viernes, 22 de junio de 2007

Utopía


            Quizá la propia etimología de la palabra ya nos da cuentas de los motivos por los que se ha dejado de creer en ella. Incluso los griegos quizá la utilizaron para expresar lo mismo que nosotros, aunque personalmente guardo la esperanza de lo contrario: todavía se creían en cuentos de hadas, o lo que es lo mismo, las homéricas ilíadas y odiseas o las fábulas de Esopo. Ya sabemos que las hidras del relato del tragicomédico griego no existen y que el desafío a Poseidón simboliza la soberbia de los hombres al querer desafiar a quien tenía más poder que ellos. Temas recurrentes si lo comparamos con el relato edénico de la Biblia judía y posteriormente adoptada por las distintas postulaciones cristianas. En cualquier caso, sin extenderme más en este preámbulo, el nacimiento de la palabra se expresa tan fácil como significativo, pues nuestros antepasados mediterráneos la utilizaban para designar a los lugares que no existen.
            La sociedad científica en la que nos vimos introducidos por personajes tan loables como Newton, Descartes, o el propio Galileo, se ha desvirtuado, y lo que pretendieron que utilizásemos para comprender mejor aún el mundo en el que vivimos lo hemos aplicado, con su método científico, a todos los ámbitos de la vida. Ahora hay quien pretende explicarnos los motivos por los cuales una persona nos puede resultar más atractiva que otra, o porque un beso ante un amanecer misterioso hace que nos lata el corazón más deprisa y la respiración quede en un suspenso. Es probable que todo eso tenga una raíz química, y por aplicación, física, pero sinceramente, me da exactamente igual saberlo que no: prefiero un mundo en el que simplemente no elijas de quien te enamoras, que eso lo decidan tus entrañas, sean cuales sean las encargadas de hacerlo, a que me vayan a encontrar una vacuna que libere de esos males y al final ya no se pueda ni sufrir por amor. Y Romeo y Julieta serán unos necios por aquello del suicidio en lugar de la medicina preparada, envasada y distribuida por alguna farmacéutica estadounidense. El control llevado hasta un extremo tan sofocante sólo es la salida de aquellos que tienen miedo a enfrentarse con la vida, porque tanto son vitales las alegrías más nimias como los sufrimientos más angustiosos, y en esta vida sólo los que aceptar las dos caras de la realidad son los que podrán tratar de completarse.
            La utopía es tan necesaria como el respirar. Nos permite tener un rumbo, una estrella polar en el cielo de nuestra conciencia, de nuestra ilusión. Nos permite tener esperanza, y por tanto esforzarnos en aquello en lo que creemos, en aquello que deseamos con toda nuestra alma. Si no fuese por la utopía, cosas que ahora nos parecen naturales se habrían perdido, porque antes que nosotros hubo otros hombres que lucharon para conseguírnoslo. El desencanto de nuestra cultura viene en parte por la poca memoria histórica; por el olvido de aquellos que se partieron la crisma porque vivían en casas que ahora harían de las chabolas, palacios; de aquellos que no podían leer libros que no estuviesen censurados; de aquellos intelectuales que no podían expresar su propia idea, y hay para quien eso es tan importante como el respirar. Todos esos logros que ahora nos parecen tan normales, para ellos eran lugares que no existían, en los que a medio camino de su logro se te abrían las puertas de un calabozo con el dominico Torquemada dispuesto a comprobar la resistencia de tus huesos, músculos y tendones.
            Ahora que la lucha ya no supone tener que arder como una antorcha a la altura de la plaza Zorrilla, resulta que es cuando ya no merece la pena intentar conseguir algún logro significativo. Y ya no quiero hablar de logros grandilocuentes en plan Mel Gibson gritando por la libertad y enseñándole el culo al rey inglés: eso no deja de ser una completa estupidez en los tiempos que corren (no juzgo lo de aquel entonces porque no lo conozco). En nuestra fría actualidad, las utopías se han vuelto menos palpables, sólo presentes para el ojo atento que domina la destreza de observar, escuchar y respirar más que quien sólo quiere hacer, exponer toda clase de ideas sin escuchar las ajenas y no tener tiempo ni para inhalar en necesario oxígeno entre discurso y diatriba. Las verdaderas utopías en el año dos mil siete nacen de dentro de las personas; si antes se pretendía cambiar el mundo, ahora el objetivo puede estar en cambiar el propio mundo íntimo de las personas: y es que es igual de complicado (aunque por motivos bien diferentes) intentar que Fernando séptimo aceptase una constitución como la de Cádiz (con aquello de viva la Pepa) que salirse de la corriente de vacuidad y desboque en la que vivimos entrando en el siglo veintiuno; incluso puede que más esto último.
            La utopía, con todos sus sinónimos, siempre se ha entendido como el motor de las personas, como aquello sin lo que no vive el hombre, porque aunque nos enseñasen a que las batallas que no se pueden ganar, es mejor no lucharlas, el resultado final de cada historia no se sabe realmente hasta llegar a él. La vida tiene más giros argumentales que una novela de Stephen King, y por tanto es más impredecible; quizá no te vayas encontrar con grupo de zombies a la vuelta de la esquina, ni perdido en un pueblo repleto de vampiros, pero es que incluso aquello que siempre habías pensado inamovible se puede resquebrajar. Por ese mismo motivo no hay que relajarse demasiado; nunca en esta vida sabremos el futuro, no sabremos quien continuará caminando a nuestro lado, no sabremos si las sensaciones de tranquilidad que ahora tenemos se mantendrán al día siguiente, o incluso dentro de un par de horas; personalmente me niego a aceptar que aquello que me rodea se mantendrá inmóvil para los restos: nunca sabrás cual de todos tus objetivos conseguirás con mayor facilidad, o qué llegarás a conseguir sin más que esforzarte cada día por lograrlo, ni de quién te vas a enamorar cualquier amanecer ante un beso que te corte la respiración. Y eso, de momento, son lugares que no existen.

Alberto Martínez Urueña 22-06-2007

sábado, 2 de junio de 2007

El pinar y el chico


            El chico se adentró en aquel bosque de tierra de campos. Un pinar frondoso, de los que ya sólo quedan lejos de los pueblos, ni que decir tiene de las grandes ciudades, con altos pinos retorcidos en quiméricas posturas, tratando de abrazarse unos a otros, de entrelazar las ramas buscando el sol, con las más bajas medio muertas, cayendo a tierra, algunas incluso rozando esa cabellera amarillenta que siempre cubre el suelo arenoso.
            Nadie se había preocupado de acercarse por allí, sólo era un lugar más que habían escapado de la larga mano del hombre, y que permanecían casi inexplorados, sólo hollados por las pisadas otoñales de los buscadores de setas que solían escoger los pinares más sombríos, aquellos lugares donde la humedad se encierra bajo la llave de un denso cielo de hojas puntiagudas y asesinas como el clima de Castilla y no deja escapar el calor durante el estío, arrasando y haciendo la atmósfera irrespirable, y en invierno conservando un frío mojado que destroza los huesos poco a poco.
            Era primavera y el bosque le regalaba por su fidelidad a esa tierra áspera e incomprendida una mixtura de olores a tomillo, a romero, a resina fresca y otras romerías de la santa naturaleza que hacían de aquel lugar un santuario viviente del esplendor de aquello que intuitivamente se podría llamar Creación, sin necesidad de apellidarlo con ninguna creencia. Desde que era pequeño había tenido la suerte de poder dar un paseo como aquel buscando los recodos donde las copas de los árboles permitían, al compás del viento, que algún rayo de luz solar llegase a tierra, cubriendo el suelo en rededor suyo de luces y sombras, convirtiéndolo todo en un mosaico perfecto de formas cambiantes y danzarinas, en un juego natural del que participaban todos los integrantes de aquel pequeño mundo en Tierra de Pinares.
            Dando aquel paseo, en su cabeza se empezaron a intercambiar las posiciones de ideas que conservaba desde hacía tiempo inalteradas, influenciadas por la cultura económica de las ciudades, por la cultura consumista de las televisiones, por la cultura idealizadora de las películas de jolibud… Dando aquel paseo intuyó primero, y después se confesó a sí mismo, que era muy probable que el mundo tuviese unas reglas propias al margen del ritmo de desbocada ligereza y banalidad que llevaba viendo desde que nació. Allí, las cosas eran como eran, no hacía falta que el romero se transformase en pino, ni que el tordo negro se volviese telaraña. Allí no había lugar para la hipocresía de la demagogia y de las palabras, no hacía falta la definición continua de la razón para poner a cada cosa en su lugar, no era necesario el liderazgo de la ardilla, o de la encina intercalada, o de ningún depredador. Se dio cuenta de que la armonía que había en aquel lugar, y en otros lugares parecidos que había conocido, era la antítesis de todos los valores que regían su cultura, su ciudad, sus programas preferidos en antena a eso de las once de la noche… La necesidad del éxito a cualquier precio se transformaba con total naturalidad en la sombra que aportaban los pinos centenarios a los arbustos que temporada tras temporada polinizaban aquellos suelos fríos y que daban consistencia a su tierra; la necesidad de portadas y halagos se mutaba sin necesidad de forzarlo en la existencia de la bella mariposa junto con la larva menos llamativa; la agresiva personalidad necesaria para alcanzar las cotas más altas de influencia se habían tornado sin darse cuenta en las afiladas agujas de los zarzales mezcladas con las flores amarillas, rojas y azules más delicadas y bonitas…
            Recapacitó durante unos segundos y se dio cuenta de que durante los años que llevaba de paseo intrascendental por este mundo tan pequeño y de tiempo tan rápido, había estado intentando entrar en la rueda esa que dicta la postura más galante, la barbaridad más grosera que lleve al primer puesto de capullo y de ranking de popularidad, la mirada más arrobadora y ladrona al mismo tiempo. Vamos, la táctica para ser el chulo de postín de discoteca. Y también se dio cuenta de la pérdida tan absurda de tiempo que había malgastado en esas tonterías, pudiendo haber estado buscando su lugar en el mosaico de formas cambiantes que es el mundo, su posición en toda aquella maraña de depredadores sin caza, de vagabundos sin rumbo establecido, de vacuidades que caminan por aceras monótonas y frías. Básicamente, el tiempo que podía haber pasado tratando de encontrarse a sí mismo, de conocerse, de saber la manera de encontrar los claroscuros de la vida, la forma de fluir entre ellos, de saberse araña, o quizá rara flor entre zarzales… De saber lo que significaba ser uno mismo.
            En esta sociedad, se dijo, en que el bombardeo constante del intento de influencia para que te posiciones en actitudes estáticas a un lado o a otro, para que consumas aquello o lo de más allá que te hará encontrar un estado de calma que no te dará ningún otro producto, en que te tratarán de engañar constantemente para que te vayas a la cama con unos o con otros, sería complicado hallar un lugar para sí mismo al margen de aquella vorágine de almas robadas. Pero lo intentaría.
            Todo esto lo sé, porque aquel chico fui yo. Y aunque sé que habrá veces en que el camino sea duro y me equivocaré de sendero una y otra vez, siempre me propondré encontrar mi lugar en este mosaico de vida que fluye, aunque suponga no ser la portada de alguna revista de moda. Quizá algún día sepa si soy araña o ardilla. O simplemente yo.

Alberto Martínez Urueña 2-06-2007