En uno de los pocos descansos que me está dejando esta gripe que he pillado a principios de semana y que me tiene aguantando uno de los inviernos más calurosos de mi vida, aprovecho para sentarme delante del teclado y ver si aguanto hasta el final del texto. Además, como ya sabéis de mi aleatoriedad, esta vez causada por la fiebre, pues tampoco me extiendo demasiado en inocuas excusas.
Salid de las ciudades, de todas esas calles de cemento y hormigón, de falsas luces de neón y brillantes escaparates que en pocos días estarán ya deslucidos, la belleza horadada y carcomida, presa de la rapidez y fugacidad de nuestra era. Salid de las laberínticas preocupaciones y del estrés que os atenaza las entrañas, marchad fuera de sus lindes y visitad los bosques y los mares, volved a ver los océanos y, si podéis, acercaos a las altas montañas. Revisad la imagen que tenéis de esta Ibérica Península por tantos siglos así bautizada, porque quizá, y digo quizá, ya no volvamos a tenerla nunca más.
La estadística, rama de la matemática que utiliza grandes conjuntos de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades, nos arrebató en el terreno de la ciencia la seguridad absoluta. Los conjuntos totalmente seguros son quimeras en la mayoría de los casos, siempre hay que dejar algún espacio reservado para la falsabilidad y aceptar la posibilidad de determinadas conclusiones estén equivocadas. Es la esencia de la vida misma: aquel que se considera en posesión de la verdad absoluta seguramente esté equivocado; es más, aquel que no es capaz de ver más allá de su verdad y poder ver otras verdades, está ciego; por concluir, aquel que no es capaz de aceptar que aunque no las ve, puede haber razones o verdades que no conoce, es que es un necio.
Estos dos párrafos al parecer tan distantes vienen derivados de las noticias sobre la cumbre de Bali; ya saben, esas reuniones que cuando empiezan van todos los invitados de esmoquin, con sonrisas como si se hubiesen comido unos limones en vinagre, en plan de “qué marrón me ha caído”, luego se hace la declaración de que así vamos de culo, pero luego el culo no es mío, y el que tiene que arremangarse es el de enfrente. Han tenido que ser de un lúdico subido los bis a bis entre los hijos de señor Bush, emperador del mundo occidental, y esas naciones asiáticas en donde la mayor producción parece que son personas, como China y la India, que ya son un tercio de la población mundial, y subiendo. Y con armas atómicas, no vayais a pensar que son como esos palestinos que sólo tienen para dinamita y kalasnikovs que venden en los puestos del mercado dominical. Estos dicen que tienen derecho a contaminar lo que hemos contaminado nosotros antes, y los primeros dicen que se pasan por el arco del triunfo lo que ocurra con el polo norte mientras sus beneficios no decrezcan, y que sus hijos se las apañen. Y claro, se escudan en estudios de otros grupos científicos que están al otro lado de Greenpeace que dicen que eso del cambio climático es una chorrada de taberna y que no nos preocupemos aunque suban las temperaturas y el mosquito de la malaria se suba a la patera y se nos venga a Andalucía. Siempre nos quedará que podremos utilizar ese modo de transporte tan barato y tan exótico como es el camello saharaui. Y eso sí, todo insulto maquillado con una sonrisa dieciochesca digna de “Las amistades peligrosas”.
Con toda esta temática referente al campo de las probabilidades, hay que reconocer por tanto que quizá las haya de que la parte que arguyen que no pasa nada tenga razón, de que el cambio climático sea una bobada, de que el hombre no puede incidir sobre el clima mundial y de que si, en todo caso, la santa madre tierra quiere preparar otra extinción, pues nos iremos todos al cuerno tan deprisa que nos dará hasta vértigo.
Esto último es cierto, no hay más que ver lo que ocurre cuando a las placas tectónicas sufren el más mínimo desplazamiento en su aparente quietud (que ya sabemos que realmente no es tal); o cuando la lluvia, más que aliada, se convierte en un monstruo de finos dientes y voz terrible; o cuando no llueve nada y se prende hasta la hierba. Sin embargo, imagínense por un momento el paisaje que se plantearía si el hombre sí pudiera influir de manera decisiva sobre el cambio climático, de forma que todas las miasmas que lanzamos a la atmósfera puedan hacer, ya no solo que La Manga del Mar Menor se vaya al garete como nos hicieron ver en un fotomontaje hace poco, o que el Ebro a su paso por Zaragoza parezca un desagüe, sino que nos vayamos todos definitivamente a la mierda. En esos momentos no podremos pedirle cuentas al primo de Rajoy, ni coger a Bush y a Hu Jintao (presidente de mil doscientos millones de amarillos, más emigrantes con derecho a voto) y aplicarles un poco de ese petróleo que reclaman y pegarles fuego, porque ya estarán muertos. Y nosotros con ellos.
Por este motivo, aparte de otros muchos que ya os he dado en otros textos, quizá menos catastróficos y apocalípticos, lo de que salgais a ver el campo tal y como es hoy en día, porque hay probabilidades de que la moneda caiga de un lado o del otro; y con una simple apuesta de qué caballo llega antes, como mucho se arruina el que la haga, pero con otro tipo de probabilidades uno de los extremos es demasiado serio como para tomarle por seguro, y si luego nos habíamos equivocado, pues también dará igual, porque no habremos parado el cambio climático y nos estaremos friendo a fuego lento en el desierto de Galicia. Pero por lo menos no lo haremos cara de gilipollas.
Alberto Martínez Urueña 22-12-2007