Aseguraré
antes de nada que no pretendo ser morboso, ni tampoco aprovechar la coyuntura
mediática para soltar una parrafada sin aportar gran sustancia a cambio; sin
embargo, pretendo referirme a hechos luctuosos que mejor habría sido que no sucedieran.
Hablo de dos tragedias cercanas que, teniendo una dimensión diferente, no dejan
por ello de ser dos mazazos para quien lo han sufrido: el accidente de tren
gallego y la pérdida recurrente y porfiada de montañeros en las cumbres del
planeta.
Es tedioso
escuchar, o incluso declamar como un oráculo griego, sobre las miserias humanas
y, de paso, los miserables que las comenten. Me canso muy a menudo de salir a
la palestra de mi columna para denunciar conductas desalmadas cometidas por
coetáneos más o menos cercanos a mi ordenador. Es muy deprimente rebuscar con
pertinaz insistencia entre los diferentes blogs temáticos sobre economía
esperando ver alguna columna de los doctos que en ellos escriben que aporte
algo de luz y de esperanza al respecto de la crisis económica, pero sobre todo
moral, en la que vivimos. Y sobre todo me canso de escuchar los cínicos
comentarios de quienes se pretenden al margen de la sociedad en la que viven y critican
a diestro y siniestro a todo el que se cruce en su camino, como si las miserias
que existen a su alrededor no les afectasen. Odio esos comentarios universales
sobre la indecencia humana y sus arrabales basados, en la mayoría de las
ocasiones, en que quienes les rodean no han cumplido las expectativas que se
tenía de ellos, en que no les han favorecido como consideran que deberían haber
hecho, o que se han aprovechado de las circunstancias para bregar en su propio
favor.
Evidentemente
no voy a negar que una persona puede volverse una criatura muy egoísta. De
hecho, en los últimos años de evolución tecnológica que nos permiten comunicarnos
con personas al otro lado del mundo, muchos humanos han perdido la conexión con
sus semejantes más cercanos. El espejismo de independencia fruto de estos
avances han hecho que muchas personas se crean al margen del resto y, en cierta
medida, superiores a quienes aceptan la dependencia inevitable del grupo. Eso
ha propiciado individuos capaces de traicionar, manipular –aunque ya existieran
con carácter previo a lo largo de la historia—que sirven ahora como mal ejemplo
para los críticos.
Entonces,
si todo esto es cierto, ¿cómo introducimos en la ecuación planteada lo sucedido
en otras ocasiones? Hay veces en que el ser humano se olvida de sí mismo y
corre en pos de otros para ayudarles en situaciones extremas. En unos casos, se
enfrentan a las temibles fuerzas de la naturaleza, desatadas con toda su
potencia, para intentar llegar a un campamento improvisado a más de siete mil
metros, en un desesperado intento por salvar a un compañero del que quizá no
hayan siquiera oído hablar. O quizá sí, e incluso pueda ser admirado por ellos;
pero mirar hacia arriba, ver la ventisca indomeñable y, aun así, agachar la
testa y seguir caminando requiere de muchas dosis de humanidad que, con los
comentarios que desprecian la naturaleza humana, queda degradada. En otros
casos, cuando los azares del destino –aunque los azares sean un maquinista
imprudente o unos terroristas enloquecidos— provocan una matanza, hay individuos
que arriesgan todo por ayudar a los que se han quedado imposibilitados de ayudarse
a sí mismos. Porque estamos hablando de trozos de cuerpos repartidos por el interior
de un vagón, o dentro de un autobús accidentado, o un edificio envuelto en humo
con serios riesgos de desplomarse sobre sí mismo. No hablo tan solo de bomberos
o policías; hablo también de ciudadanos normales y corrientes que en mitad de
la noche salen corriendo hacia las vías del tren y, pretendiendo ayudar a sus
semejantes, registran de por vida imágenes que les perseguirán incansables.
Quizá en
situaciones de perentoria urgencia sale algo de nuestro interior. Una especie
de zarpazo en las tripas que, antes de pretender protegerte a ti mismo, te
lleva a correr hacia unas llamas, o a dejar atrás la seguridad de la playa y
adentrarte en el océano. Habrá quien diga que ese gesto irracional no significa
nada, pero yo creo todo lo contrario. El ser humano es un ente complejo y en
muchas ocasiones retorcido por la ingente cantidad de mensajes que ha recibido
a lo largo de su vida; está formado por un animal que somos, una mente
construida por la sociedad que nos envuelve y “ese algo” —al que no pondré
nombre— que todos llevamos dentro y del que han sido consciente múltiples hombres
de todas las épocas y de todas las culturas, por lo que negarlo sería de ciegos:
no haber vivido, visto o experimentado algo, no significa que no exista. Me
arriesgo a afirmar que “ese algo” es el verdadero ser que somos y que, cuando
huimos de las trampas de la mente y la razón, sale con toda su potencia y hace
que veamos a nuestros semejantes como parte de algo que formamos todos. Como
parte de algo que SOMOS todos.
Y al margen
de toque personal que acabo de dejaros, creo que viene bien una voz honesta que
mande al banquillo a todas esas aves carroñeras que se dedican a lanzar peroratas
hablando de la indecencia del resto si hacer absolutamente nada por nadie y, a
la vez, rendir un pequeño homenaje a la inmensa cantidad de personajes anónimos
que, con pequeños detalles individuales, hacen de nuestra raza algo digno a lo
que pertenecer.
Alberto Martínez Urueña
28-07-2013