viernes, 17 de febrero de 2012

Revolcones

Hay veces que la realidad te coge y te pega un revolcón. Son esas veces en que estás pensando en la inopia y, sin previo aviso, te sacude un puñetazo en las costillas y te quedas sin aliento. Esta semana, en cabeza ajena, dos historias de echarse a temblar.
La primera de ellas, escuchando Radio Nacional, a eso de las cinco y pico de la tarde, en el turno de participación de los oyentes, una llamada. No recuerdo el nombre, y no quiso dar su apellido, cosa perfectamente comprensible, porque en una ciudad no muy grande como era desde la que llamaba el interfecto le conocería demasiada gente. Por resumir, una pareja con un par de sueldos normales se quedaron al comienzo de la crisis los dos en el paro, y progresivamente, sin ingresos. Estuvo hablando cosa de diez o quince minutos, tiempo en el que el presentador no dijo palabra, imagino que sobrecogido como todos los que estábamos escuchando, salvo sociópatas y ratas desalmadas. Sólo dos cosas de sus palabras que no olvidaré, ya que hacían referencia al hijo de tres años que tenían: dijo, con perdón por la palabra (pedía perdón, y casi se me saltan las lágrimas), que su hijo tenía el culito irritado porque no tenían para pañales; la segunda, que con el kilo de arroz, el kilo de macarrones y la botella de aceite de girasol que les daban cada quince días en Cáritas (honrada organización, contrapunto de los cuervos vestidos de morado que viven en palacetes y sufren de obesidad) no daba para que el niño no estuviera malnutrido. La puntilla me la puso, el cabronazo, cuando reconoció, casi a gritos histéricos retransmitidos en frecuencia modulada y estereofónica, que se arrepentía de haber tenido a su hijo. Silencio, por favor, y pensad antes de hablar, porque imaginaos la desesperación de un padre para que diga semejantes palabras. Ahora preguntadle (a mí creo que no hace falta) qué opina cuando Rajoy pide tiempo a los desempleados para que surtan efectos sus medidas.
La otra historia que pone los pelos de punta la he leído en ese periódico de rojos recalcitrantes que es “El país”. Es una noticia más de la sección de sociedad que de la de sucesos, aunque debería estar en la de denuncia social. Se trata del caso de una madre, Maria Luisa, de Huelva para más señas y que la busquéis en San Google, una de esas andaluzas vagas e inoperantes de las que hablaba Duran i Lleida durante las elecciones. La susodicha tuvo la suerte de tener tres hijos, y la desgracia de que los tres nacieran con un gen recesivo que les manifestó a todos y que produce un tipo de cáncer de los que te llevan sí o sí al otro barrio. Y jovencitos. La única solución, como os podéis hacer cargo, era inevitablemente genética, con un índice de probabilidades de conseguir donante tan irrisorio que haría del salario de un trabajador español una fortuna. Entre unas y otras, (podéis leeros la noticia completa en Internet), la tocó irse a Bruselas, Bélgica, donde no hay nadie diciendo que eso de que tener hijos mediante reproducción asistida es pecado y con unos legisladores dispuestos a hacer caso a semejante despropósito. Ya ni te cuento, una vez que se ha legalizado, los trámites burocráticos para conseguir tener hijos con un estudio genético bajo el brazo y que puedan ser donantes apropiados para sus hermanos. Un chiste. La cuestión es que allá se fue, en plan comando, a luchar por la vida de sus hijos hasta las últimas fuerzas que tuviera. ¿Final feliz? Bueno tenía tres hijos, y nacieron otros tres, pero las matemáticas trágicas hicieron que ahora sólo tenga cinco. Las mismas matemáticas que, utilizadas de mejor manera, hacen que las personas que viven casos reales como los anteriores se conviertan en simples cifras y se comparen con otras más grandilocuentes como déficit presupuestario, producto interior bruto, balanza de pagos, prima de riesgo…
Porque dentro de los conceptos semánticos y lingüísticos, que cuando las eminencias públicas los sueltan en antena parecen estar todos al mismito nivel de importancia, me da a mí que hay rangos y categorías. Podemos apoyarnos en las matemáticas, si queréis, para dar empaque a la conversación, y de esa manera, poder ir diciendo de qué manera o de qué otra. Es decir, mientras haya gente que pase hambre, malnutrida y esas cosas tan feas, en esta mierda de país de pandereta, se tendría que arrojar por la borda a cualquier persona que tuviera el sueldo que algunos se ganan. Incluso algunos, mientras a los demás nos les congelan, ellos tienen los cojones de subírselo en votación parlamentaria. Para que luego digan que la democracia es el sistema más justo. Y si tiene mala prensa la votación, se lo enchufan en gastos de viaje y comisiones de dietas. Nos comentan cuestiones como lo de las reformas laborales, se inflan los papos como pavos gordos y lustrosos de Navidad, pero cuando investigas un poco en foros donde escriben catedráticos de distinto corte político, todos están de acuerdo en una cuestión: a ellos, que son los que saben, nadie les pregunta. Y tienen ideas, ojo, no es hablar por hablar. Y ni te cuento cuando se les pilla mintiendo, robando y chupando del tarro: se indignan. Échale cojones.
Por eso ya me da igual todo, puedo decirlo abiertamente. Mientras los problemas de la gente sencilla no se vean resueltos, no volveré a creerme nada de lo que salga en la prensa. Ahí sólo tienen foro los sociópatas y las ratas de las que hablaba antes, y todo lo que dicen no se sostiene en lo que no se cure la irritación que nos corroe a mí y a ciertos conciudadanos, pero sobre todo la del culito del niño de aquel oyente.


Alberto Martínez Urueña 16-02-2012

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