A veces me planteo
diversos temas con los que volver a mandar estos textos, pero, considerando el
nivel del discurso público, me niego a dirigirme a vosotros con argumentos más
propios de una clase de infantil que de los que debería usar con personas
adultas. Estoy convencido de que, por otro lado, como masa social, si alguien
nos viera desde fuera, damos bastante asquito. Pedimos de forma continua a
nuestros conciudadanos, a veces amigos, otras, desconocidos de redes sociales,
que se posicionen en disquisiciones de blanco y negro, en lugar de analizar el
detalle.
Cuando esto me lo piden
con cuestiones relativas al fútbol, a una película o al tono de verde que
tienen las hojas de los árboles, sigue sin parecerme muy adecuado, pero me da
igual. Otra cuestión distinta es cuando el tema versa sobre aspectos vitales
para la sociedad en la que vivo. Si alguien me pregunta mi opinión sobre el
robo, lo primero que me viene a la cabeza es pensar que mi interlocutor tiene
una tuerca floja. El robo en sí mismo es algo intrínsecamente negativo, y sé
que hay circunstancias en las que cualquiera de nosotros podríamos argumentar a
favor de hacerte con algo que no es tuyo. Pero esto no es porque el robo se
convierta en algo bueno, sino porque hay valores que, en la escala de
prioridades, están por delante. Y no hace falta ponerle palabras elegantes.
Podemos poner de ejemplo la supervivencia de un hijo. Ya he indicado en textos
anteriores que el principal problema que tenemos en nuestras sociedades
modernas es que la ingente panoplia de posibilidades de consumo nos ha llevado
a no ser capaces de decidir entre todos ellos. Y, lo que es más pernicioso: en
caso de tener que elegir de manera inevitable, el principal criterio que utilizamos
para discriminar es el precio. Puede haber otros, pero el precio se ha
convertido en un anatema intocable; es, de manera evidente, el tótem sagrado en
nuestra sociedad capitalista. No en vano, todos los caminos conducen al precio.
Creo que el precio,
en mercados de consumos secundarios, consumos de productos que no sean básicos,
es una herramienta muy útil para regular la actividad social. El mercado de los
restaurantes de lujo, el de las discotecas, el de las copas de los bares, el de
las zapatillas de deporte, la ropa de marca y un largo etcétera, funcionan muy
bien cuando le aplicas un concepto igual para todos con el que puedas
discriminar y filtrar el acceso a ese mercado.
Yo no estoy a
favor del robo; tampoco estoy a favor de la inmigración ilegal, ni de la
desobediencia ciudadana, ni de la ocupación de casas vacías. No estoy a favor
de saltarse la legalidad, ni tampoco estoy a favor de actuar de manera
agresiva, violenta, ni con evidentes muestras de rechazo hacia colectivos o
personas. Sin embargo, creo que, analizado el contexto de situaciones
concretas, existen valores y principios que pueden estar en colisión con la
propiedad privada, con la legalidad de fronteras, con la protesta e incluso con
la insumisión o la ocupación de casas. Y por supuesto estoy en contra de la
intolerancia, y jamás toleraré discursos que la corrompan. La supuesta paradoja
de la tolerancia de Popper en realidad no existe: lo que sí que existe es la
confusión axiomática entre quien no es capaz de entender que, por encima de la
tolerancia, hay un valor superior: el del respeto a las características intrínsecas
que constituyen la dignidad humana. La libertad de opinión absoluta no está
incluida en esos aspectos. No es un aspecto esencial o vital de la persona
defender (y pretender llevar a cabo actuaciones derivadas de esa opinión,
porque las opiniones siempre llevan aparejada la pretensión de actuar)
postulados contrarios a la dignidad de otro ser humano. Precisamente por la
pretensión de llevar a cabo actuaciones que la implanten.
Yo no estoy a
favor de inmiscuirse en la libre decisión de consumo de nadie. No en vano,
defiendo que lo que hacemos es lo que nos define, y cada uno ha de ser libre de
hacerlo como le plazca. Pero la libre decisión de consumo (eso no es una
característica última de la dignidad humana) no puede menoscabar la dignidad de
otras personas. No estoy a favor de cortar la libertad de un ser humano de
comprarse todo el parque de viviendas nacional, pero por encima de esa libertad
creo que está la característica fundamental de la dignidad humana de tener un
techo bajo el que guarecerte en unas condiciones de habitabilidad adecuadas, y
a un precio adecuado que no te restrinja en resto de características fundamentales
de tu dignidad. E insisto en eso de las características porque la dignidad
humana es uno de esos conceptos tan manoseados que algunos se piensan que es
algo abstracto. Pero nada más fuera de la realidad: es algo que se concreta en
características fundamentales. La vivienda es uno de ellos.
Por eso, cuando
veo a quienes plantean equilibrar el derecho al libre consumo de viviendas con
el derecho a tener un techo sobre tu cabeza y la de tus hijos, entiendo que
están radicalmente equivocados. Entiendo que existe el derecho a tener veinte
viviendas, pero no existe el derecho a restringir el acceso a tener una. Y hay
muchas personas que malviven en ese límite. Hoy, perdida entre la ristra de
gilipolleces con que nos desayunamos en las noticias, está la de dos hermanas
que, superadas por el futuro desahucio al que se iban a ver sometidas, han
optado por tirarse desde la ventana. Y no son las únicas.
Alberto Martínez Urueña 02-07-2024
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