Sobre la
libertad se han escrito auténticos estudios desde hace siglos; en cada uno, su
autor pretendía dar una versión del asunto. Muchos de ellos, por cierto, han utilizado
la temática para dar empaque a una teoría más amplia en la que encastraban con
mayor o menor consistencia la perspectiva que necesitaba esta problemática;
quizá para dar planta a sus creencias, quizá con una visión un tanto
manipuladora de las conciencias. En cualquier caso, desde antes de Jesucristo,
en aquella incipiente cultura grecorromana, fueron muchos los autores que
trataron de desgranar este aspecto tan humano, quizá por el simple amor al
conocimiento –raíz etimológica de la filosofía– o por los motivos más o menos
interesados. De hecho, esto me llevaría a una disquisición de la que me
gustaría hablar posteriormente, que sería sobre la concepción que tenemos de
nuestros semejantes en circunstancias parecidas a éstas; es decir, cuestionarme
si el hombre es un animal interesado y egoísta del que hay que recelar siempre
por sus escondidos intereses, o si puede manejarse de una distinta manera en la
que no estuviera movido más que por un interés altruista para con sus
semejantes. Evidentemente, es necesario pasar por el tamiz personal las
dialécticas que nos llegan, pero la forma en que afrontemos tal disquisición
cambiaría radicalmente con estas dos distintas opciones. El resto de culturas
no se quedan al margen, y también han tratado este tema desde sus propias
perspectivas, interesantes algunas de ellas, pero eso es materia de otro
costal.
Con respecto
a la libertad, creo que hay que rehuir de la casuística concreta de los hechos
consumados. Quien determina que tal o cual actitud pasa al libertinaje puede
estar exacerbando una moral que, aunque sea respetable, puede ser contraria a
la realidad humana, y puede estar tratando de imponer una moralina que esté más
bien basada en prejuicios cuando menos anacrónicos. Quien defienda la libertad
para actuar en todo caso, está obviando –esta vez, creo que de forma
interesada– la existencia de valores suprahumanos y, sobre todo,
supraculturales: como suelo defender reiteradamente en mis textos, no creo en
ningún concepto ético, social o legislativo que vaya en contra del ser humano.
La libertad,
como todas las facetas del ser humano, no es una parcela independiente del
resto de elementos que comportan su existencia, por mucho que las ciencias
occidentales hayan parcelado cada uno de ellos en distintas disciplinas que,
por un lado, nos han permitido obtener un conocimiento mecanicista muy útil
para comprender los distintos engranajes que rigen el mundo y nuestra vida,
pero por otro lado, nos han restado la comprensión global y holística de lo que
somos; una realidad en la que dos más dos casi nunca son cuatro y en la que la
interdependencia de todas las variables que rigen el sistema de ecuaciones no
lineales que nos domina provoca que tengamos que tener en cuenta sus
relaciones.
Para
comprender estas relaciones en las que la libertad se ve impregnada de toda una
serie de condicionantes sólo hay una posibilidad real y cierta sin la que
cualquier discurso se suele convertir en una conversación de besugos; en otras
ocasiones, cuando se exaltan los ánimos, podemos asistir a verdaderas peleas de
patio de colegio en que las razones son tan “infantiles” que ninguna de ellas
se soporta por sí misma. Esta posibilidad supone intentar ver cada vez más
“variables” de ese sistema de ecuaciones que mencionaba en el párrafo anterior,
en un proceso que algunas corrientes de conocimiento llaman ampliar la
conciencia y que coloquialmente se menciona como ampliar la perspectiva. En
definitiva, no hay nadie más libre que el que conoce la realidad con una
amplitud mayor, pero con la condición de tener perfectamente integrado en esa
existencia holística que es su vida el conocimiento adquirido y que, ojo, no
tiene por qué ser un conocimiento racional o intelectual. De hecho, muchas de
las cuestiones que aprendemos “de verdad” en esta vida no tienen nada que ver
con las conceptualizaciones racionales con las que la mente pretende engañarnos
y fabricar su jugada sustentadora del pernicioso ego.
En
definitiva, al igual que ocurre en la mayoría de los mundos parcelados de que
consta nuestra existencia, las mejores decisiones se toman cuanta más
información “relevante” tengas en tu poder. Con la libertad sucede de igual
manera. Por mucho que haya quien argumente que el ser humano es un ser con la
potencialidad de tomar sus propias decisiones, incluida la de degenerarse a sí
mismo a través de todo tipo de comportamientos, no es menos cierto que un
conocimiento “real” y no sólo intelectual del asunto evitaría semejante
esclavitud de factores que nada tienen que ver con la realidad que encierra un
ser humano. Una vez más, como siempre he argumentado en este tipo de
cuestiones, llego a la conclusión de que ampliar la visión que tenemos de la
realidad que nos rodea, a través de un proceso de ampliación de la propia
conciencia, es la única solución que existe para que esta vida sea lo más
auténtica posible. A este respeto, además, puedo aseguraros que esta conclusión
no tiene nada que ver con el proceso racional que he utilizado para la
construcción dialéctica de este texto…
Alberto Martínez Urueña
12-05-2014
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