; más que nada por aquello de poder formar tus propios principios, eso que algunos de los que campan en actitud borrega por estas anchas tierras que nos dio dios se han privado de tener y sólo bogan según qué corriente les dé sin saber muy bien en qué clase de barco prefieren hacerlo.

Sin embargo, otra cosa muy distinta de todo esto es cuando esos juicios de valor que tan beneficiosos pueden llegar a ser alcanzan a las personas de las que hemos tenido conocimiento. Es decir, aquellas frases (que, ojo, todos hemos hecho alguna vez) de qué soplapollas es aquel que ha hecho tal o cual cosa y qué mentecato. O sin necesidad de pasar al descrédito personal, afirmar a ciencia más que cierta, resabida, que se han equivocado porque no han realizado lo que a nuestro juicio era correcto. Como si la Verdad (con mayúsculas, sí) fuese una hoja que se pudiese leer entera y además de forma unívoca por todos los seres de este planeta. Es como el que critica al que se va de putas porque eso está mal (y en eso estaremos todos de acuerdo) sin aceptar que quizá se le murió la mujer y se encuentra tan jodidamente solo que no se le ocurre otra forma de salir del paso, o de respirar un rato tranquilo. Y el lado opuesto, el que crítica la inmigración ilegal, argumentando de mil formas posibles su postura, pero luego le parecen estupendas las domingas de la rusa que se pasea por el Retiro, jaleándolo en plan machote con sus amigos e insultándola, sin tener en cuenta que quizá a esa mujer la han traído engañada de su país y su familia tiene una pistola en la sien las veinticinco horas del día. De regalo.

Una cosa es pensar qué harías en una situación, utilizando tu libertad a opinar, que todos tenemos, y otra muy distinta es pensar que porque una persona lo hace de forma contraria está equivocada, y mucho más allá, que esa persona es una estúpida. Del mismo modo que se esgrime la libertad para poder opinar, hay que ser responsable de esa libertad y no utilizarla para empequeñecer personas, que por el simple hecho de ser un ser humano, merecen nuestro más alto respeto. He visto, y he sufrido, a lo largo de estos veintisiete años demasiadas veces carnicerías sin sentido que pasan de dar una simple opinión al jolgorio más bajuno, al descrédito más rastrero y la chanza fácil y traidora. He contemplado, y se me han clavado, las críticas más feroces por utilizar mi derecho a decidir sobre mi propia existencia, a riesgo de equivocarme, cosa de la que también soy libre, haciendo lo que en cada momento me viniese en gana, sin provocar más perjuicio que no hacer las cosas como otros querían. No importa, en esta vida, como digo en mis canciones, cada cual recogerá lo que siembre, y el que planta cizaña, recoge guerra.

Y al respecto de este texto, que cada cual opine lo que quiera, que sus principios sean los más rígidos, o los más flexibles, al final el tiempo da y quita la razón. Pero por favor, déjenme quietos los honores.

Alberto Martínez Urueña 4-01-2008

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué buena la promo, tío.
PARA DAROS LO VUESTRO.
Eso sí que son honores.
Ansioso estoy por el disco completo.

Un abrazo.